PREMIADOS QUINTO CERTAMEN

 GANADOR

"Los calostros" -- Cecilia Hernández Sanz

En noches como aquella susurraban los espíritus palabras silentes y los lobos aullaban hambrientos desde las cumbres nevadas. En noches como aquella, la vida tenía demasiadas semblanzas con la muerte. En noches como aquella, los malvados dioses tiraban los dados y elegían a sus víctimas.

La bruja recogió sus enseres y, antes de salir, entrelazó una ajada piel de conejo en sus manteos. Saya, enagua, camisa, capa, cintura prieta de mujer fuerte, trenza bamboleante a la espalda, firmes pasos sobre la nieve. La bruja, la tía Marina, la curandera, la mujer de saberes que ayudaba a cambio de unas monedas, de un mendrugo de pan o de nada si nada había. Partera, hechicera valiente, esperanza de muchos y amenaza para algunos. Atravesó la ventisca sin dudas, con el denuedo propio de quien sabe a dónde va. De quien se sabe necesitado.

La muchacha yacía en el suelo frente al hogar. Una tímida llama apenas crepitaba y  mucho menos calentaba la estancia. Casi parecía una burla del fuego verdadero, el que alumbra y enaltece, el que calma las necesidades del cuerpo solo con su presencia. Marina sacó de su infinita talega dos retorcidos troncos de encina y con presteza de mano experta avivó las llamas. Fue como si la vida misma se esparciera por la estancia. Un grito de la parturienta quebró la ilusión. La partera se arrodilló y tocó con su mano la entrepierna. Negó con la cabeza. Te queda aún, chica, te queda. Aguanta.

Un nuevo grito sobresaltó a Marina. “No estás tan avanzada, no es posible”. Volvió a tocar a la muchacha, Adela se llamaba. Recorrió la barriga abultada, reconoció el hambre en los huesos de las costillas, sintió el milagro que era que aquella chiquilla famélica pudiera aún tener fuerzas siquiera para gritar, no digamos para parir.

Desde la pared observaban la escena tres pequeños ateridos, tan hambrientos y harapientos como la madre que ahora no reconocían retorciéndose de dolor entre alaridos desgarrados. El mayor había dado el aviso a la partera y Marina había tenido que acunarlo entre sus ropas para que entrara en calor y fuera capaz de articular palabra. “Mi madre, mi madre se muere”, había dicho la criatura. “Mi madre dice que el niño viene, que venga usted, que nota que algo no va bien, mi madre se muere”.

Y llevaba razón la pobre muchacha, experta ya, pese a su juventud, en el arte de parir. El niño venía, pero venía mal. “No está colocado”, murmuró la vieja Marina. Y Adelita apenas tenía fuerzas ya para gritar con cada dolor de parto, se sentía morir, atravesada en dos por las contracciones. La partera intentó distraerla con lo primero que se le ocurrió. El Ramón, dónde anda, preguntó, a sabiendas de la respuesta. Adelita, entre dolor y dolor, esbozó una sonrisa amarga, una mueca triste de esposa doliente, que saca adelante a sus hijos como puede, una limosna por aquí, una costura por allá, humillaciones diarias que no se sienten porque no se conoce otra vida. “El Ramón, en la taberna, gastándose los cuatros duros del jornal, si es que lo ha habido, o dejando deudas, lo más seguro. Y yo aquí, pariendo a su hijo y muriéndome, tía Marina”.

“Que no tengo para pagarle”, añadió la chiquilla, llorando con amargura, “que lo que tenía ahorrao me lo ha quitao el malnacido”. Marina hizo un gesto de sorpresa y negó con la cabeza. Lo que menos le importaba eran esas cuatro monedas que la pobre chica hubiera podido reunir. En cambio, le quemaba en la garganta una pregunta. “Muchacha, ¿no te tomaste las hierbas que te di? Con tres criaturas ya en el mundo y con este invierno que se nos echa encima…” Adela no pudo contestar, el dolor tensaba su cuerpo hasta el límite de sus fuerzas. Un grito desgarrador volvió a reverberar por la habitación. Marina se extrañó de que nadie apareciera por allí, ninguna vecina a echar una mano, pero recordó la noche que hacía, con la nieve cayendo sin cesar y perdió la esperanza. Le hubiera venido bien una ayuda, pero no había solución.

Con un gesto, la partera llamó a los pequeños que seguían arremolinados junto a la pared. “Acercaos al fuego, chiquillos, que ahora da calor. Y tú, Ramonín, coge la mano de tu madre, así muy bien”. El niño volvía a temblar como una hoja de sauce al viento de noviembre. Con aquellas orejas de soplillo, camisa raída y remendada, grandes ojos almendrados y pelo trasquilado, casi parecía un elfo del bosque, uno de esos seres que habitan los sueños y las leyendas, los lugares desconocidos, los terrores de los hombres. Era la imagen del hambre, de la desesperación y de la pena, los tres jinetes malignos que recorrían aquellas tierras olvidadas.

Ramonín cumplió con el mandato de la mujer sabia y consoló como pudo a su pobre madre, cuyos gritos cada vez sonaban más roncos y desesperados. Marina recorrió de nuevo la barriga y, como en una ensoñación, murmuró viejas palabras que guardaba escondidas en su cabeza. Alguien podría decir que era una oración por la vida de la pobre muchacha y sus hijos. Otros, quizás, que era un hechizo de magia oscura. En realidad, ni siquiera Marina conocía qué significaban, solo sabía que las aprendió en noches como aquella, mientras ayudaba a su abuela y su madre en la tarea de dar esperanza a quien más lo necesitaba.

De repente, las palabras cesaron y con un movimiento rápido y presto, Marina empujó la barriga hacia un lado y colocó a la criatura. Adela gritó tanto que sus hijos volvieron a pegarse a la pared y se hubieran fundido con ella de haber podido. Marina asintió, calmó a la chica y volvió a llamar a los niños. “Tranquilos, ahora todo irá mejor”, les dijo, aunque ella misma se dio cuenta de que su voz no sonaba convencida.

Un nuevo grito y Marina supo que era el momento. Se embadurnó las manos con sebo y e introdujo una de ellas, con infinito cuidado, por la vagina de la muchacha hasta localizar a la criatura y ayudar a que naciera, mientras hacía fuerza en la barriga con el otro brazo. Con el último dolor, las dos mujeres gritaron a la vez cuando la cabeza del bebé salió de las entrañas de su madre. Marina tiró con suavidad pero con determinación hasta liberar el resto del cuerpecillo.

Adelita quedó desmayada, inerte, mientras la hemorragia fluía sin cesar de su interior. “Es una niña”, murmuró Marina, sin convencimiento. La recién nacida era apenas un manojo de piel de huesos, amoratada, callada pese al trauma del nacimiento, desnutrida ya desde su primera respiración. La partera cortó el cordón y envolvió a la criatura en la piel de conejo. La situó junto al fuego y se ocupó de la madre, que seguía desmayada. Mandó a uno de los niños a por nieve, que colocó en las sienes de la chica. Poco a poco, volvió en sí. Las secundinas fueron más fáciles de extraer y la sangre pareció remitir.

