GANADOR
“Xaloc”
Por
Samuel del Amor Macías
Todos
en casa, menos mi madre, deseamos que sople el viento del sureste; ¡el causante
de sus cefaleas, el que provoca los máximos picos de dolor y sufrimiento en su
cabeza y espíritu… el que roe y martillea el cráneo por dentro! Entonces, todos
nos alegramos: mis hermanos y papá deambulan inquietos por la casa; el pequeño
saca lustre a los cubiertos; la mediana saliva como una epiléptica; mi padre no
sabe qué vino descorchar y yo clasifico los antiácidos pos orden de potencia;
¡hasta el perro mueve la cola como si se tratara de un colibrí! Porque sabemos
que en esos días comeremos de forma excelsa, como nunca saborearon nuestras
pupilas gustativas; otro gran festín y deleite para nuestros estómagos
(rugientes como el mar embravecido). Pero este es nuestro secreto y desvelarlo,
el objetivo de esta narración.
Mi
madre aterrizaba en este rincón del Mediterráneo allá por los años sesenta, en
los albores de la industria del turismo. En su tierra natal, Francia, jamás conoció
migraña alguna, pero al poco tiempo de su traslado, su salud también mudó de
costumbres. No encontraba explicaciones a sus recientes dolores de cabeza, sin
embargo pronto descubriría al autor de su suplicio: el viento, en general.
Luego se apercibió de que no sucedía con todos ellos. Pasaron años antes de
descubrirlo.
En
aquella época, un complicado sistema de veletas, anemómetros y cometas salpica
el tejado de nuestra casa; los cables y cuerdas colgaban del patio, se
escurrían por todas las estancias, terminando en un tablero con diferentes
indicadores que mamá instaló en su habitación. Todos dudábamos de su cordura,
mi padre el primero.
-¿Qué
le pasa a madre? –pregunté.
-Las
migrañas, hijo, te producen enajenación mental, conducen al delirio, al abismo
de la demencia, a las puertas del averno, a…
-Vamos,
que se le ha ido la chaveta.
-Exacto,
hijo mío.
Al
final, resultó no ser una perturbada, porque fue eliminando todo tipo de
corrientes hasta dejar solo una: el Xaloc. Veintisete años había invertido en
su búsqueda.
Desde
el momento de sus indisposiciones craneales, varios médicos recibieron su
visita. Y todos se mostraron escépticos por la posibilidad de que el aire
transformara un día apacible en otro de angustia y desesperación (La medicina
alopática, entonces, no contemplaba patrones climáticos y geográficos, aunque
en este caso resultaban claros). Tras diferentes tratamientos, lo único que
pudo hacer, en esos días, fue tumbarse a oscuras, ingerir los fármacos
recomendados para paliar la agonía y esperar a que cesara el ventarrón.
Recuerdo
esos días con gran exactitud, como instantáneas frescas recién impresas en mi
memoria. No podíamos jugar en el comedor ni en la cocina ni en ningún sitio.
Más bien se trataba de no hacerlo como los niños de verdad: a gritos, saltos y
provocando temblores en la casa (de hasta un 9,5, que en la escala de Richter
infantil indica la felicidad absoluta). Todo debía transcurrir en silencio o en
voz baja, ralentizado, para no molestar a mamá; “pero los críos, críos son”, y
poco a poco, el volumen de voz se dispara, los movimientos se aceleran y cuando
al fin nos divertíamos, una grandiosa colleja de la mano callosa de papá nos
devolvía a la realidad del cine mudo lentificado en blanco y negro.
Podíamos
pasar días sin ver a mamá. Yo, una vez, echándola de menos y desoyendo los
consejos de mis hermanos y la razón, me adentré en su cuarto, en silencio,
Completa oscuridad, solo gemidos y lamentos en la atmósfera… borboteo de
sufrimiento. Me sobrevino el pánico y corrí como si me persiguiera Belcebú; y
con tan mala suerte que tropecé con mi padre, que le traía una bandeja de
comida. Al caer al suelo, el estrépito fue aterrador, con todos los cubiertos,
vasos y platos estrellándose. Mi madre chilló como un cerdo recién degollado, dejando
el barrio en absoluto silencio… y sin luz. Como castigo, papá me encerraba en
mi habitación, el mismo tiempo que permaneciese mamá en la suya. Entonces, yo
también odiaba al Xaloc.
