GANADOR
"Los calostros" -- Cecilia Hernández Sanz
En
noches como aquella susurraban los espíritus palabras silentes y los lobos
aullaban hambrientos desde las cumbres nevadas. En noches como aquella, la vida
tenía demasiadas semblanzas con la muerte. En noches como aquella, los malvados
dioses tiraban los dados y elegían a sus víctimas.
La
bruja recogió sus enseres y, antes de salir, entrelazó una ajada piel de conejo
en sus manteos. Saya, enagua, camisa, capa, cintura prieta de mujer fuerte,
trenza bamboleante a la espalda, firmes pasos sobre la nieve. La bruja, la tía
Marina, la curandera, la mujer de saberes que ayudaba a cambio de unas monedas,
de un mendrugo de pan o de nada si nada había. Partera, hechicera valiente,
esperanza de muchos y amenaza para algunos. Atravesó la ventisca sin dudas, con
el denuedo propio de quien sabe a dónde va. De quien se sabe necesitado.
La
muchacha yacía en el suelo frente al hogar. Una tímida llama apenas crepitaba
y mucho menos calentaba la estancia.
Casi parecía una burla del fuego verdadero, el que alumbra y enaltece, el que
calma las necesidades del cuerpo solo con su presencia. Marina sacó de su
infinita talega dos retorcidos troncos de encina y con presteza de mano experta
avivó las llamas. Fue como si la vida misma se esparciera por la estancia. Un
grito de la parturienta quebró la ilusión. La partera se arrodilló y tocó con
su mano la entrepierna. Negó con la cabeza. Te queda aún, chica, te queda.
Aguanta.
Un
nuevo grito sobresaltó a Marina. “No estás tan avanzada, no es posible”. Volvió
a tocar a la muchacha, Adela se llamaba. Recorrió la barriga abultada,
reconoció el hambre en los huesos de las costillas, sintió el milagro que era
que aquella chiquilla famélica pudiera aún tener fuerzas siquiera para gritar, no
digamos para parir.
Desde
la pared observaban la escena tres pequeños ateridos, tan hambrientos y
harapientos como la madre que ahora no reconocían retorciéndose de dolor entre
alaridos desgarrados. El mayor había dado el aviso a la partera y Marina había
tenido que acunarlo entre sus ropas para que entrara en calor y fuera capaz de
articular palabra. “Mi madre, mi madre se muere”, había dicho la criatura. “Mi
madre dice que el niño viene, que venga usted, que nota que algo no va bien, mi
madre se muere”.
Y
llevaba razón la pobre muchacha, experta ya, pese a su juventud, en el arte de
parir. El niño venía, pero venía mal. “No está colocado”, murmuró la vieja
Marina. Y Adelita apenas tenía fuerzas ya para gritar con cada dolor de parto,
se sentía morir, atravesada en dos por las contracciones. La partera intentó
distraerla con lo primero que se le ocurrió. El Ramón, dónde anda, preguntó, a
sabiendas de la respuesta. Adelita, entre dolor y dolor, esbozó una sonrisa
amarga, una mueca triste de esposa doliente, que saca adelante a sus hijos como
puede, una limosna por aquí, una costura por allá, humillaciones diarias que no
se sienten porque no se conoce otra vida. “El Ramón, en la taberna, gastándose
los cuatros duros del jornal, si es que lo ha habido, o dejando deudas, lo más
seguro. Y yo aquí, pariendo a su hijo y muriéndome, tía Marina”.
“Que
no tengo para pagarle”, añadió la chiquilla, llorando con amargura, “que lo que
tenía ahorrao me lo ha quitao el malnacido”. Marina hizo un
gesto de sorpresa y negó con la cabeza. Lo que menos le importaba eran esas
cuatro monedas que la pobre chica hubiera podido reunir. En cambio, le quemaba
en la garganta una pregunta. “Muchacha, ¿no te tomaste las hierbas que te di?
Con tres criaturas ya en el mundo y con este invierno que se nos echa encima…”
Adela no pudo contestar, el dolor tensaba su cuerpo hasta el límite de sus
fuerzas. Un grito desgarrador volvió a reverberar por la habitación. Marina se
extrañó de que nadie apareciera por allí, ninguna vecina a echar una mano, pero
recordó la noche que hacía, con la nieve cayendo sin cesar y perdió la
esperanza. Le hubiera venido bien una ayuda, pero no había solución.
Con
un gesto, la partera llamó a los pequeños que seguían arremolinados junto a la
pared. “Acercaos al fuego, chiquillos, que ahora da calor. Y tú, Ramonín, coge
la mano de tu madre, así muy bien”. El niño volvía a temblar como una hoja de
sauce al viento de noviembre. Con aquellas orejas de soplillo, camisa raída y
remendada, grandes ojos almendrados y pelo trasquilado, casi parecía un elfo
del bosque, uno de esos seres que habitan los sueños y las leyendas, los
lugares desconocidos, los terrores de los hombres. Era la imagen del hambre, de
la desesperación y de la pena, los tres jinetes malignos que recorrían aquellas
tierras olvidadas.
Ramonín
cumplió con el mandato de la mujer sabia y consoló como pudo a su pobre madre,
cuyos gritos cada vez sonaban más roncos y desesperados. Marina recorrió de
nuevo la barriga y, como en una ensoñación, murmuró viejas palabras que
guardaba escondidas en su cabeza. Alguien podría decir que era una oración por
la vida de la pobre muchacha y sus hijos. Otros, quizás, que era un hechizo de
magia oscura. En realidad, ni siquiera Marina conocía qué significaban, solo
sabía que las aprendió en noches como aquella, mientras ayudaba a su abuela y
su madre en la tarea de dar esperanza a quien más lo necesitaba.
De
repente, las palabras cesaron y con un movimiento rápido y presto, Marina
empujó la barriga hacia un lado y colocó a la criatura. Adela gritó tanto que
sus hijos volvieron a pegarse a la pared y se hubieran fundido con ella de
haber podido. Marina asintió, calmó a la chica y volvió a llamar a los niños.
“Tranquilos, ahora todo irá mejor”, les dijo, aunque ella misma se dio cuenta
de que su voz no sonaba convencida.
Un
nuevo grito y Marina supo que era el momento. Se embadurnó las manos con sebo y
e introdujo una de ellas, con infinito cuidado, por la vagina de la muchacha
hasta localizar a la criatura y ayudar a que naciera, mientras hacía fuerza en
la barriga con el otro brazo. Con el último dolor, las dos mujeres gritaron a
la vez cuando la cabeza del bebé salió de las entrañas de su madre. Marina tiró
con suavidad pero con determinación hasta liberar el resto del cuerpecillo.
Adelita
quedó desmayada, inerte, mientras la hemorragia fluía sin cesar de su interior.
“Es una niña”, murmuró Marina, sin convencimiento. La recién nacida era apenas un
manojo de piel de huesos, amoratada, callada pese al trauma del nacimiento,
desnutrida ya desde su primera respiración. La partera cortó el cordón y
envolvió a la criatura en la piel de conejo. La situó junto al fuego y se ocupó
de la madre, que seguía desmayada. Mandó a uno de los niños a por nieve, que
colocó en las sienes de la chica. Poco a poco, volvió en sí. Las secundinas
fueron más fáciles de extraer y la sangre pareció remitir.
Cuando
levantó la cabeza, los ojos de Marina se encontraron con los de Adela. No hizo
falta mucho más para que sus preguntas tuvieran respuesta. Marina asintió con
pesadumbre. Se levantó, asió un puchero de barro, lo situó junto al fuego, echó
agua, el trozo de sebo que le había sobrado de frotarse las manos y algún hueso
rancio que encontró en su talega junto con un par de patatas viejas y arrugadas.