Cuando levantó la cabeza, los ojos de Marina se encontraron con los de Adela. No hizo falta mucho más para que sus preguntas tuvieran respuesta. Marina asintió con pesadumbre. Se levantó, asió un puchero de barro, lo situó junto al fuego, echó agua, el trozo de sebo que le había sobrado de frotarse las manos y algún hueso rancio que encontró en su talega junto con un par de patatas viejas y arrugadas. “Cuando cueza, tomaos esto antes de que llegue el Ramón, ¿entendido? Y aquí te dejo las hierbas para… Ya sabes.” Adela asintió, mirando hacia la pared, conteniendo a duras penas las lágrimas.

Los pequeños observaban la escena sin decir palabra, aterrorizados y echando miradas furtivas al bulto que reposaba junto al fuego. Un bulto que se movía y que, poco a poco, pese a su fragilidad, empezaba a llorar.

Tan rápida como sus cansados huesos le permitieron, Marina aferró a la pequeña y la echó en la talega. Los ojos de Ramonín se abrieron aún más. “Tu hermana no está bien, hijo, me la llevo para intentar curarla, no te asustes”, dijo la partera, tragando saliva. El niño asintió, pero Marina supo que no le había convencido. Qué no habría visto una criatura como aquella para tener tal madurez en la mirada.

Adela volvió entonces la cabeza y miró a su hijo pequeño. “Ven, Lolo, hijo, ven”, murmuró con un hilo de voz. El niño se acercó y cuando su madre le hizo un gesto, se aferró sin dudar al pecho izquierdo, apenas abultado, y comenzó a succionar con ansias. Al instante, el mediano hizo lo mismo con el pecho derecho. La mujer lloraba en silencio, con una triste sonrisa en los labios. Cuando, tras unos instantes, escuchó la puerta cerrarse, se desmayó de pura desesperación. Sus cachorros siguieron mamando hasta el alba y gracias a los calostros, regalo de aquella hermana que nunca conocieron, consiguieron superar el invierno.

Aquella noche los lobos callaron sus aullidos de hambre.


PRIMER FINALISTA

"El Lugar Donde No Llegan Las Cartas" -- José Andrés Ocaña

Cuando llegó esa última carta, el buzón ya no le pertenecía a nadie. No tenía dueño, ni cartero asignado, ni siquiera una llave que pudiera abrirlo. Pero ahí seguía, aferrado a la madera desgastada de la vieja puerta de la estación, como un eco terco del pasado. Ya nadie lo miraba. Nadie le hablaba. Nadie… excepto ella.

Rosario vivía sola desde hacía tanto tiempo que el calendario había dejado de tener sentido. No podía precisar el día en que decidió quedarse, ni el año en que el último tren dejó de detenerse allí. En su mente, todos los días se parecían: el crujir de las maderas del andén, el zumbido de los insectos en verano, el silencio espeso del invierno, y ese susurro constante que hacía el viento al colarse por las rendijas de la persiana en el despacho del jefe de estación. Para ella, no hacía falta más. Su mundo era la estación. Su universo empezaba en el banco del andén y terminaba en la verja oxidada del patio trasero, donde trepaban enredaderas salvajes y florecían, año tras año, plantas que nadie había sembrado, pero que insistían en nacer, como si también esperaran algo.

A Rosario no le gustaba hablar del pasado. Tampoco lo hacía con los pocos vecinos que aún la saludaban cuando bajaba al pueblo por provisiones. No porque escondiera secretos. Era otra cosa. Había aprendido que las palabras, cuando se repiten demasiado, pierden su sabor. Y ella no quería que su recuerdo de él se deshiciera en cenizas. Así que lo guardaba en silencio. Como quien protege una llama frágil en plena oscuridad.

Pero hubo un tiempo en que Rosario no estaba sola. Una época en que los trenes aún pasaban, los pasajeros bajaban con sus sombreros y maletas, y las campanas sonaban tres veces antes de que el humo cubriera el cielo. Entonces ella era joven. Muy joven. Ayudaba en la taquilla y repartía el periódico que venía en una valija de cuero. Los niños del pueblo solían acercarse solo para ver partir a los trenes. Algunos se subían un instante, solo para sentir cómo se alejaba la tierra. Otros jugaban a esconderse en los arbustos, fingiendo ser bandidos. Rosario reía. Sus trenzas danzaban al compás del viento. Y él estaba allí. Se llamaba Julián. Era el telegrafista. Había llegado del norte con una maleta roja y un cuaderno lleno de canciones que nunca mostró a nadie. Tenía una voz profunda, como salida de la tierra mojada, y unos ojos que no se quedaban quietos, siempre buscando más allá del horizonte. Hablaba poco. Pero cuando lo hacía, Rosario lo escuchaba como quien escucha una canción por primera vez.

El primer día que se cruzaron, Rosario le ofreció un vaso de agua. Él no dijo gracias. Solo sonrió. Una semana después, ya compartían el banco para ver pasar el tren de las cinco. A los tres meses, él dejó un libro envuelto en papel marrón sobre el mostrador, con una nota que decía: “Para cuando me mires sin decir nada.” Rosario no respondió. Pero desde ese día, algo cambió: la forma en que se sentaba, cómo se peinaba, el modo en que miraba el reloj detenido. Y cuando finalmente se besaron, lo hicieron entre las vías, con el sol cayendo tras los árboles y el mundo en silencio, como si supiera que no debía interrumpir.

Vivieron juntos dos años y medio. Nunca se casaron. No les hizo falta. Compartían el pan, la cama, el café, las palabras no dichas… y esos silencios que lo decían todo. Rosario aprendió a leer los cables del telégrafo. Julián le enseñó a silbar como los maquinistas. Se entendían con señales invisibles. A veces, en plena madrugada, él le escribía cartas aunque durmiera a su lado. Las dejaba sobre la almohada. Cortas. Hermosas. “Hoy soñé contigo en otro país.” O: “Si mañana desaparezco, prométeme que me esperarás aquí.” Rosario se reía. No siempre entendía. Pero guardaba cada nota en una caja azul que aún descansa bajo la cama de hierro forjado, envuelta en pañuelos viejos y olor a menta seca. Y un día, simplemente, él no volvió.

No hubo despedida. Solo un mensaje urgente, enviado por telégrafo, corto y seco: “Asignado a estación frontera. Vuelvo pronto.”

Pero nunca volvió. Pasaron semanas. Después, meses. Y luego, años.

Rosario siguió bajando al buzón todos los días. Al principio con esperanza. Después, por costumbre. Y finalmente, por necesidad. Como si escribir fuera el único puente entre este mundo y aquel otro donde quizás Julián había terminado. Así transcurrieron más de veinte años.

Los trenes dejaron de pasar. La estación fue clausurada oficialmente. Las paredes comenzaron a agrietarse. El reloj se detuvo para siempre a las cuatro y diez. Pero Rosario no se fue. No cerró la puerta. No dejó de escribir. Cada jueves, una carta. Cinco líneas. Siempre las mismas. Y con el mismo remitente: “Rosario. Estación de los Álamos. Km 21.”

Y entonces llegó aquella carta. Sin sello. Sin remitente. Sin fecha.

Solo una frase escrita con tinta azul: “He vuelto. Estaré en el tren de las cinco.”

En ese instante, algo dentro de Rosario se soltó. Un nudo que llevaba años apretado. Un hilo, roto pero aún temblando. No lloró. No gritó. No buscó razones. Solo lo supo. Supo que debía prepararse. Que no podía llegar tarde. Que ese tren no esperaría.

Entró en la casa. Se lavó el rostro. Se puso el vestido azul marino. Se peinó como en aquellos días. Abrió la caja azul. Sacó las cartas. Las leyó una por una. Algunas estaban gastadas. Otras manchadas por la humedad. Pero todas aún olían a él. Tomó una y la guardó en el bolsillo. Y salió rumbo al andén.