Pero
todo iba a dar un giro inesperado, de esas cosas no planeadas por uno mismo,
pero quizás sí por el destino, venidas de no se sabe dónde y que por
circunstancias… Mejor os lo cuento sin demora.
Mi
abuela paterna, suegra de mi madre, madre de mi padre y de mis tíos, abuela
también de mis primos, celebraba su centenario cumpleaños en nuestra casa con
todos los familiares que os he nombrado. Ese día, milagrosamente, por el
devenir de la casualidad o no, bufaba Xaloc. Mi padre estuvo pidiendo
presupuestos a diferentes restaurantes en vista de la imposibilidad de que mamá
cocinara. Ella no era precisamente un as de los aliños y condimentos, sino que
más bien aprobaba con cinco perlado su inmersión en los fogones. Insulsa con
las lentejas y legumbres en general, no destacaba ninguno de sus platos; pero
nos dejó a todos atónitos cuando la vimos parecer por el pasillo, con un
turbante enrollado en la cabeza y ojeras que alcanzaban su nariz. Le dijo a su
marido que se olvidara del catering, que ella misma prepararía el banquete para
un día tan señalado. Se la veía débil, macilenta; sin embargo insistió en dar
de comer a la abuela. “Si con casi cien
años, tiene ánimo y fuerzas para recorrer doscientos kilómetros en coche ya
cercarse a nuestra casa, yo también los tendré para prepararle un buen plato de
comida”, dijo en su acento francés.
Se
sentó delante del ordenador descargando infinidad de recetas; y con el sonido
de la impresora chirriando en sus sienes, frontales y temporal, la escuchamos
maldecir al sureste y a su puñetera madre. Encargó a su esposo, siempre
diligente con ella, una larga lista de ingredientes y así, entre cacerolas,
nacía la leyenda.
En
cada fase de elaboración de los platos las migrañas amainaban, ¡un milagro!
Remitían a cada batir de huevos, al extender los moldes, pelar las alcachofas,
deshuesar el cordero, picar las almendras… Mi madre se transformó en un ángel
de la Grande Cuisine. Digno de
contemplar y de paladear, porque comimos como reyes en la corte, quedamos
impresionados, boquiabiertos bajo el hechizo de una experiencia. Y así ahuyentó
su desgracia: cocinando.
Desde
entonces rezamos para que arrecie con fuerza el Xaloc. Nos hicimos fans de las
páginas meteorológicas, nos obsesionamos con los anemómetros de mamá y nos
volvimos un poco locos, la verdad… ¡Hasta erigimos una estatua a Eolo en el
jardín! El ritual gastronómico se perpetuó todos los días de viento del
sureste, pero mi madre no estaba del todo contenta, algo sacudía su conciencia:
¿por qué ese viento y no otro?
Un
domingo de paseo por un rastro local, repleto de objetos inservibles pero
curiosos, mi madre compró un libro de finales del siglo XIX de autoría anónima,
su título: “1001 causas de los dolores de
cabeza”. Al llegar a casa, se encerró en su cuarto durante dos días para
leerlo (y eso que no soplaba Xaloc).
Transcurrido
ese tiempo, la vi salir del cuarto con espíritu resolutivo y, ausente a mi
presencia, dijo: “La Rosa de los Vientos
me trae una revelación”. Extendió una regla sobre un atlas geográfico,
quiso descubrir la procedencia del Xaloc: en un extremo, su residencia en un
municipio de Alicante…, en el otro, Argel.
Y
le vinieron a la memoria recuerdos de su infancia francesa impregnados del
Magreb: las cajas de dátiles, con divertidos camellos y hombres con turbante
pintados en su tapa; los días de asueto, en los que se preparaba Kemia
y burek para cenar; aquella música
hipnótica… Despertaba del sueño.