“Cuando cueza, tomaos esto antes de que llegue el Ramón, ¿entendido? Y aquí te
dejo las hierbas para… Ya sabes.” Adela asintió, mirando hacia la pared,
conteniendo a duras penas las lágrimas.
Los
pequeños observaban la escena sin decir palabra, aterrorizados y echando
miradas furtivas al bulto que reposaba junto al fuego. Un bulto que se movía y
que, poco a poco, pese a su fragilidad, empezaba a llorar.
Tan
rápida como sus cansados huesos le permitieron, Marina aferró a la pequeña y la
echó en la talega. Los ojos de Ramonín se abrieron aún más. “Tu hermana no está
bien, hijo, me la llevo para intentar curarla, no te asustes”, dijo la partera,
tragando saliva. El niño asintió, pero Marina supo que no le había convencido.
Qué no habría visto una criatura como aquella para tener tal madurez en la
mirada.
Adela
volvió entonces la cabeza y miró a su hijo pequeño. “Ven, Lolo, hijo, ven”,
murmuró con un hilo de voz. El niño se acercó y cuando su madre le hizo un
gesto, se aferró sin dudar al pecho izquierdo, apenas abultado, y comenzó a
succionar con ansias. Al instante, el mediano hizo lo mismo con el pecho
derecho. La mujer lloraba en silencio, con una triste sonrisa en los labios. Cuando,
tras unos instantes, escuchó la puerta cerrarse, se desmayó de pura
desesperación. Sus cachorros siguieron mamando hasta el alba y gracias a los
calostros, regalo de aquella hermana que nunca conocieron, consiguieron superar
el invierno.
Aquella
noche los lobos callaron sus aullidos de hambre.
PRIMER FINALISTA
"El Lugar Donde No Llegan Las Cartas" -- José Andrés Ocaña
Cuando llegó esa última carta, el buzón ya no le pertenecía a nadie. No tenía
dueño, ni cartero asignado, ni siquiera una llave que pudiera abrirlo. Pero ahí
seguía, aferrado a la madera desgastada de la vieja puerta de la estación, como
un eco terco del pasado. Ya nadie lo miraba. Nadie le hablaba. Nadie… excepto
ella.
Rosario vivía sola desde hacía tanto
tiempo que el calendario había dejado de tener sentido. No podía precisar el
día en que decidió quedarse, ni el año en que el último tren dejó de detenerse
allí. En su mente, todos los días se parecían: el crujir de las maderas del
andén, el zumbido de los insectos en verano, el silencio espeso del invierno, y
ese susurro constante que hacía el viento al colarse por las rendijas de la
persiana en el despacho del jefe de estación. Para ella, no hacía falta más. Su
mundo era la estación. Su universo empezaba en el banco del andén y terminaba
en la verja oxidada del patio trasero, donde trepaban enredaderas salvajes y
florecían, año tras año, plantas que nadie había sembrado, pero que insistían
en nacer, como si también esperaran algo.
A Rosario no le gustaba hablar del
pasado. Tampoco lo hacía con los pocos vecinos que aún la saludaban cuando
bajaba al pueblo por provisiones. No porque escondiera secretos. Era otra cosa.
Había aprendido que las palabras, cuando se repiten demasiado, pierden su
sabor. Y ella no quería que su recuerdo de él se deshiciera en cenizas. Así que
lo guardaba en silencio. Como quien protege una llama frágil en plena
oscuridad.
Pero hubo un tiempo en que Rosario
no estaba sola. Una época en que los trenes aún pasaban, los pasajeros bajaban
con sus sombreros y maletas, y las campanas sonaban tres veces antes de que el
humo cubriera el cielo. Entonces ella era joven. Muy joven. Ayudaba en la
taquilla y repartía el periódico que venía en una valija de cuero. Los niños
del pueblo solían acercarse solo para ver partir a los trenes. Algunos se
subían un instante, solo para sentir cómo se alejaba la tierra. Otros jugaban a
esconderse en los arbustos, fingiendo ser bandidos. Rosario reía. Sus trenzas
danzaban al compás del viento. Y él estaba allí. Se llamaba Julián. Era el
telegrafista. Había llegado del norte con una maleta roja y un cuaderno lleno
de canciones que nunca mostró a nadie. Tenía una voz profunda, como salida de
la tierra mojada, y unos ojos que no se quedaban quietos, siempre buscando más
allá del horizonte. Hablaba poco. Pero cuando lo hacía, Rosario lo escuchaba
como quien escucha una canción por primera vez.
El primer día que se cruzaron,
Rosario le ofreció un vaso de agua. Él no dijo gracias. Solo sonrió. Una semana
después, ya compartían el banco para ver pasar el tren de las cinco. A los tres
meses, él dejó un libro envuelto en papel marrón sobre el mostrador, con una
nota que decía: “Para cuando me mires sin decir nada.” Rosario no respondió.
Pero desde ese día, algo cambió: la forma en que se sentaba, cómo se peinaba,
el modo en que miraba el reloj detenido. Y cuando finalmente se besaron, lo
hicieron entre las vías, con el sol cayendo tras los árboles y el mundo en
silencio, como si supiera que no debía interrumpir.
Vivieron juntos dos años y medio.
Nunca se casaron. No les hizo falta. Compartían el pan, la cama, el café, las
palabras no dichas… y esos silencios que lo decían todo. Rosario aprendió a
leer los cables del telégrafo. Julián le enseñó a silbar como los maquinistas.
Se entendían con señales invisibles. A veces, en plena madrugada, él le
escribía cartas aunque durmiera a su lado. Las dejaba sobre la almohada.
Cortas. Hermosas. “Hoy soñé contigo en otro país.” O: “Si mañana desaparezco,
prométeme que me esperarás aquí.” Rosario se reía. No siempre entendía. Pero
guardaba cada nota en una caja azul que aún descansa bajo la cama de hierro
forjado, envuelta en pañuelos viejos y olor a menta seca. Y un día,
simplemente, él no volvió.
No hubo despedida. Solo un mensaje
urgente, enviado por telégrafo, corto y seco: “Asignado a estación frontera.
Vuelvo pronto.”
Pero nunca volvió. Pasaron semanas.
Después, meses. Y luego, años.
Rosario siguió bajando al buzón
todos los días. Al principio con esperanza. Después, por costumbre. Y
finalmente, por necesidad. Como si escribir fuera el único puente entre este
mundo y aquel otro donde quizás Julián había terminado. Así transcurrieron más
de veinte años.
Los trenes dejaron de pasar. La
estación fue clausurada oficialmente. Las paredes comenzaron a agrietarse. El
reloj se detuvo para siempre a las cuatro y diez. Pero Rosario no se fue. No
cerró la puerta. No dejó de escribir. Cada jueves, una carta. Cinco líneas.
Siempre las mismas. Y con el mismo remitente: “Rosario. Estación de los Álamos.
Km 21.”
Y entonces llegó aquella carta. Sin
sello. Sin remitente. Sin fecha.
Solo una frase escrita con tinta azul:
“He vuelto. Estaré en el tren de las cinco.”
En ese instante, algo dentro de
Rosario se soltó. Un nudo que llevaba años apretado. Un hilo, roto pero aún
temblando. No lloró. No gritó. No buscó razones. Solo lo supo. Supo que debía
prepararse. Que no podía llegar tarde. Que ese tren no esperaría.
Entró en la casa. Se lavó el rostro.
Se puso el vestido azul marino. Se peinó como en aquellos días. Abrió la caja
azul. Sacó las cartas. Las leyó una por una. Algunas estaban gastadas. Otras
manchadas por la humedad. Pero todas aún olían a él. Tomó una y la guardó en el
bolsillo. Y salió rumbo al andén.