La estación de los Álamos ya no aparecía en los mapas. Ningún conductor la nombraba, ni los niños la señalaban desde las ventanas empañadas del autobús escolar. En los archivos ferroviarios, constaba como desactivada desde 2003. Pero en el pueblo, todos sabían que seguía ahí. Como un órgano dormido en un cuerpo que aún respira. Como una campana vieja que podría sonar, si alguien recordara cómo tocarla.

Rosario bajó al andén a las cuatro menos cuarto. El vestido azul marino ondeaba suavemente con cada ráfaga de viento tibio. Se sentó en el banco largo de madera, ahora cubierto de líquenes, y apoyó las manos sobre el regazo. Desde allí podía ver la curva hacia el este, esa misma por donde el tren de las cinco solía aparecer cuando el mundo aún recordaba que existía. Sus ojos no parpadeaban. No por terquedad, sino porque algo —muy dentro de ella— comprendía que esa tarde no era como las demás.

En el pueblo, algunos empezaron a notarlo también.

Don Damián, el antiguo cartero ya jubilado, paseaba como cada tarde junto al río. Pero algo lo hizo detenerse: una corriente de aire cálido que parecía venir desde lo alto del valle, como si el viento soplara desde las vías muertas. Se detuvo. Aspiró. No era lluvia. No era tierra. Tal vez humo. O vapor. Pero allí ya no pasaban trenes. No desde hacía...

Clara, la hija del panadero, jugaba con una cometa hecha de retazos cuando la brisa cambió de golpe. La cometa cayó en seco al suelo. Y justo cuando la recogía, escuchó un silbido largo y grave, como el de los trenes de vapor de los cuentos de su abuelo. Miró a su madre, pero nadie más pareció oírlo.

En casa de los Velasco, la abuela Pilar preparaba la merienda cuando, de pronto, dejó caer una taza. No fue la taza la que se rompió. Fue ella. Sintió una punzada detrás de los ojos. Un recuerdo desdibujado. Una carta nunca leída. Un nombre que no pronunciaba desde su juventud. Miró hacia la colina, hacia el norte, donde dormía la estación, y murmuró: “Hoy es…” Pero no terminó la frase.

Porque nadie quería hablar de Rosario. Ni del tren. Ni de esa historia que todos conocían pero que fingían haber olvidado. Porque, en secreto, sabían que hay trenes que no regresan… pero tampoco se olvidan.

Mientras tanto, en la estación, el reloj seguía detenido en las cuatro y diez. Rosario no lo miraba. No necesitaba que le dijera nada. El tiempo, allí, se medía de otra forma. No en minutos, sino en certezas. Y por primera vez en décadas, Rosario tenía una.

Se levantó del banco, caminó hasta el borde del andén y dejó sobre la piedra la carta que llevaba en el bolsillo. La misma que Julián le había escrito la última noche juntos. La única en la que hablaba de regresar. La única donde mencionaba un tren imposible: uno sin horarios, sin necesidad de vías, uno que viajaba sobre promesas… no sobre rieles.

Rosario respiró hondo. Cerró los ojos. Y el aire… tembló.

Las hojas del sendero crujieron, como si algo invisible se deslizara entre los árboles. El suelo vibró, apenas, como el latido de un corazón que despierta de un sueño largo. Los pájaros callaron. El sol pareció apagarse por un instante. Y desde el este… desde esa curva que ya solo vivía en la memoria, algo empezó a tomar forma.

No se oyó el traqueteo típico. No hubo humo ni chillidos metálicos. Pero se sintió una presión, como si un hueco enorme se llenara de golpe. La vibración de una ausencia que por fin regresaba. El viento trajo un sonido profundo, lento… que no era de este tiempo. No era un tren. Era el eco de todos los trenes que alguna vez pasaron. Y venía por ella.

Rosario se irguió. Sus pies firmes sobre el andén. La espalda recta. Tenía casi ochenta años, pero en ese instante parecía una niña esperando a su padre tras un viaje largo. El corazón encendido. Las rodillas listas para flaquear… pero sin rendirse.

La curva empezó a brillar. No con luz solar, sino con algo más suave, más profundo. Y entonces lo vio: un único vagón, deteniéndose justo frente a ella.

Era de madera envejecida, con cristales cubiertos por dentro. Sin nombre. Sin número. Pero Rosario lo reconoció de inmediato. Lo había visto en sueños. Julián se lo había descrito una vez, en una de sus cartas: “El vagón de los que aún esperan.” La puerta se abrió. No bajó nadie. Pero el aire se llenó de algo distinto. Una música apenas audible. Una brisa con olor a sal, como venida del mar. El perfume de una camisa limpia. El roce de una mano que ya no está. Y una voz —no dicha, no hablada— que Rosario escuchó clara, muy dentro de sí:

“Rosario. Ya es hora.”

No sintió miedo. No preguntó nada. No miró atrás.

Solo dio un paso. Y luego otro. Y subió.

Cuando Rosario subió al vagón, no crujió la madera bajo sus pies. La puerta no se cerró de golpe. No hubo silbido anunciando la partida. Fue como si, por un instante, el mundo se detuviera con ella. Como si el tiempo retrocediera apenas un paso… solo para dejarla entrar.

Dentro del vagón no había luces. Ni bancos visibles. Ni pasajeros. Y aun así, Rosario no estaba sola.

El aire olía a leña húmeda, a papel antiguo, a una colonia casi olvidada. Sentía una respiración cercana. El roce de un hombro que conocía de memoria. Escuchó una risa que era más suya que su propia voz. Y entonces, sin necesidad de abrir los ojos, lo supo: Julián estaba allí. Tal vez nunca se había ido. Tal vez el tren no lo llevó lejos, sino hacia adentro. Tal vez siempre había sido así: un viaje hacia el lugar donde las promesas no mueren, solo esperan… invisibles… hasta que alguien se atreve a subir.

El vagón no se movió. Pero todo lo demás sí.

Afuera, el viento cambió. La maleza que cubría las vías se agitó como un mar de susurros. El reloj de la estación —ese que había marcado las cuatro y diez durante dos décadas— giró de pronto. Una, dos, tres vueltas. Y finalmente se detuvo en las cinco en punto. En el pueblo, algo vibró.

Don Damián, cruzando el puente, se quedó quieto. Clara, la niña de la cometa, volvió a oír el silbido. Esta vez más claro. Más real. La cometa, que ya no tenía viento, se elevó sin explicación. Y en casa de los Velasco, la taza de la abuela Pilar cayó otra vez… pero no se rompió. Quedó quieta, suspendida en el suelo, como si el tiempo ya no quisiera hacer ruido.

A la mañana siguiente, un joven senderista llegó por primera vez al claro donde dormía la estación. Pero Rosario ya no estaba. La casa, abierta. La cama, hecha. Las cartas, ordenadas. En la mesa, un vaso con agua y una flor de tela azul. Y en el andén, una hoja de papel, húmeda por el rocío. Sin sobre. Sin firma. Solo una frase:

“Gracias por no olvidarme. Ahora sí.”

Nadie preguntó demasiado. Porque todos sabían.

La estación sigue ahí. Viva. Respirando. Esperando.

Porque hay estaciones que, aunque vacías, siguen esperando el tren correcto.
Y personas, como Rosario, que no desaparecen.
Solo suben a otro vagón.
Uno que viaja por dentro.
Uno que, si escuchas con atención… todavía pasa.