Su
abuelo, alto mando francés, estuvo destinado allí en la Segunda Guerra Mundial,
acompañado de su familia, incluida su hija (la madre de mamá), de diecisiete
años. Ella, mi abuela, no hablaba mucho de aquella época, es más, rehusaba
hacerlo; pero sí que mantenía el recuerdo conservando algunas costumbres
locales. ¡Qué paradoja! Intrigada, mi madre la llamó inmediatamente por
teléfono y hablaron en francés durante varios minutos. El tono de la
conversación subía de temperatura. Una hora después, mamá salía de casa con una
maleta. No la volveríamos a ver hasta pasados dos meses.
Su madre confesó: el hombre que la había criado
en los preciosos bosques de la Haute-Saône (cerca de Suiza) no era su verdadero padre.
El auténtico descansaba en una tumba de Argel. Un entonces precioso y sonriente
muchacho al que tuvo que abandonar en ese país obligada por los padres; el amor
no cabía en esa familia castrense. Una vez en Europa, establecieron un
matrimonio de conveniencia y mamá no supo nada de esta farsa hasta la fecha.
Ahora comprendía la oscuridad de sus ojos y por qué su bronceado veraniego
perduraba todo el año.
Viajó
también a Argelia. Ella había recibido la llamada de su adre a través del
viento. Se comunicaron en silencio separados por dos metros de tierra húmeda
durante tres días de ayuno. Ahora sus almas quedaban en paz.
Mamá
llegó a casa con la corriente del sureste, el pelo enmarañado, la mirada clara
y sin migrañas (No tuvo que recurrir más a los fogones para espantarlas, nunca
más aparecieron). Nos observaba en silencio, impasible, desde el umbral de la
puerta, como si nos concediera una bendición… Y sin mediar palabra se puso a
cocinar, continuando con la tradición, a pesar de su extraordinaria cura.
Y
esta es la curiosa historia de las cefaleas de mamá, de los ágapes en Xaloc y
de cómo los quejidos del alama viajan por los aires esperando que al otro lado…
alguien descifre su mensaje.
PRIMER
FINALISTA
“Puertas cerradas”
por
Montserrat Muñoz Sánchez
Caminar
por el centro del mosaico hasta llegar al fondo del pasillo. Todo el azul
condensado de una tarde. La calidez del amarillo presagiando un verano
inminente. La greca central, negra, puntiaguda, atravesando el apacible
silencio de la tarde. Siete pasos largos en zigzag, una zancada más, al final
de la loseta grande y vuelta a empezar. Sólo el gorjeo de los pájaros me
acompaña. Un alborozo incesante se mece entre los árboles, telarañas invisibles
cruzando el corazón, amapolas a punto de estallar, el zumbido de un abejorro
cerca de la fuente, el letargo…
Desearía
tumbarme en la hierba. Mirar las copas de los árboles de un verde brillante,
sentir la hierba ligeramente húmeda en mi espalda, cerrar los ojos y ver dentro
de mí el resplandor del sol, círculos de colores que se han quedado atrapados
en mi retina y se dispersan formando formas caprichosas, tentáculos reptando
por mis manos y brazos. Percibir el olor vegetal descomponiéndose junto a los
detritos animales allí abajo junto al riachuelo y ese calor humeante me produce
un temblor repentino. Jugar de nuevo con la tierra; la tierra negra, áspera
cogerla con las manos y entrar en mis pies y mis piernas. Quedarme así,
paralizada. Diez minutos, treinta, noventa..La tarde, la vida entera…
Todo
lo que hay que temer. A quien le importa ahora
Voy
abriendo puertas y ventanas. Crujen los goznes, como sobresaltados por este
súbito despertar y la luz se apodera del espacio desnudo. Con esa claridad
nueva vuelven a aparecer los rostros que ya casi no recordaba; oigo las voces
estallando contra la paredes y pienso, acaso yo no soy como ellos…Cuando
vivimos no dejamos de soñar –a veces, sólo nos gustaría vivir lo que soñamos- y
se nos van los días en proyectar el que vendrá y luego en el siguiente y nos
perdemos ese pequeño instante que tal vez pudiera salvarnos de esa inquietud
latente.