La estación de los Álamos ya no
aparecía en los mapas. Ningún conductor la nombraba, ni los niños la señalaban
desde las ventanas empañadas del autobús escolar. En los archivos ferroviarios,
constaba como desactivada desde 2003. Pero en el pueblo, todos sabían que
seguía ahí. Como un órgano dormido en un cuerpo que aún respira. Como una
campana vieja que podría sonar, si alguien recordara cómo tocarla.
Rosario bajó al andén a las cuatro
menos cuarto. El vestido azul marino ondeaba suavemente con cada ráfaga de
viento tibio. Se sentó en el banco largo de madera, ahora cubierto de líquenes,
y apoyó las manos sobre el regazo. Desde allí podía ver la curva hacia el este,
esa misma por donde el tren de las cinco solía aparecer cuando el mundo aún
recordaba que existía. Sus ojos no parpadeaban. No por terquedad, sino porque
algo —muy dentro de ella— comprendía que esa tarde no era como las demás.
En el pueblo, algunos empezaron a
notarlo también.
Don Damián, el antiguo cartero ya
jubilado, paseaba como cada tarde junto al río. Pero algo lo hizo detenerse:
una corriente de aire cálido que parecía venir desde lo alto del valle, como si
el viento soplara desde las vías muertas. Se detuvo. Aspiró. No era lluvia. No
era tierra. Tal vez humo. O vapor. Pero allí ya no pasaban trenes. No desde
hacía...
Clara, la hija del panadero, jugaba
con una cometa hecha de retazos cuando la brisa cambió de golpe. La cometa cayó
en seco al suelo. Y justo cuando la recogía, escuchó un silbido largo y grave,
como el de los trenes de vapor de los cuentos de su abuelo. Miró a su madre,
pero nadie más pareció oírlo.
En casa de los Velasco, la abuela
Pilar preparaba la merienda cuando, de pronto, dejó caer una taza. No fue la
taza la que se rompió. Fue ella. Sintió una punzada detrás de los ojos. Un
recuerdo desdibujado. Una carta nunca leída. Un nombre que no pronunciaba desde
su juventud. Miró hacia la colina, hacia el norte, donde dormía la estación, y
murmuró: “Hoy es…” Pero no terminó la frase.
Porque nadie quería hablar de
Rosario. Ni del tren. Ni de esa historia que todos conocían pero que fingían
haber olvidado. Porque, en secreto, sabían que hay trenes que no regresan… pero
tampoco se olvidan.
Mientras tanto, en la estación, el
reloj seguía detenido en las cuatro y diez. Rosario no lo miraba. No necesitaba
que le dijera nada. El tiempo, allí, se medía de otra forma. No en minutos,
sino en certezas. Y por primera vez en décadas, Rosario tenía una.
Se levantó del banco, caminó hasta
el borde del andén y dejó sobre la piedra la carta que llevaba en el bolsillo.
La misma que Julián le había escrito la última noche juntos. La única en la que
hablaba de regresar. La única donde mencionaba un tren imposible: uno sin
horarios, sin necesidad de vías, uno que viajaba sobre promesas… no sobre
rieles.
Rosario respiró hondo. Cerró los
ojos. Y el aire… tembló.
Las hojas del sendero crujieron,
como si algo invisible se deslizara entre los árboles. El suelo vibró, apenas,
como el latido de un corazón que despierta de un sueño largo. Los pájaros
callaron. El sol pareció apagarse por un instante. Y desde el este… desde esa
curva que ya solo vivía en la memoria, algo empezó a tomar forma.
No se oyó el traqueteo típico. No
hubo humo ni chillidos metálicos. Pero se sintió una presión, como si un hueco
enorme se llenara de golpe. La vibración de una ausencia que por fin regresaba.
El viento trajo un sonido profundo, lento… que no era de este tiempo. No era un
tren. Era el eco de todos los trenes que alguna vez pasaron. Y venía por ella.
Rosario se irguió. Sus pies firmes
sobre el andén. La espalda recta. Tenía casi ochenta años, pero en ese instante
parecía una niña esperando a su padre tras un viaje largo. El corazón encendido.
Las rodillas listas para flaquear… pero sin rendirse.
La curva empezó a brillar. No con
luz solar, sino con algo más suave, más profundo. Y entonces lo vio: un único
vagón, deteniéndose justo frente a ella.
Era de madera envejecida, con
cristales cubiertos por dentro. Sin nombre. Sin número. Pero Rosario lo
reconoció de inmediato. Lo había visto en sueños. Julián se lo había descrito
una vez, en una de sus cartas: “El vagón de los que aún esperan.” La puerta se
abrió. No bajó nadie. Pero el aire se llenó de algo distinto. Una música apenas
audible. Una brisa con olor a sal, como venida del mar. El perfume de una
camisa limpia. El roce de una mano que ya no está. Y una voz —no dicha, no
hablada— que Rosario escuchó clara, muy dentro de sí:
“Rosario. Ya es hora.”
No sintió miedo. No preguntó nada.
No miró atrás.
Solo dio un paso. Y luego otro. Y
subió.
Cuando Rosario subió al vagón, no
crujió la madera bajo sus pies. La puerta no se cerró de golpe. No hubo silbido
anunciando la partida. Fue como si, por un instante, el mundo se detuviera con
ella. Como si el tiempo retrocediera apenas un paso… solo para dejarla entrar.
Dentro del vagón no había luces. Ni
bancos visibles. Ni pasajeros. Y aun así, Rosario no estaba sola.
El aire olía a leña húmeda, a papel antiguo,
a una colonia casi olvidada. Sentía una respiración cercana. El roce de un
hombro que conocía de memoria. Escuchó una risa que era más suya que su propia
voz. Y entonces, sin necesidad de abrir los ojos, lo supo: Julián estaba allí.
Tal vez nunca se había ido. Tal vez el tren no lo llevó lejos, sino hacia
adentro. Tal vez siempre había sido así: un viaje hacia el lugar donde las
promesas no mueren, solo esperan… invisibles… hasta que alguien se atreve a
subir.
El vagón no se movió. Pero todo lo
demás sí.
Afuera, el viento cambió. La maleza
que cubría las vías se agitó como un mar de susurros. El reloj de la estación
—ese que había marcado las cuatro y diez durante dos décadas— giró de pronto.
Una, dos, tres vueltas. Y finalmente se detuvo en las cinco en punto. En el
pueblo, algo vibró.
Don Damián, cruzando el puente, se
quedó quieto. Clara, la niña de la cometa, volvió a oír el silbido. Esta vez
más claro. Más real. La cometa, que ya no tenía viento, se elevó sin
explicación. Y en casa de los Velasco, la taza de la abuela Pilar cayó otra
vez… pero no se rompió. Quedó quieta, suspendida en el suelo, como si el tiempo
ya no quisiera hacer ruido.
A la mañana siguiente, un joven
senderista llegó por primera vez al claro donde dormía la estación. Pero Rosario
ya no estaba. La casa, abierta. La cama, hecha. Las cartas, ordenadas. En la
mesa, un vaso con agua y una flor de tela azul. Y en el andén, una hoja de
papel, húmeda por el rocío. Sin sobre. Sin firma. Solo una frase:
“Gracias por no olvidarme. Ahora sí.”
Nadie preguntó demasiado. Porque
todos sabían.
La estación sigue ahí. Viva.
Respirando. Esperando.
Porque hay estaciones que, aunque vacías, siguen
esperando el tren correcto.
Y personas, como Rosario, que no desaparecen.