 

SEGUNDO FINALISTA

"El secreto de los impostores". -- Mirguel Ángel Carcelén Gandía

“Firmado por mi mano y rubricado con una cruz que parta y divida mi nombre”. Así había concluido el Corregidor las instrucciones dadas a su secretario; el requerimiento llegaría en breve a su destino y la comparecencia no se demoraría. Era llegada la hora de su venganza.

“... por los poderes que se me otorgan y en justa delegación tendré a bien dirigir el interrogatorio y dar fe de vuestra completa confesión ante quien hubiera menester. Y, aunque no es de mi competencia trasladar peticiones de clemencia, no me temblará el pulso al solicitarla al más alto Tribunal del Santo Oficio llegado el caso...”

La retina de Jaime de Gracia retuvo ese párrafo en especial. Fueron precisos varios parpadeos para que la estricta caligrafía del escribano del Corregidor y su amenazante fondo se desdibujasen de su más próximo horizonte. Luego eran ciertas las murmuraciones que lo habían prevenido: “Guárdate de don Fabián, que es hombre de muy mala crianza y peores industrias. De la enrevesada Italia nada bueno nos puede venir. Si alimaña era ayuno de cargos, plaga será convertido en Corregidor.” Muy fiel a su estilo había sabido redactar un oprobioso libelo camuflado de cédula judicial, y no conforme con ello, la había envilecido con nada sutiles muestras de ofrecimiento de misericordia, dando por sentado que el veredicto del aún no iniciado proceso devendría perjudicial en extremo para el encausado.

No importó a don Fabián que la virulencia de los autos de fe y el celo desgarrado de los garantes de la ortodoxia católica hubiesen decelerado su andadura; con el cargo en su poder y plata bastante para encaminar conciencias poco dadas a escrúpulos podría conseguir una condena que apartase de sus planes al infanzón don Jaime. Muy a las veras tomó Jaime el asunto, pues no era el caso de desoír los requerimientos de don Fabián como otrora hiciese; ahora se las había con el Corregidor, y los manejos, turbios por demás, en los que lo involucraba hablaban de protervas desviaciones y afrentas a la sana ortodoxia de los dogmas de Nuestro Señor. Herejía y Santo Oficio no dejaban de ser palabras que conjuraban miedos y amenazas. “...si Dios, Nuestro Señor, es loado de enviarle a vuesa merced luz suficiente para abjurar de los errores que se le atribuyen...” Releyó algunas frases de la cédula intentando conseguir una información que a sus intenciones conviniese, mas en vano. ¿De qué errores debía sentirse promotor?, ¿quién se los atribuía?... Según vino a saber en posteriores indagaciones el encausado por el Santo Oficio no tenía derecho a conocer los cargos que pesaban contra él hasta no ser iniciado el proceso, así como tampoco le era dado saber quién lo delataba. Habida cuenta de que parte de las pertenencias del denunciado pasaban al censurador si el juicio prosperaba –es decir, casi siempre- no pocos se habían dejado seducir por la facilidad con la que podían incrementar sus fortunas y posesiones. Tal era el caso del corregidor don Fabián. Sumábanse a estas motivaciones los desaires sufridos en propia carne a causa de amores contrariados, o mejor sería hablar de políticas entorpecidas, por no prostituir la verdad. Presto a extenderse por los campos de Talavera, no dudó en requerir de amores a Benilde Castro, hija del señor del marquesado, sin importarle que ya la dama estuviese comprometida con don Jaime. Pensó el italiano que la atracción de su más importante fortuna y hacienda vencería lo que de veraz hubiese en el sentimiento que Benilde decía profesar por el infanzón. Mas no fue así. Ya no valían enmiendas ni componendas, de la más detestable de las maneras le había sido declarada la guerra, y no cejaría en su empeño de venganza en tanto no viera a don Jaime pudrirse entre rejas, y a Benilde ocupar mísera yacija junto a su tálamo. La haría su señora, pero en privado la trataría como a la más detestable de las meretrices. Ella, ajena a tanta perfidia, entretenía su juventud combinando ungüentos y plantas a la manera que expresaban los libros del muy docto bachiller alcaraceño Sabuco.

Jaime se asesoró hasta donde pudo para salir airoso del difícil trance en el que se habría de adentrar: supo el nombre del dominico que arbitraría su proceso, Fray Mérito Villar. En el escaso margen que le fue concedido antes de presentarse ante el Corregidor y el delegado inquisidor, halló las horas precisas para informarse sobre la persona de Fray Mérito. Austero en el vestir, en el comer, en el dormir, y aún en el hablar; tenido por clérigo más rigorista que santo sólo se le conocía como debilidad su inclinación hacia el arte sacro, ya fuese pintura o escultura. Con tan breve noticia deliberó encargar a Antonio Retinto, el más afamado maestro dolador de la ciudad, el labrado en piedra de una cruz de grandes proporciones y abundante en motivos que ofrendaría a la ciudad y dedicaría a los franciscanos de Toledo o a la orden de predicadores, según deviniese el curso del proceso. Le advirtió que cuidase finamente el acabado, pues habría de ser del gusto de un entendido.

- Llevará sus muchas jornadas y sus muchos jornales, que lo que será el cuerpo  lo dejo a los aprendices canteros – informó el artista.

- Queda horro y libre de cuidados, que presumo que será tiempo lo que me sobre de aquí en adelante. Y pierde reparos por la economía, que más que mi hacienda estimo mi vida.

Antonio Retinto no entendió las palabras de Jaime, no obstante, captó que la tarea encomendada escondía más reservas que las que cabía atribuir a la elaboración de una cruz de término.

Los acontecimientos se precipitaron al agrado del Corregidor. En la sesión preliminar del juicio Jaime quedó preso, pese a que no entrañó dificultad para él desbaratar las acusaciones de ser hijo de judaizante  ni las de haber participado en el crimen ritual de Camarenilla.

- ¿Jura, pues, que no participó en el mancillamiento de la criatura a la que se le dio muerte por crucifixión en las riberas del Guadarrama hará tres semanas? –preguntó el escribiente.

- No sólo juro no haber participado en tamaña barbaridad, sino que aún diré que desconocía que se hubiese producido. En la fecha referida y por esos contornos tuve noticia de la aparición del cadáver de un infante comido por los verracos. De cualquier forma testigos hay bastantes de que mi regreso del señorío de Talavera se produjo pasado tan luctuoso suceso.

El rictus malévolo no desapareció del semblante de don Fabián cuando los alguaciles confirmaron en la siguiente sesión que cuanto había aseverado el reo coincidía con el testimonio de los consultados.

- ¿Y también tiene testigos que encubran sus macabros rituales nocturnos a la entrada de la ciudad invocando a la satánica trinidad...?, ¿puede demostrar, don Jaime, que no ha sido el sumo oficiante de las ceremonias que conjuran a Belcebú, Leviatán y Arimán?