Solo suben a otro vagón.
Uno que viaja por dentro.
Uno que, si escuchas con atención… todavía pasa.
SEGUNDO FINALISTA
"El secreto de los impostores". -- Mirguel Ángel Carcelén Gandía
“Firmado por mi mano y rubricado con una cruz que parta y
divida mi nombre”. Así había concluido el Corregidor las instrucciones dadas a
su secretario; el requerimiento llegaría en breve a su destino y la
comparecencia no se demoraría. Era llegada la hora de su venganza.
“... por los poderes que se me
otorgan y en justa delegación tendré a bien dirigir el interrogatorio y dar fe
de vuestra completa confesión ante quien hubiera menester. Y, aunque no es de
mi competencia trasladar peticiones de clemencia, no me temblará el pulso al
solicitarla al más alto Tribunal del Santo Oficio llegado el caso...”
La retina de Jaime de Gracia retuvo
ese párrafo en especial. Fueron precisos varios parpadeos para que la estricta
caligrafía del escribano del Corregidor y su amenazante fondo se desdibujasen
de su más próximo horizonte. Luego eran ciertas las murmuraciones que lo habían
prevenido: “Guárdate de don Fabián, que es hombre de muy mala crianza y peores
industrias. De la enrevesada Italia nada bueno nos puede venir. Si alimaña era
ayuno de cargos, plaga será convertido en Corregidor.” Muy fiel a su estilo
había sabido redactar un oprobioso libelo camuflado de cédula judicial, y no
conforme con ello, la había envilecido con nada sutiles muestras de
ofrecimiento de misericordia, dando por sentado que el veredicto del aún no
iniciado proceso devendría perjudicial en extremo para el encausado.
No importó a don Fabián que la
virulencia de los autos de fe y el celo desgarrado de los garantes de la
ortodoxia católica hubiesen decelerado su andadura; con el cargo en su poder y
plata bastante para encaminar conciencias poco dadas a escrúpulos podría
conseguir una condena que apartase de sus planes al infanzón don Jaime. Muy a
las veras tomó Jaime el asunto, pues no era el caso de desoír los
requerimientos de don Fabián como otrora hiciese; ahora se las había con el
Corregidor, y los manejos, turbios por demás, en los que lo involucraba
hablaban de protervas desviaciones y afrentas a la sana ortodoxia de los dogmas
de Nuestro Señor. Herejía y Santo Oficio no dejaban de ser palabras que
conjuraban miedos y amenazas. “...si Dios, Nuestro Señor, es loado de enviarle
a vuesa merced luz suficiente para abjurar de los errores que se le
atribuyen...” Releyó algunas frases de la cédula intentando conseguir una
información que a sus intenciones conviniese, mas en vano. ¿De qué errores
debía sentirse promotor?, ¿quién se los atribuía?... Según vino a saber en
posteriores indagaciones el encausado por el Santo Oficio no tenía derecho a
conocer los cargos que pesaban contra él hasta no ser iniciado el proceso, así
como tampoco le era dado saber quién lo delataba. Habida cuenta de que parte de
las pertenencias del denunciado pasaban al censurador si el juicio prosperaba
–es decir, casi siempre- no pocos se habían dejado seducir por la facilidad con
la que podían incrementar sus fortunas y posesiones. Tal era el caso del
corregidor don Fabián. Sumábanse a estas motivaciones los desaires sufridos en
propia carne a causa de amores contrariados, o mejor sería hablar de políticas
entorpecidas, por no prostituir la verdad. Presto a extenderse por los campos
de Talavera, no dudó en requerir de amores a Benilde Castro, hija del señor del
marquesado, sin importarle que ya la dama estuviese comprometida con don Jaime.
Pensó el italiano que la atracción de su más importante fortuna y hacienda
vencería lo que de veraz hubiese en el sentimiento que Benilde decía profesar
por el infanzón. Mas no fue así. Ya no valían enmiendas ni componendas, de la
más detestable de las maneras le había sido declarada la guerra, y no cejaría
en su empeño de venganza en tanto no viera a don Jaime pudrirse entre rejas, y
a Benilde ocupar mísera yacija junto a su tálamo. La haría su señora, pero en
privado la trataría como a la más detestable de las meretrices. Ella, ajena a
tanta perfidia, entretenía su juventud combinando ungüentos y plantas a la
manera que expresaban los libros del muy docto bachiller alcaraceño Sabuco.
Jaime se asesoró hasta donde pudo
para salir airoso del difícil trance en el que se habría de adentrar: supo el
nombre del dominico que arbitraría su proceso, Fray Mérito Villar. En el escaso
margen que le fue concedido antes de presentarse ante el Corregidor y el delegado
inquisidor, halló las horas precisas para informarse sobre la persona de Fray
Mérito. Austero en el vestir, en el comer, en el dormir, y aún en el hablar;
tenido por clérigo más rigorista que santo sólo se le conocía como debilidad su
inclinación hacia el arte sacro, ya fuese pintura o escultura. Con tan breve
noticia deliberó encargar a Antonio Retinto, el más afamado maestro dolador de
la ciudad, el labrado en piedra de una cruz de grandes proporciones y abundante
en motivos que ofrendaría a la ciudad y dedicaría a los franciscanos de Toledo
o a la orden de predicadores, según deviniese el curso del proceso. Le advirtió
que cuidase finamente el acabado, pues habría de ser del gusto de un entendido.
- Llevará sus muchas jornadas y sus
muchos jornales, que lo que será el cuerpo
lo dejo a los aprendices canteros – informó el artista.
- Queda horro y libre de cuidados,
que presumo que será tiempo lo que me sobre de aquí en adelante. Y pierde
reparos por la economía, que más que mi hacienda estimo mi vida.
Antonio Retinto no entendió las
palabras de Jaime, no obstante, captó que la tarea encomendada escondía más
reservas que las que cabía atribuir a la elaboración de una cruz de término.
Los acontecimientos se precipitaron
al agrado del Corregidor. En la sesión preliminar del juicio Jaime quedó preso,
pese a que no entrañó dificultad para él desbaratar las acusaciones de ser hijo
de judaizante ni las de haber
participado en el crimen ritual de Camarenilla.
- ¿Jura, pues, que no participó en
el mancillamiento de la criatura a la que se le dio muerte por crucifixión en
las riberas del Guadarrama hará tres semanas? –preguntó el escribiente.
- No sólo juro no haber participado
en tamaña barbaridad, sino que aún diré que desconocía que se hubiese
producido. En la fecha referida y por esos contornos tuve noticia de la
aparición del cadáver de un infante comido por los verracos. De cualquier forma
testigos hay bastantes de que mi regreso del señorío de Talavera se produjo
pasado tan luctuoso suceso.
El rictus malévolo no desapareció
del semblante de don Fabián cuando los alguaciles confirmaron en la siguiente
sesión que cuanto había aseverado el reo coincidía con el testimonio de los
consultados.
- ¿Y también tiene testigos que
encubran sus macabros rituales nocturnos a la entrada de la ciudad invocando a
la satánica trinidad...?, ¿puede demostrar, don Jaime, que no ha sido el sumo
oficiante de las ceremonias que conjuran a Belcebú, Leviatán y Arimán?
Por supuesto que no podía presentar
cargos que cubriesen su paradero durante todas las noches del mes. No se
trataba de demostrar la veracidad de sus palabras, sino la no falsedad de las
mismas. Ése fue el comienzo del atolladero; le exigieron los nombres de los que
participaban en los sacrílegos oficios. Hicieron oídos sordos a sus argumentos:
“¿No dice vuestra paternidad que es a la santísima Trinidad a la que le falto
la creencia? Pues oiga mi confesión de fe: Creo
en las tres divinas personas de la santa Trinidad, un solo Dios que es Padre,
que es Santo Espíritu y que es Hijo, Verbo encarnado en verdadero hombre, dos
naturalezas para la misma Esencia.” El Corregidor no dejaba responder a
Fray Mérito, antes tomaba él la palabra para gritar con ensayada cólera que las
palabras nada valían cuando los hechos las habían desmentido. El cariz de las
sesiones empeoraba para el desdichado acusado. Muy pronto se le trasladó a una
celda más lúgubre de la fortaleza de la ciudad y se le retiró la ración de pan
moreno y tasajo de tocino con la que se le había regalado hasta el momento en
atención a su condición. Hasta el consuelo de ver a diario a su amada Benilde
le fue escatimado. “¡Revele el nombre de los otros satánicos juramentados y
evítese tormentos angustiosos!”, era la frase de la pesadilla con la que
invariablemente despertaba cada noche ahogado en sudores fríos.
Tras de días vinieron días y el
artefacto llegado desde la ciudad imperial terminó de montarse en uno de los
sótanos del castillo de Maqueda. El primer estremecimiento que el crujido de
sus huesos estirados por el potro le produjo en el cerebro determinó que
llegada era la hora de jugar su única baza. No enviaría la acabada cruz a los
franciscanos, mejor sería colocarla en el exacto lugar donde se le atribuían
los demoniacos conciliábulos a la entrada de la ciudad. Transmitió su intención
mediante el concurso de Benilde. Ésa fue la última entrevista que se les
permitió.
El verdugo no llegó a emplearse en
el tercer día de potro.
- ¡Quiero hablar! –gritó Jaime
hasta donde sus menguadas fuerzas le permitieron-. Fray Mérito, ya no sólo
tengo palabras, hay algo más que avala mi inocencia.
- ¿Y qué cosa es, hijo mío? –fueron
las primeras palabras conciliadoras que salieron de su boca en todo el proceso.
- Si su paternidad me hiciese la
gracia de llegarse a la entrada de la ciudad, al lugar donde se cruzan los
caminos de la Sagra con los de Castilla, lo entendería.
El fraile se hizo trasladar a donde
el reo indicaba. La belleza de lo que vio pudo más que la verborrea insidiosa
del Corregidor: “¿Y a eso lo llama prueba exculpatoria? No es más que la
confirmación de que no tiene pudor alguno en negociar aún con lo más sagrado
para librarse del justo castigo..., es chantaje, una monumental cruz a cambio
de su libertad..., ¿no se da cuenta vuestra paternidad de lo burdo de la
artimaña?”.
Fray Mérito, pausadamente,
respondió: “Alguien que es capaz de empeñarse en cuasi sacralizar un lugar
tenido por maldito del modo que este joven lo ha hecho, merece un resquicio de
confianza. Tomémonos unos días para llevar a la oración lo vivido.”
Dos jornadas fueron las que se
concedió el dominico para recapacitar, las mismas que empleó el Corregidor en contaminarlo con sus pérfidas
observaciones: “Ahí tenemos al arzobispo Carranza, reo de la Inquisición. Lo
que nosotros podríamos tomar por nimiedad instancias superiores acaso lo
consideraran motivo de excomunión o aún de penas mayores.”
Había quedado claro el mensaje;
Fray Mérito captó la amenaza, no sería el primero ni el último de los casos en
el que un inquisidor pasaba a ser prisionero por sospechoso de laxitud.
Influyente era don Fabián, anciano él. Con rabia consintió en que el proceso
prosiguiese. Durante tres días con sus tres noches se le aplicó a Jaime la
tortura del potro alternada con la de asfixia. De ahí pasaron a las brasas para no descoyuntarle el
cuerpo ni reventarle los pulmones. Cuando creyó que uno de los carbones encendidos aplicados
sobre su pecho le hallaría el corazón y
la vida, decidió inventar nombres para acabar con los dolores. Si no
llegó a hablar fue porque el desmayo lo pudo. Permaneció en la oscuridad de la
celda durante días que se le antojaron años, aunque agradecido por no retornar
al patio de torturas. Por razones que desconocía se había detenido la
maquinaria inquisitorial.
En una celda contigua cuatro
miserables vagabundos eran observados continuamente por dos celebrados galenos
venidos de la ciudad. El prodigio se estaba obrando, no había duda. Las manchas
y heridas que los señalaban como apestados leprosos estaban desapareciendo. Dos
semanas más se demoró la observación, tiempo suficiente para comprobar que,
efectivamente, la piel de los infectados había recobrado su sana disposición.
Los cuatro habían sido llevados a presencia del Tribunal de la Fe al conocerse
la noticia de que la curación se estaba obrando gracias a la visita a la cruz
mandada esculpir por el infanzón don Jaime.
- Dispongo que don Jaime de Gracia
sea puesto en inmediata libertad, atendido por los cirujanos aquí presentes y
resarcido de todos los daños por la cantidad que la autoridad civil juzgue
razonable, la cual será abonada por el hasta ahora Corregidor don Fabián, quien
cesará en su cargo y, custodiado por las fuerzas del Primado de España, será
puesto a disposición del brazo del Inquisidor General para que responda de sus
falsas acusaciones y sus intentos de coacción al juzgado de Dios –dictaminó
Fray Mérito como conclusión del proceso.
La curación de enfermedad tan
afrentosa como la lepra por cuádruple partida constituía prueba suficiente de
que los designios divinos protegían al joven encausado. Un ejemplar
escarmiento, que luego muy mitigado sería por sus contactos en la Corte, no
vendría mal a don Fabián.
La cruz afianzóse finalmente en la
concurrencia de los caminos de la Sagra
con Castilla, al cercano amor de la entrada a la ciudad. A su exigua
sombra y oficiado por Fray Mérito
contrajeron sagrado matrimonio Jaime y Benilde, acrecentándose los vínculos
entre la Casa de Gracia Hurtado con el señorío de Talavera. Los cuatro leprosos
curados asistieron como testigos.
En
la noche de bodas, consumado el amor, Jaime dio gracias al Padre de todo lo
creado por haber salido en su defensa con tan milagroso portento. En esa
jaculatoria y en los brazos de Benilde se durmió. Ella, dichosa como nunca, aún
tardó en conciliar el sueño. Encontrar a cuatro desarrapados con tantísima
necesidad que no le temiesen al Santo Oficio no había sido tarea fácil, y menos
aún que se prestaran a dejarse emponzoñar la piel con savia de nuez y
sanguijuelas machacadas.
“La carne pútrida se desprenderá y la nueva crecerá sana, es
sólo cuestión de tiempo. Estos dineros bien merecen que pregonéis que la
Santísima Cruz os ha sanado. En el término de un año obtendréis cantidad
semejante.”
Benilde se había asegurado sabiamente el secreto de los impostores.
TERCER FINALISTA
"Travesía por el medio Oeste". -- Jimena González Gimena
Le lloraban los
ojos a causa del polvo. Su montura no cesaba en levantarlo, al ritmo airado del
galope. Tan rauda como avanzaba, no podía detenerse a contemplar la salida del sol,
su momento preferido del día. El astro rey se alzaba igual que el lazo en los
rodeos, decidido a atrapar las últimas estrellas del cielo.
Falta
de todo camino o carretera, se había echado al campo con las primeras luces,
cabalgando en mitad de plantaciones abandonadas. Llevaba ya dos días de viaje.
Debía darse prisa si quería cumplir con el itinerario de aquella semana.