Por supuesto que no podía presentar cargos que cubriesen su paradero durante todas las noches del mes. No se trataba de demostrar la veracidad de sus palabras, sino la no falsedad de las mismas. Ése fue el comienzo del atolladero; le exigieron los nombres de los que participaban en los sacrílegos oficios. Hicieron oídos sordos a sus argumentos: “¿No dice vuestra paternidad que es a la santísima Trinidad a la que le falto la creencia? Pues oiga mi confesión de fe: Creo en las tres divinas personas de la santa Trinidad, un solo Dios que es Padre, que es Santo Espíritu y que es Hijo, Verbo encarnado en verdadero hombre, dos naturalezas para la misma Esencia.” El Corregidor no dejaba responder a Fray Mérito, antes tomaba él la palabra para gritar con ensayada cólera que las palabras nada valían cuando los hechos las habían desmentido. El cariz de las sesiones empeoraba para el desdichado acusado. Muy pronto se le trasladó a una celda más lúgubre de la fortaleza de la ciudad y se le retiró la ración de pan moreno y tasajo de tocino con la que se le había regalado hasta el momento en atención a su condición. Hasta el consuelo de ver a diario a su amada Benilde le fue escatimado. “¡Revele el nombre de los otros satánicos juramentados y evítese tormentos angustiosos!”, era la frase de la pesadilla con la que invariablemente despertaba cada noche ahogado en sudores fríos.

Tras de días vinieron días y el artefacto llegado desde la ciudad imperial terminó de montarse en uno de los sótanos del castillo de Maqueda. El primer estremecimiento que el crujido de sus huesos estirados por el potro le produjo en el cerebro determinó que llegada era la hora de jugar su única baza. No enviaría la acabada cruz a los franciscanos, mejor sería colocarla en el exacto lugar donde se le atribuían los demoniacos conciliábulos a la entrada de la ciudad. Transmitió su intención mediante el concurso de Benilde. Ésa fue la última entrevista que se les permitió.

El verdugo no llegó a emplearse en el tercer día de potro.

- ¡Quiero hablar! –gritó Jaime hasta donde sus menguadas fuerzas le permitieron-. Fray Mérito, ya no sólo tengo palabras, hay algo más que avala mi inocencia.

- ¿Y qué cosa es, hijo mío? –fueron las primeras palabras conciliadoras que salieron de su boca en todo el proceso.

- Si su paternidad me hiciese la gracia de llegarse a la entrada de la ciudad, al lugar donde se cruzan los caminos de la Sagra con los de Castilla, lo entendería.

El fraile se hizo trasladar a donde el reo indicaba. La belleza de lo que vio pudo más que la verborrea insidiosa del Corregidor: “¿Y a eso lo llama prueba exculpatoria? No es más que la confirmación de que no tiene pudor alguno en negociar aún con lo más sagrado para librarse del justo castigo..., es chantaje, una monumental cruz a cambio de su libertad..., ¿no se da cuenta vuestra paternidad de lo burdo de la artimaña?”.

Fray Mérito, pausadamente, respondió: “Alguien que es capaz de empeñarse en cuasi sacralizar un lugar tenido por maldito del modo que este joven lo ha hecho, merece un resquicio de confianza. Tomémonos unos días para llevar a la oración lo vivido.”

Dos jornadas fueron las que se concedió el dominico para recapacitar, las mismas que empleó el Corregidor  en contaminarlo con sus pérfidas observaciones: “Ahí tenemos al arzobispo Carranza, reo de la Inquisición. Lo que nosotros podríamos tomar por nimiedad instancias superiores acaso lo consideraran motivo de excomunión o aún de penas mayores.”

Había quedado claro el mensaje; Fray Mérito captó la amenaza, no sería el primero ni el último de los casos en el que un inquisidor pasaba a ser prisionero por sospechoso de laxitud. Influyente era don Fabián, anciano él. Con rabia consintió en que el proceso prosiguiese. Durante tres días con sus tres noches se le aplicó a Jaime la tortura del potro alternada con la de asfixia. De ahí  pasaron a las brasas para no descoyuntarle el cuerpo ni reventarle los pulmones. Cuando creyó que  uno de los carbones encendidos aplicados sobre su pecho le hallaría el corazón y  la vida, decidió inventar nombres para acabar con los dolores. Si no llegó a hablar fue porque el desmayo lo pudo. Permaneció en la oscuridad de la celda durante días que se le antojaron años, aunque agradecido por no retornar al patio de torturas. Por razones que desconocía se había detenido la maquinaria inquisitorial.

En una celda contigua cuatro miserables vagabundos eran observados continuamente por dos celebrados galenos venidos de la ciudad. El prodigio se estaba obrando, no había duda. Las manchas y heridas que los señalaban como apestados leprosos estaban desapareciendo. Dos semanas más se demoró la observación, tiempo suficiente para comprobar que, efectivamente, la piel de los infectados había recobrado su sana disposición. Los cuatro habían sido llevados a presencia del Tribunal de la Fe al conocerse la noticia de que la curación se estaba obrando gracias a la visita a la cruz mandada esculpir por el infanzón don Jaime.

- Dispongo que don Jaime de Gracia sea puesto en inmediata libertad, atendido por los cirujanos aquí presentes y resarcido de todos los daños por la cantidad que la autoridad civil juzgue razonable, la cual será abonada por el hasta ahora Corregidor don Fabián, quien cesará en su cargo y, custodiado por las fuerzas del Primado de España, será puesto a disposición del brazo del Inquisidor General para que responda de sus falsas acusaciones y sus intentos de coacción al juzgado de Dios –dictaminó Fray Mérito como conclusión del proceso.

La curación de enfermedad tan afrentosa como la lepra por cuádruple partida constituía prueba suficiente de que los designios divinos protegían al joven encausado. Un ejemplar escarmiento, que luego muy mitigado sería por sus contactos en la Corte, no vendría mal a don Fabián.

 

La cruz afianzóse finalmente en la concurrencia de los caminos de la Sagra  con Castilla, al cercano amor de la entrada a la ciudad. A su exigua sombra  y oficiado por Fray Mérito contrajeron sagrado matrimonio Jaime y Benilde, acrecentándose los vínculos entre la Casa de Gracia Hurtado con el señorío de Talavera. Los cuatro leprosos curados asistieron como testigos.

En la noche de bodas, consumado el amor, Jaime dio gracias al Padre de todo lo creado por haber salido en su defensa con tan milagroso portento. En esa jaculatoria y en los brazos de Benilde se durmió. Ella, dichosa como nunca, aún tardó en conciliar el sueño. Encontrar a cuatro desarrapados con tantísima necesidad que no le temiesen al Santo Oficio no había sido tarea fácil, y menos aún que se prestaran a dejarse emponzoñar la piel con savia de nuez y sanguijuelas machacadas.

“La carne pútrida se desprenderá y la nueva crecerá sana, es sólo cuestión de tiempo. Estos dineros bien merecen que pregonéis que la Santísima Cruz os ha sanado. En el término de un año obtendréis cantidad semejante.”

Benilde se había asegurado sabiamente  el secreto de los impostores.

 TERCER FINALISTA

"Travesía por el medio Oeste". -- Jimena González Gimena

Le lloraban los ojos a causa del polvo. Su montura no cesaba en levantarlo, al ritmo airado del galope. Tan rauda como avanzaba, no podía detenerse a contemplar la salida del sol, su momento preferido del día. El astro rey se alzaba igual que el lazo en los rodeos, decidido a atrapar las últimas estrellas del cielo.

Falta de todo camino o carretera, se había echado al campo con las primeras luces, cabalgando en mitad de plantaciones abandonadas. Llevaba ya dos días de viaje. Debía darse prisa si quería cumplir con el itinerario de aquella semana.

La jinete redujo el ritmo conforme se aproximaba a la montaña. Al paso, las motas de luz más madrugadoras jugueteaban en sus nudillos. Mientras, ella analizaba la formación rocosa que tenía frente a sí. Había interiorizado la hoja de rutas; sabía que tras el monte estaba su destino, el poblado.