La
jinete redujo el ritmo conforme se aproximaba a la montaña. Al paso, las motas
de luz más madrugadoras jugueteaban en sus nudillos. Mientras, ella analizaba
la formación rocosa que tenía frente a sí. Había interiorizado la hoja de rutas;
sabía que tras el monte estaba su destino, el poblado.
Era
uno de sus favoritos. En otros lares donde le habían enviado, la gente aún era
reacia al cambio, pero allí, en su querido Medio Este, siempre tenían una
acogida amable para ella. La emoción burbujeaba bajo su piel. Tanto, que la
carga de su espalda se aligeraba.
Picó
a la yegua, deseosa por llegar, y esta se quejó ante la insistencia. Ella solo
pudo reír y echarse sobre las crines, dejándose acariciar por el viento. La
jinete le dedicó unas palabras de coraje a su animal antes de tirar de la
rienda izquierda. Una vez las pezuñas pisaron suelo seguro, comenzaron a
escalar.
La
yegua avanzaba sobre el terreno escarpado con seguridad. No se percibía nada en
el ambiente y el paisaje era magnífico. Por la cima de aquel monte asomaban los
picos de dos cordilleras colmadas de hierba. La jinete pensó que en cuanto
descabalgara permitiría a su fiel compañera pastar allí. Habían ascendido unos
metros más y ya se dejaban ver las faldas del valle. «Ahí están la escuela y
las casas de los vecinos», se dijo con el corazón encogido. Llegaron a la parte
más alta y ella contempló las vistas. La naturaleza calmaba el espíritu.
Momentos así le hacían adorar su trabajo.
Lanzó
a su montura a la carrera, y era tal su emoción que solo cuando unas rocas de
distancia los separaban, se dio cuenta de que un lobo hambriento le mostraba
los colmillos. La yegua hizo amago de levantarse sobre sus patas traseras, y
ella tuvo que calmarla antes de recular. La bestia, agazapada, se aproximó sin
dejar de gruñir. Necesitaba una salida y la necesitaba ya.
Sin
pensarlo, las riendas serraron el aire al tiempo que el ladrido voraz. El eco
de los dientes cerrándose a escasos centímetros de las patas de la yegua se
amplificó por el valle, helando la sangre. No podía quedarse sin montura, no cuando
aún faltaba tanta gente a la que ayudar. Acució a su animal. Tenía que llegar,
tenía que llegar.
Entonces,
las primeras casetas aparecieron ante su mirada. Y lo que era aún mejor, varios
pobladores dispuestos en fila y armados con antorchas. En un ansia desesperada,
hundió las espuelas tres veces seguidas, logrando encabritar a la yegua y cruzar
la entrada de un salto. Atrás quedó el lobo, acobardado ante el fuego de los
humanos. La bestia torció la nariz antes de alejarse, la promesa feroz de que
volvería. La jinete había acabado en el suelo tras un aterrizaje nada memorable
y no tardaron en socorrerla.
—¿Está usted bien, señorita Yvonne? —se angustió un
hombre con una espiga entre los labios.
—Sí, Henry, no ha sido nada —confirmó ella, aunque le
costaba girar la muñeca.
—No es la primera vez que esa manada intenta
atacarnos de día. Hemos tenido que sacrificar nuestras gallinas para evitar una
desgracia…
—Con lo que os traigo no tendréis que preocuparos
más. Los libros han salido ilesos y seguro que alguno de ellos explica cómo
construir trampas.
Orgullosa, se desembarazó de la bolsa que cargaba y
la mostró ante los pobladores. Varias mujeres se abrazaron y Henry, el
granjero, le ayudó a incorporarse.
—Los niños se alegrarán mucho de verla, señorita. Llevan
días preguntando por usted. Mire, por ahí vienen. Acaban de salir del colegio.
Tal y como indicaba, diez pares de piececitos que
generaban el alboroto de cincuenta se acercaron corriendo hacia Yvonne.
—¿Nos has traído nuevas historias?
—¿Tienes más capítulos de Huckleberry Finn?
—¡Libros, libros, libros! —Eran solo algunos de los
ruegos que la jinete entendía a duras penas.
Los vecinos lograron templar el ánimo de las criaturas
e Yvonne pudo empezar su reparto. Extrajo del saco un par de volúmenes sobre
agricultura y cosechas para ayudar a las familias de campesinos; revistas sobre
el cuidado de la casa que iluminaron los rostros de varias madres jóvenes; novelas
para aligerar las jornadas de los trabajadores; y un libro de leyes para Henry,
quien, además de granjero, era el gobernador de aquella minúscula población. Él
había inscrito al poblado en el programa de ayudas literarias de Kentucky.
Su comunidad era de las más aventajadas dentro de
los planes de la WPA. Para el nivel de analfabetismo que existía en otras zonas
del Medio Este, Henry había optimizado sus recursos y culturizado a todos sus
convecinos, aunque eso significara recortar fondos de otros asuntos. No quedaba
en el valle un alma que no supiera leer, si bien no todas lo hacían de la misma
manera. El viejo Ennis, por ejemplo, era un áspero cactus en el desierto de las
letras.
Yvonne no pasaba por alto este hecho, y había
dedicado todo el camino a buscar una estrategia para cambiar las cosas. Tanto
ella como el gobernador creían en el valor de las historias para cambiar el
mundo, sin tener en cuenta la edad de los lectores.
Buscó a la nieta de Ennis entre la masa de niños
que intercambiaban libros. La pequeña pasaba páginas fascinada.
—Creo que esa historia es demasiado para ti sola,
chiquitina —le advirtió al descubrir que hojeaba una manida edición ilustrada
de Robinson Crusoe.
—¡Pero es que yo quiero esta! Mira qué dibujo más
bonito tiene. —Señaló la cubierta con sus dedos menudos como si mostrara una
obviedad.
—Cuando seas un poco más mayor podrás leerla. Pero
si quieres seguir viendo los dibujos puedes dársela a tu abuelo. Seguro que él
no tiene problema en prestártela.
—Sí, sí, ¡qué buena idea! —expresó. Y salió
corriendo en dirección a la cabaña del anciano.
Yvonne la siguió unos pasos por detrás, los
suficientes como para escuchar la conversación entre dos generaciones a través
de una ventana.
—Abuelo, toma. La mujer de los libros me ha dado
esto para ti.
—Esos cuentos y fantasías no son más que bobadas. Devuelve
esa tontería a donde la has encontrado y déjame seguir durmiendo.
La bibliotecaria no pudo asegurar si se quejaba más
el hombre o la carcomida mecedora sobre la que se balanceaba.
—¡No! —acometió de nuevo su nieta—. Cuando sea
mayor quiero ser una biboltecaria como Yvonne y montar a caballo.
—Mejor harías en volver al campo con tu madre y olvidarte
de tus sueños. Eso es lo único que te garantizará un sustento en el futuro.
Todo esto es culpa de la gente de ciudad y su maldita crisis.
—En eso estamos de acuerdo, señor Ennis —coincidió
Yvonne desde el exterior de la cabaña. El anciano la miró extrañado y ella alzó
su sombrero vaquero como muestra de respeto—. De no ser por la mala gestión de
los inversores en bolsa ahora no estaríamos sufriendo estas penurias, pero ha
de reconocer que sin los planes de empleo del presidente Roosevelt ni usted ni
el resto del poblado disfrutaría de ciertas comodidades. Los libros no son el
único recurso que la Work Progress Administration les facilita.
—No serán los únicos —admitió—, pero son
innecesarios.
—Quizá para usted sí, pero ¿diría lo mismo su
nieta? ¿El resto de niños? Abra un poco los ojos, señor Ennis. Sin lecturas se
está perdiendo todo un mundo a su alcance.
—Estoy muy cómodo en el mundo en que he nacido
—replicó.