Era uno de sus favoritos. En otros lares donde le habían enviado, la gente aún era reacia al cambio, pero allí, en su querido Medio Este, siempre tenían una acogida amable para ella. La emoción burbujeaba bajo su piel. Tanto, que la carga de su espalda se aligeraba.

Picó a la yegua, deseosa por llegar, y esta se quejó ante la insistencia. Ella solo pudo reír y echarse sobre las crines, dejándose acariciar por el viento. La jinete le dedicó unas palabras de coraje a su animal antes de tirar de la rienda izquierda. Una vez las pezuñas pisaron suelo seguro, comenzaron a escalar.

La yegua avanzaba sobre el terreno escarpado con seguridad. No se percibía nada en el ambiente y el paisaje era magnífico. Por la cima de aquel monte asomaban los picos de dos cordilleras colmadas de hierba. La jinete pensó que en cuanto descabalgara permitiría a su fiel compañera pastar allí. Habían ascendido unos metros más y ya se dejaban ver las faldas del valle. «Ahí están la escuela y las casas de los vecinos», se dijo con el corazón encogido. Llegaron a la parte más alta y ella contempló las vistas. La naturaleza calmaba el espíritu. Momentos así le hacían adorar su trabajo.

Lanzó a su montura a la carrera, y era tal su emoción que solo cuando unas rocas de distancia los separaban, se dio cuenta de que un lobo hambriento le mostraba los colmillos. La yegua hizo amago de levantarse sobre sus patas traseras, y ella tuvo que calmarla antes de recular. La bestia, agazapada, se aproximó sin dejar de gruñir. Necesitaba una salida y la necesitaba ya.

Sin pensarlo, las riendas serraron el aire al tiempo que el ladrido voraz. El eco de los dientes cerrándose a escasos centímetros de las patas de la yegua se amplificó por el valle, helando la sangre. No podía quedarse sin montura, no cuando aún faltaba tanta gente a la que ayudar. Acució a su animal. Tenía que llegar, tenía que llegar.

Entonces, las primeras casetas aparecieron ante su mirada. Y lo que era aún mejor, varios pobladores dispuestos en fila y armados con antorchas. En un ansia desesperada, hundió las espuelas tres veces seguidas, logrando encabritar a la yegua y cruzar la entrada de un salto. Atrás quedó el lobo, acobardado ante el fuego de los humanos. La bestia torció la nariz antes de alejarse, la promesa feroz de que volvería. La jinete había acabado en el suelo tras un aterrizaje nada memorable y no tardaron en socorrerla.

—¿Está usted bien, señorita Yvonne? —se angustió un hombre con una espiga entre los labios.

—Sí, Henry, no ha sido nada —confirmó ella, aunque le costaba girar la muñeca.

—No es la primera vez que esa manada intenta atacarnos de día. Hemos tenido que sacrificar nuestras gallinas para evitar una desgracia…

—Con lo que os traigo no tendréis que preocuparos más. Los libros han salido ilesos y seguro que alguno de ellos explica cómo construir trampas.

Orgullosa, se desembarazó de la bolsa que cargaba y la mostró ante los pobladores. Varias mujeres se abrazaron y Henry, el granjero, le ayudó a incorporarse.

—Los niños se alegrarán mucho de verla, señorita. Llevan días preguntando por usted. Mire, por ahí vienen. Acaban de salir del colegio.

Tal y como indicaba, diez pares de piececitos que generaban el alboroto de cincuenta se acercaron corriendo hacia Yvonne.

—¿Nos has traído nuevas historias?

—¿Tienes más capítulos de Huckleberry Finn?

—¡Libros, libros, libros! —Eran solo algunos de los ruegos que la jinete entendía a duras penas.

Los vecinos lograron templar el ánimo de las criaturas e Yvonne pudo empezar su reparto. Extrajo del saco un par de volúmenes sobre agricultura y cosechas para ayudar a las familias de campesinos; revistas sobre el cuidado de la casa que iluminaron los rostros de varias madres jóvenes; novelas para aligerar las jornadas de los trabajadores; y un libro de leyes para Henry, quien, además de granjero, era el gobernador de aquella minúscula población. Él había inscrito al poblado en el programa de ayudas literarias de Kentucky.

Su comunidad era de las más aventajadas dentro de los planes de la WPA. Para el nivel de analfabetismo que existía en otras zonas del Medio Este, Henry había optimizado sus recursos y culturizado a todos sus convecinos, aunque eso significara recortar fondos de otros asuntos. No quedaba en el valle un alma que no supiera leer, si bien no todas lo hacían de la misma manera. El viejo Ennis, por ejemplo, era un áspero cactus en el desierto de las letras.

Yvonne no pasaba por alto este hecho, y había dedicado todo el camino a buscar una estrategia para cambiar las cosas. Tanto ella como el gobernador creían en el valor de las historias para cambiar el mundo, sin tener en cuenta la edad de los lectores.

Buscó a la nieta de Ennis entre la masa de niños que intercambiaban libros. La pequeña pasaba páginas fascinada.

—Creo que esa historia es demasiado para ti sola, chiquitina —le advirtió al descubrir que hojeaba una manida edición ilustrada de Robinson Crusoe.

—¡Pero es que yo quiero esta! Mira qué dibujo más bonito tiene. —Señaló la cubierta con sus dedos menudos como si mostrara una obviedad.

—Cuando seas un poco más mayor podrás leerla. Pero si quieres seguir viendo los dibujos puedes dársela a tu abuelo. Seguro que él no tiene problema en prestártela.

—Sí, sí, ¡qué buena idea! —expresó. Y salió corriendo en dirección a la cabaña del anciano.

Yvonne la siguió unos pasos por detrás, los suficientes como para escuchar la conversación entre dos generaciones a través de una ventana.

—Abuelo, toma. La mujer de los libros me ha dado esto para ti.

—Esos cuentos y fantasías no son más que bobadas. Devuelve esa tontería a donde la has encontrado y déjame seguir durmiendo.

La bibliotecaria no pudo asegurar si se quejaba más el hombre o la carcomida mecedora sobre la que se balanceaba.

—¡No! —acometió de nuevo su nieta—. Cuando sea mayor quiero ser una biboltecaria como Yvonne y montar a caballo.

—Mejor harías en volver al campo con tu madre y olvidarte de tus sueños. Eso es lo único que te garantizará un sustento en el futuro. Todo esto es culpa de la gente de ciudad y su maldita crisis.

—En eso estamos de acuerdo, señor Ennis —coincidió Yvonne desde el exterior de la cabaña. El anciano la miró extrañado y ella alzó su sombrero vaquero como muestra de respeto—. De no ser por la mala gestión de los inversores en bolsa ahora no estaríamos sufriendo estas penurias, pero ha de reconocer que sin los planes de empleo del presidente Roosevelt ni usted ni el resto del poblado disfrutaría de ciertas comodidades. Los libros no son el único recurso que la Work Progress Administration les facilita.

—No serán los únicos —admitió—, pero son innecesarios.

—Quizá para usted sí, pero ¿diría lo mismo su nieta? ¿El resto de niños? Abra un poco los ojos, señor Ennis. Sin lecturas se está perdiendo todo un mundo a su alcance.

—Estoy muy cómodo en el mundo en que he nacido —replicó.