—Usted verá. De todas formas, si le apetece probar
hasta que vuelva, léale a su nieta y pase un buen momento con ella.
—No necesito tus consejos. Que no te extrañe que
para cuando regreses este trasto haya acabado en el fuego —se despidió con un
mohín.
Por toda respuesta, Yvonne guiñó un ojo a la
pequeña y dijo:
—Espero que disfrutéis del viaje… Los dos.
Poco después fue en busca de su yegua. Los vecinos
la habían cepillado y dado algo de comida, mismo trato que ofrecieron a la
bibliotecaria. Yvonne terminó por abandonar el poblado con la caída de la tarde.
Mientras se perdía en el horizonte, la nieta de Ennis se preguntaba por qué les
había deseado un buen viaje a ellos y no al revés.
No tardó en descubrirlo. Conforme los días fueron
despegando sus números del calendario, su abuelo se hartó de escuchar sus súplicas
para que le leyera antes de acostarse. Al anciano no le cabía en la cabeza cómo
una niña de ocho años tenía tanta energía al final del día. Además, era como un
reloj de cuco, con el mismo insistente canto cada noche.
Ennis siempre conseguía zafarse con alguna excusa.
Sin embargo, el sentimiento de decepcionar a la pequeña se iba con él a la
cama. Él apenas había aprendido a leer hacía meses, y no tenía confianza para hacerlo
en voz alta. El cuerpo entero le temblaba; se sentía demasiado mayor para algo
que toda su vida se le había antojado un lujo. Antes de los programas de ayudas
de Franklin Roosevelt, solo dos personas del poblado sabían leer y escribir con
fluidez. Ennis se creía incapaz.
Pero su nieta no opinaba lo mismo. Había sido tal
su insistencia que una noche de insomnio, el hombre salió de la cama y tomó el
volumen de Robinson. Acarició su cubierta de esquinas dobladas, pasó
las hojas despacio, temiendo que se deshicieran entre sus dedos igual que la
crisálida de una mariposa. Y aspiró su olor, ese aroma ancestral, legendario,
viejo como él mismo.
Leyó, como quien pica de un plato que jamás ha
probado, algunas páginas sueltas. Entonces se vio transportado al verdor de la isla,
y sus conocidas montañas se transformaron en un escenario salvaje. Ennis se
fascinó con las maravillas escritas por Defoe y, aunque no hubiera empezado por
el principio, acompañó a Robinson en sus desventuras por la supervivencia hasta
bien entrada la mañana.
Únicamente pudo salir de esa burbuja de tinta y fantasía
cuando su nieta vino en su búsqueda. Al verla, escondió el libro lo más rápido
que pudo.
—Abuelo… Estás… leyendo —se fascinó.
—No te creas. Solo estaba… comprobando que no se
había manchado, he estado desayunando aquí y se me ha caído algo de café sobre
la mesa.
—¿Me cuentas la historia? Yvonne dijo que no puedo
hacerlo yo sola, que es muy complicada para mí.
A su abuelo se le deshizo el alma. No podía
permitir que la luz de su vida también se consumiera por no creer en sí misma;
bastante tiempo había desperdiciado él por esa causa. Así que Ennis se tragó
sus inseguridades y sentó a la cría en su regazo. Juntos, abrieron la novela
por la primera página.
Dos semanas más tarde, Yvonne dirigía a su yegua por el camino inverso
que había recorrido. Esta vez, no iba sola. Una mula rebosante de cajas con
volúmenes, revistas y periódicos avanzaba a su lado. En el condado vecino
también había una biblioteca de la WPA, por lo que había aprovechado para repostar
y traer variedad de vuelta a Somerset.
Descendió la colina a paso lento. Cuando llegó al
poblado, se alegró de ver que se había levantado una empalizada con soportes y trampas
para ahuyentar a los lobos. Pero no era la única sorpresa que le aguardaba.
Tras la recién construida barrera, Henry y las
familias la esperaban como de costumbre. Contaban con un nuevo miembro entre
sus filas: allí estaba Ennis, quien apenas se tenía en pie de tantos libros
como llevaba en brazos. A su alrededor, todos los niños le abrazaban. Yvonne
descubrió que se había vuelto el cuentacuentos oficial.
—¡Yvonne! —saludó alegre su nieta, la más radiante
entre los pequeños—. Al final el abuelo me leyó ese libro tan difícil que me
prestaste. ¡Él hizo de Robinson y yo de Viernes! ¡Fue estupendo!
El anciano le acarició la cabeza con dulzura.
—Veo que ha disfrutado de la travesía —apuntó la
bibliotecaria al llegar a su altura.
—No podía haber conseguido mejor billete. Gracias,
Yvonne. —La sinceridad teñía sus palabras. Sin duda, esa era la parte de su
trabajo que la mujer más disfrutaba.
—No me las dé a mí, sino a la literatura. Ya sabe
que si en otra ocasión necesita un camión, un coche o un ferrocarril, solo
tiene que avisarnos. Las bibliotecarias de Kentucky estaremos encantadas de
prestarle uno de nuestras estanterías.
Ennis asintió con profundo agradecimiento y, unas
horas más tarde la despidió al partir de vuelta a su hogar. Yvonne había
llegado al final de su viaje, pero sabía que, tras su estela, acababan de
comenzar muchos más.
CUARTO FINALISTA
"Amor de madre's" -- Emilio Cifuentes Periáñez
Aquella madrugada, y aún bien de madrugada
alguien depositó en el torno de la inclusa, un pequeño bulto en el que,
envuelto entre unos sencillos ropajes, había un niño que pataleaba y movía los
brazos desesperadamente, pero sin apenas emitir sonidos. Así se lo encontró la
monja encargada esa noche de la atención del torno que, en un duermevela
continuo, luchaba conta los embates del sueño con desigual fortuna y trataba, a
base de rezos y jaculatorias pasar la noche lo más serena posible. Sor Juana
María del Amor Divino del Niño Jesús, que con ese nombre había tomado sus
hábitos, quedó perpleja en la contemplación del niño que tenía delante, estaba
muy acostumbrada a recibir niños, bien a través del torno o aquellos que
dejaban abandonados en cualquier esquina o callejuela de la Ciudad. Pero este
parecía especial y distinto a los demás, tenía los ojos bien abiertos y emitía
una especie de habla ininteligible pero como queriendo comunicarse, sereno miró
a los ojos a Sor Juana María cuando ésta
se asomó, esbozó una sutil sonrisa moviendo con más intensidad sus bracitos y
sus piernas en una especie de saludo a pesar de lo que se suponía unos cortos
días de vida, algo tenía este niño que le distinguía de todos los demás que
eran recibidos en la institución.
Al alba y a maitines el niño fue entregado a
la madre superiora para que se hiciera el oportuno registro, pero antes había
que inspeccionarle para ver cuál era su estado, si tenía marcas o taras o algún
signo especial mediante el que se pudiera señalar en la correspondiente ficha
que de todos se hacía por si podía ser aclaratorio en un futuro de una posible
reclamación de unos hipotéticos padre o madre a más de determinar su sexo para
ponerle un nombre.
El niño no presentó marca o señal alguna pero
su sexo quedó aclarado sin género de duda alguna. Al desenvolverle de sus
ropajes la criatura presentó un apéndice fálico de una significada proporción,
no habían visto las monjitas, que se reunieron alrededor de él, algo similar a
pesar del buen número de niños que se recibían en el hospicio y todas con
especial alborozo celebraron la particular dotación que presentaba el niño en
comparación al resto de niños masculinos del orfanato.