—Usted verá. De todas formas, si le apetece probar hasta que vuelva, léale a su nieta y pase un buen momento con ella.

—No necesito tus consejos. Que no te extrañe que para cuando regreses este trasto haya acabado en el fuego —se despidió con un mohín.

Por toda respuesta, Yvonne guiñó un ojo a la pequeña y dijo:

—Espero que disfrutéis del viaje… Los dos.

Poco después fue en busca de su yegua. Los vecinos la habían cepillado y dado algo de comida, mismo trato que ofrecieron a la bibliotecaria. Yvonne terminó por abandonar el poblado con la caída de la tarde. Mientras se perdía en el horizonte, la nieta de Ennis se preguntaba por qué les había deseado un buen viaje a ellos y no al revés.

No tardó en descubrirlo. Conforme los días fueron despegando sus números del calendario, su abuelo se hartó de escuchar sus súplicas para que le leyera antes de acostarse. Al anciano no le cabía en la cabeza cómo una niña de ocho años tenía tanta energía al final del día. Además, era como un reloj de cuco, con el mismo insistente canto cada noche.

Ennis siempre conseguía zafarse con alguna excusa. Sin embargo, el sentimiento de decepcionar a la pequeña se iba con él a la cama. Él apenas había aprendido a leer hacía meses, y no tenía confianza para hacerlo en voz alta. El cuerpo entero le temblaba; se sentía demasiado mayor para algo que toda su vida se le había antojado un lujo. Antes de los programas de ayudas de Franklin Roosevelt, solo dos personas del poblado sabían leer y escribir con fluidez. Ennis se creía incapaz.

Pero su nieta no opinaba lo mismo. Había sido tal su insistencia que una noche de insomnio, el hombre salió de la cama y tomó el volumen de Robinson. Acarició su cubierta de esquinas dobladas, pasó las hojas despacio, temiendo que se deshicieran entre sus dedos igual que la crisálida de una mariposa. Y aspiró su olor, ese aroma ancestral, legendario, viejo como él mismo.

Leyó, como quien pica de un plato que jamás ha probado, algunas páginas sueltas. Entonces se vio transportado al verdor de la isla, y sus conocidas montañas se transformaron en un escenario salvaje. Ennis se fascinó con las maravillas escritas por Defoe y, aunque no hubiera empezado por el principio, acompañó a Robinson en sus desventuras por la supervivencia hasta bien entrada la mañana.

Únicamente pudo salir de esa burbuja de tinta y fantasía cuando su nieta vino en su búsqueda. Al verla, escondió el libro lo más rápido que pudo.

—Abuelo… Estás… leyendo —se fascinó.

—No te creas. Solo estaba… comprobando que no se había manchado, he estado desayunando aquí y se me ha caído algo de café sobre la mesa.

—¿Me cuentas la historia? Yvonne dijo que no puedo hacerlo yo sola, que es muy complicada para mí.

A su abuelo se le deshizo el alma. No podía permitir que la luz de su vida también se consumiera por no creer en sí misma; bastante tiempo había desperdiciado él por esa causa. Así que Ennis se tragó sus inseguridades y sentó a la cría en su regazo. Juntos, abrieron la novela por la primera página.

Dos semanas más tarde, Yvonne dirigía a su yegua por el camino inverso que había recorrido. Esta vez, no iba sola. Una mula rebosante de cajas con volúmenes, revistas y periódicos avanzaba a su lado. En el condado vecino también había una biblioteca de la WPA, por lo que había aprovechado para repostar y traer variedad de vuelta a Somerset.

Descendió la colina a paso lento. Cuando llegó al poblado, se alegró de ver que se había levantado una empalizada con soportes y trampas para ahuyentar a los lobos. Pero no era la única sorpresa que le aguardaba.

Tras la recién construida barrera, Henry y las familias la esperaban como de costumbre. Contaban con un nuevo miembro entre sus filas: allí estaba Ennis, quien apenas se tenía en pie de tantos libros como llevaba en brazos. A su alrededor, todos los niños le abrazaban. Yvonne descubrió que se había vuelto el cuentacuentos oficial.

—¡Yvonne! —saludó alegre su nieta, la más radiante entre los pequeños—. Al final el abuelo me leyó ese libro tan difícil que me prestaste. ¡Él hizo de Robinson y yo de Viernes! ¡Fue estupendo!

El anciano le acarició la cabeza con dulzura.

—Veo que ha disfrutado de la travesía —apuntó la bibliotecaria al llegar a su altura.

—No podía haber conseguido mejor billete. Gracias, Yvonne. —La sinceridad teñía sus palabras. Sin duda, esa era la parte de su trabajo que la mujer más disfrutaba.

—No me las dé a mí, sino a la literatura. Ya sabe que si en otra ocasión necesita un camión, un coche o un ferrocarril, solo tiene que avisarnos. Las bibliotecarias de Kentucky estaremos encantadas de prestarle uno de nuestras estanterías.

Ennis asintió con profundo agradecimiento y, unas horas más tarde la despidió al partir de vuelta a su hogar. Yvonne había llegado al final de su viaje, pero sabía que, tras su estela, acababan de comenzar muchos más.


CUARTO FINALISTA

"Amor de madre's" -- Emilio Cifuentes Periáñez 

        Aquella madrugada, y aún bien de madrugada alguien depositó en el torno de la inclusa, un pequeño bulto en el que, envuelto entre unos sencillos ropajes, había un niño que pataleaba y movía los brazos desesperadamente, pero sin apenas emitir sonidos. Así se lo encontró la monja encargada esa noche de la atención del torno que, en un duermevela continuo, luchaba conta los embates del sueño con desigual fortuna y trataba, a base de rezos y jaculatorias pasar la noche lo más serena posible. Sor Juana María del Amor Divino del Niño Jesús, que con ese nombre había tomado sus hábitos, quedó perpleja en la contemplación del niño que tenía delante, estaba muy acostumbrada a recibir niños, bien a través del torno o aquellos que dejaban abandonados en cualquier esquina o callejuela de la Ciudad. Pero este parecía especial y distinto a los demás, tenía los ojos bien abiertos y emitía una especie de habla ininteligible pero como queriendo comunicarse, sereno miró a los ojos a Sor Juana María cuando ésta se asomó, esbozó una sutil sonrisa moviendo con más intensidad sus bracitos y sus piernas en una especie de saludo a pesar de lo que se suponía unos cortos días de vida, algo tenía este niño que le distinguía de todos los demás que eran recibidos en la institución.

                        Al alba y a maitines el niño fue entregado a la madre superiora para que se hiciera el oportuno registro, pero antes había que inspeccionarle para ver cuál era su estado, si tenía marcas o taras o algún signo especial mediante el que se pudiera señalar en la correspondiente ficha que de todos se hacía por si podía ser aclaratorio en un futuro de una posible reclamación de unos hipotéticos padre o madre a más de determinar su sexo para ponerle un nombre.

                        El niño no presentó marca o señal alguna pero su sexo quedó aclarado sin género de duda alguna. Al desenvolverle de sus ropajes la criatura presentó un apéndice fálico de una significada proporción, no habían visto las monjitas, que se reunieron alrededor de él, algo similar a pesar del buen número de niños que se recibían en el hospicio y todas con especial alborozo celebraron la particular dotación que presentaba el niño en comparación al resto de niños masculinos del orfanato.

                        Al infante se le puso el nombre de Diego por haber sido recogido el 13 de noviembre, conmemoración día de San Diego de Alcalá, y por apellidos, Expósito y Salvador, tal y como era costumbre en aquellos años y que señalaban a los niños de por vida con la marca indeleble de su procedencia. Se le asignó un ama de cría para que amamantase al niño, una reciente viuda que habitaba cercano y que acudía varias veces al día para ejercer su labor de alimentarle. Sor Juana María se negó en rotundo a que la dicha señora se llevase a la criatura a su domicilio tal y como se hacía en otros casos que mientras duraba la lactancia los niños permanecían en casa del ama de cría por una cantidad estipulada, pero Sor Juana María alegaba que se daban casos de abandono y de maltrato y que no estaba dispuesta a que ¨su niño¨ sufriera tales circunstancias-

                        A pesar de que esta dilecta monja estaba muy acostumbrada al trato de cientos de niños, no se sabe por qué, ejercía una tutela privilegiada con Diego, cuestión que a veces le costó incluso alguna reprimenda de la madre superiora por la significación que efectivamente tenía con él, pero no era suficiente motivo para que cesara en sus atenciones. Lo cierto es que la criatura irradiaba una cierta simpatía, a pesar de sus pocos días apenas lloraba y casi siempre regalaba una sonrisa a cualquiera que se asomase a contemplarle lo que causaba admiración y ternura. A la hora del baño que siempre efectuaba por supuesto Sor Juana María, por arte de magia, acudían un buen número de monjitas a contemplar al efebo y con risas cantarinas celebraban la particularidad del muchacho comentando qué niño tan guapo y dotado había entrado esta vez en la comunidad.

                        No existía en absoluto ningún atisbo de sexualidad en el comportamiento de las religiosas, solo admiraban la particularidad del chico como podían haber sido unos grandes ojos azules u otro signo de belleza natural que destacase sobre los demás muchachos internos de la institución.

                        Diego fue creciendo en un ambiente en el que había más de carestía que opulencia, habida cuenta que su recogida había tenido lugar en los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo XX y aún los efectos de la posguerra atacaban con fuerza a la sociedad entera y más todavía a estos centros benéficos que dependían de la caridad y de los mermados presupuestos de las instituciones provinciales que tampoco era muy boyantes. Pero el muchacho fue aprendiendo y desarrollándose con una gran serenidad sin apenas quejarse, sin disputas entre sus compañeros y aprovechando la incipiente educación que se le brindó tanto civil como religiosa lo que causaba la gran admiración tanto de las monjas como de los miembros no religiosos que atendían con desigual suerte a todos los internos.

                        Corrían ya los años de la década de los sesenta cuando Diego, ya mocito, entró como aprendiz en un taller de carpintería por la intervención de las autoridades del Centro benéfico y allí, al margen de ir conociendo el oficio, trabó amistad con los compañeros de trabajo que como aficionados, le fueron introduciendo el el mundo del toreo lo que prendió como llamarada en el ánimo del chico.

                        Tanto fue así que junto a otro par de muchachos decidó lanzarse al mundo de los maletillas a correr por los caminos y las tientas que tan en boga estaban por aquel entonces. Solamente se despidió de Sor Juana María pidiéndole que lo hiciera con el resto de sus compañeras pero no quería que hubiese impedimentos en su voluntad de marcharse. Su tutora quedó inconsolable, pero le pidió que por favor les informase siempre de sus correrías tanto para bien como para mal.

                        Las penalidades del aspirante a torero fueron incontables, pero la férrea voluntad del muchacho, tras ir de capea en capea, fiestas de los pueblos, sentadas en la puerta de las plazas de toros pidiendo una oportunidad, etc, fueron muchas y duras, hasta que un avispado hombre del mundo del toreo se fijó en él y le ofreció hacerse su apoderado a ver qué tal se portaba si le conseguía una novillada

                        Y ésta llegó, debut como novillero en una plaza de capital de provincia, sin picadores y junto a otro par de muchachos que constituía una terna muy igualada tanto en edad como en ambición. Y Diego triunfó de pleno consiguiendo los apéndices de los novillos el gran aplauso y el reconocimiento del público en general.

                        A partir de ahí empezaron a abrirse puertas, se fueron consiguiendo más novilladas por toda España hasta que su apoderado consideró que debía tomar la alternativa e iniciar ya su carrera como torero matador de novillos toros y torear en las grandes plazas del país. Y en la feria de Septiembre de Salamanca llegó el día grande de tomar la alternativa, recibiéndola de los grandes espadas, Paco Camino y Palomo Linares. Diego había tomado por nombre artístico el de "Diego de Juana" en honor a su querida monjita protectora y así figuró tanto en los carteles de novillero como ahora ya en los de su nueva etapa de matador.

                        La tarde resultó un completo éxito para el nuevo torero, saliendo en hombros por la puerta grande tras haber conseguido el premio de cortar las orejas y un rabo de uno de los astados 

                        Para este gran día el nuevo diestro había echado el resto para su traje de luces. Eligió un modelo en seda en colores tabaco y grana que le costó una fortuna pero la ocasión merecía la pena, amén que había prometido a sus monjitas que se lo regalaría y lo haría personalmente.

                        La alegría fue inmensa entre todas las religiosas y demás personal del establecimiento beneficiario. Se daba la circunstancia que la mayoría de las monjas eran de procedencia rural donde está muy arraigada la tradición del mundo de los toros, ello hacía que la alegría fuese aún mucho mayor. El día de la aparición del torero con su traje fue una fiesta de la que tan necesitados estaban en la institución.

            Hubo una gran comida subvencionada por las autoridades a la que acudieron incluso el obispo, el alcalde de la ciudad y el gobernador de la Provincia, bien que el homenajeado no se cortó en ofrecer una sustaciosa cantidad en metálico para ayuda del Centro benéfico. El dinero entraba en buenas cantidades en los bolsillos de Diego.

                        El soberbio traje de luces fue colgado dentro de una especie de vitrina, en una sala que servía para que las monjas hicieran sus reuniones y donde se trataban temas referentes a su labor y de su vocación religiosa y que pasó a constituir un elemento de casi veneración donde cada vez que cualquiera de las religiosas se ponía delante del traje, se persignaba y murmuraba una pequeña oración por la salud y la suerte de su torero.

                        Pero la suerte de Diego cambió radicalmente en una tarde aciaga de la feria de San Juan de Alicante. Un toro malencarado, berrendo, corniveleto, astifino, de la ganadería del Conde de la Corte, propinó una tremenda cogida al diestro con una gran cornada con tres trayectorias que afectaron la vena safena y la femoral que le mandó de urgencia al hospital, donde se debatió durante tres días entre la vida y la muerte y que finalmente no pudo superar.

                        El profundo dolor de las monjitas al enterarse de la noticia fue inenarrable, durante los tres días que duró la hospitalización del torero, se rezaron oraciones y jaculatorias, se montó un turno de vigilia nocturna para que no faltase en las veinticuatro horas el rezo continuado. Al recibir el telegrama con la triste noticia del óbito se reunieron todas en la capilla del Centro para rezar juntas el Santo Rosario con gran congoja y lágrimas en los ojos, y sobre el dolor de todas, el de Sor Juana María del Niño Jesús que apenas podía contenerse.

                        A la mañana siguiente, en el traje de luces que había regalado Diego a las monjas, aparecía una medallita de la Virgen del Perpetuo Socorro prendida de la taleguilla.

                        Nadie supo quién pudo haber sido, aunque tampoco se investigó mucho.  

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