Al infante se le puso el nombre de Diego por
haber sido recogido el 13 de noviembre, conmemoración día de San Diego de
Alcalá, y por apellidos, Expósito y Salvador, tal y como era costumbre en aquellos
años y que señalaban a los niños de por vida con la marca indeleble de su procedencia.
Se le asignó un ama de cría para que amamantase al niño, una reciente viuda que
habitaba cercano y que acudía varias veces al día para ejercer su labor de
alimentarle. Sor Juana María se negó en rotundo a que la dicha señora se
llevase a la criatura a su domicilio tal y como se hacía en otros casos que
mientras duraba la lactancia los niños permanecían en casa del ama de cría por
una cantidad estipulada, pero Sor Juana María alegaba que se daban casos de
abandono y de maltrato y que no estaba dispuesta a que ¨su niño¨ sufriera tales
circunstancias-
A pesar de que esta dilecta monja estaba muy
acostumbrada al trato de cientos de niños, no se sabe por qué, ejercía una
tutela privilegiada con Diego, cuestión que a veces le costó incluso alguna
reprimenda de la madre superiora por la significación que efectivamente tenía
con él, pero no era suficiente motivo para que cesara en sus atenciones. Lo
cierto es que la criatura irradiaba una cierta simpatía, a pesar de sus pocos
días apenas lloraba y casi siempre regalaba una sonrisa a cualquiera que se
asomase a contemplarle lo que causaba admiración y ternura. A la hora del baño
que siempre efectuaba por supuesto Sor Juana María, por arte de magia, acudían
un buen número de monjitas a contemplar al efebo y con risas cantarinas
celebraban la particularidad del muchacho comentando qué niño tan guapo y
dotado había entrado esta vez en la comunidad.
No existía en absoluto ningún atisbo de
sexualidad en el comportamiento de las religiosas, solo admiraban la
particularidad del chico como podían haber sido unos grandes ojos azules u otro
signo de belleza natural que destacase sobre los demás muchachos internos de la
institución.
Diego fue creciendo en un ambiente en el que
había más de carestía que opulencia, habida cuenta que su recogida había tenido
lugar en los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo XX y
aún los efectos de la posguerra atacaban con fuerza a la sociedad entera y más
todavía a estos centros benéficos que dependían de la caridad y de los mermados
presupuestos de las instituciones provinciales que tampoco era muy boyantes.
Pero el muchacho fue aprendiendo y desarrollándose con una gran serenidad sin
apenas quejarse, sin disputas entre sus compañeros y aprovechando la incipiente
educación que se le brindó tanto civil como religiosa lo que causaba la gran
admiración tanto de las monjas como de los miembros no religiosos que atendían
con desigual suerte a todos los internos.
Corrían ya los años de la década de los
sesenta cuando Diego, ya mocito, entró como aprendiz en un taller de
carpintería por la intervención de las autoridades del Centro benéfico y allí,
al margen de ir conociendo el oficio, trabó amistad con los compañeros de
trabajo que como aficionados, le fueron introduciendo el el mundo del toreo lo
que prendió como llamarada en el ánimo del chico.
Tanto fue así que junto a otro par de
muchachos decidó lanzarse al mundo de los maletillas a correr por los caminos y
las tientas que tan en boga estaban por aquel entonces. Solamente se despidió
de Sor Juana María pidiéndole que lo hiciera con el resto de sus compañeras
pero no quería que hubiese impedimentos en su voluntad de marcharse. Su tutora
quedó inconsolable, pero le pidió que por favor les informase siempre de sus
correrías tanto para bien como para mal.
Las penalidades del aspirante a torero fueron
incontables, pero la férrea voluntad del muchacho, tras ir de capea en capea, fiestas
de los pueblos, sentadas en la puerta de las plazas de toros pidiendo una
oportunidad, etc, fueron muchas y duras, hasta que un avispado hombre del mundo
del toreo se fijó en él y le ofreció hacerse su apoderado a ver qué tal se
portaba si le conseguía una novillada
Y ésta llegó, debut como novillero en una
plaza de capital de provincia, sin picadores y junto a otro par de muchachos
que constituía una terna muy igualada tanto en edad como en ambición. Y Diego
triunfó de pleno consiguiendo los apéndices de los novillos el gran aplauso y el reconocimiento del
público en general.
A partir de ahí empezaron a abrirse puertas,
se fueron consiguiendo más novilladas por toda España hasta que su apoderado consideró
que debía tomar la alternativa e iniciar ya su carrera como torero matador de
novillos toros y torear en las grandes plazas del país. Y en la feria de
Septiembre de Salamanca llegó el día grande de tomar la alternativa,
recibiéndola de los grandes espadas, Paco Camino y Palomo Linares. Diego había
tomado por nombre artístico el de "Diego de Juana" en honor a su
querida monjita protectora y así figuró tanto en los carteles de novillero como
ahora ya en los de su nueva etapa de matador.
La tarde resultó un completo éxito para el
nuevo torero, saliendo en hombros por la puerta grande tras haber conseguido el
premio de cortar las orejas y un rabo de uno de los astados
Para este gran día el nuevo diestro había
echado el resto para su traje de luces. Eligió un modelo en seda en colores
tabaco y grana que le costó una fortuna pero la ocasión merecía la pena, amén
que había prometido a sus monjitas que se lo regalaría y lo haría
personalmente.
La alegría fue inmensa entre todas las
religiosas y demás personal del establecimiento beneficiario. Se daba la
circunstancia que la mayoría de las monjas eran de procedencia rural donde está
muy arraigada la tradición del mundo de los toros, ello hacía que la alegría fuese
aún mucho mayor. El día de la aparición del torero con su traje fue una fiesta
de la que tan necesitados estaban en la institución.
Hubo una gran comida subvencionada por las autoridades a
la que acudieron incluso el obispo, el alcalde de la ciudad y el gobernador de
la Provincia, bien que el homenajeado no se cortó en ofrecer una sustaciosa cantidad
en metálico para ayuda del Centro benéfico. El dinero entraba en buenas
cantidades en los bolsillos de Diego.
El soberbio traje de luces fue colgado dentro
de una especie de vitrina, en una sala que servía para que las monjas hicieran
sus reuniones y donde se trataban temas referentes a su labor y de su vocación
religiosa y que pasó a constituir un elemento de casi veneración donde cada vez
que cualquiera de las religiosas se ponía delante del traje, se persignaba y
murmuraba una pequeña oración por la salud y la suerte de su torero.
Pero la suerte de Diego cambió radicalmente en
una tarde aciaga de la feria de San Juan de Alicante. Un toro malencarado,
berrendo, corniveleto, astifino, de la ganadería del Conde de la Corte, propinó
una tremenda cogida al diestro con una gran cornada con tres trayectorias que afectaron
la vena safena y la femoral que le mandó de urgencia al hospital, donde se
debatió durante tres días entre la vida y la muerte y que finalmente no pudo
superar.
El profundo dolor de las monjitas al
enterarse de la noticia fue inenarrable, durante los tres días que duró la
hospitalización del torero, se rezaron oraciones y jaculatorias, se montó un
turno de vigilia nocturna para que no faltase en las veinticuatro horas el rezo
continuado. Al recibir el telegrama con la triste noticia del óbito se
reunieron todas en la capilla del Centro para rezar juntas el Santo Rosario con
gran congoja y lágrimas en los ojos, y sobre el dolor de todas, el de Sor Juana
María del Niño Jesús que apenas podía contenerse.
A la mañana siguiente, en el traje de luces
que había regalado Diego a las monjas, aparecía una medallita de la Virgen del
Perpetuo Socorro prendida de la taleguilla.
Nadie supo quién pudo haber sido, aunque tampoco se investigó mucho.
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