El
alimento de las polillas
Mecedoras,
percheros, baúles, espejos, sábanas, cortinas, libros, maletas, reclinatorios,
vírgenes protectoras dentro de su hornacina….No quiero abrir armarios ni
alacenas resecas. Al menos por ahora. Sólo quiero tumbarme en la hierba. “El
señor entraba en la cocina algunas veces los días de lluvia. Dejaba un rastro
de hierba mojada, de fermento agrio, excremento animal. Soltaba el cubo de la
leche encima del fregadero y se sentaba cerca de la ventana. Después se quitaba
las botas, pedía un vaso de vino. Marga bajaba a la bodega con una jarra y yo
me quedaba a solas con él, dando vueltas de aquí para allá, sin saber qué hacer
con las manos. Cuando llevaba el vaso por la mitad preguntaba: tú tienes
diecisiete años verdad, los mismos que María. Lo decía como para sí, con la
mirada perdida en la lluvia. No, señor, yo cumplo dieciséis dentro de un mes.
Claro, dieciséis, dieciséis, repetía apurando el vino, luego dejaba el vaso
sobre la mesa y salía descalzo al pasillo”
Las
vírgenes protectoras no se apiadan de los pecadores
“Los
lunes había que hacer limpieza general, abrillantar muebles y cristales,
encerar, sacar los colchones en el balcón…Cuando la señora se preparaba para
bajar al pueblo, a eso de las doce, llenaba el cubo de agua, y ese sonido hueco
al chocar el agua contra el cinc me producía un placer íntimo, un cosquilleo
que subía desde el estómago hasta la garganta. La señora salía de cuarto
envuelta en perfume de violetas, un aroma intenso y dulzón que recargaba el
aire. Enseguida, yo entraba en la habitación y abría las ventanas descorriendo
las pesadas cortinas. En una esquina, un altar con vírgenes y santos, estampas,
escapularios, flores resecas…Encima de la mesilla, el retrato de boda en sepia.
Un pellizco de tiempo para no olvidar. El hombre corpulento parecía mecerse en
el sillón con la mirada severa, perdida más allá del objetivo; el esbozo de
sonrisa de la novia se quedó en un gesto contenido. La señora me llamaba desde
la puerta. Siempre le daba el último recado a Marga a través de la ventana de
la cocina. Hay que esmerarse Margarita, hoy viene a comer el señor cura, saca
la vajilla nueva y la cristalería, estaremos aquí obre las dos. Adela, ¿quieres
algo para tu madre? Pero ya estaba sentada en el asiento delantero y nos decía
adiós con un gesto y el coche se perdía en el camino.
Adela,
termina de fregar el pasillo de una vez y luego cierra las ventanas, hay mil
cosas que hacer en la cocina. Echaba a un lado el cubo y me preparaba. Siete
pasos largos en zigzag, una zancada más, final en la loseta grande y vuelta a
empezar. Un triángulo de luz entrando por la puerta acristalada de la cocina,
serán las doce y media. ¡Adela, ya estamos, deja de saltar y termina de fregar
el pasillo!.
Desde
la ventana de la sala ve el pueblo, una mancha a largada enterrada en
el valle. Imagino dónde está mi casa, colgada de un muro rocoso y adosada a
otras dos, casi a las afueras. Imagino a mi madre en la puerta, protegiéndose
del sol con las manos en los ojos, como cuando amenaza tormenta. Recorro cada
pliegue de su cara y en cada surco encuentro cicatrices de vientos inclementes;
olor a cereal y a hierba fresca; siento la canícula pegada en sus mejillas
descarnadas a su regreso al mediodía, yo esperando al pie de la cocina. Y no me
dice nada. Comemos en silencio, en la penumbra de un hogar sin hombres, sin
adornos, sin fotografías.
Todo
lo que tenemos cabe en una lata de galletas que guardamos en el fondo del
armario. Realmente, todo lo que tenemos cabe en el armario de la alcoba de mi madre;
dos abrigos, cuatro vestidos y poco más; en el pequeño baúl de mi cuarto hay dos juegos de sábanas y dos
mantas gastadas por el uso. Lo demás, un libro de oraciones, unos guantes y un
pasador de carey que mi madre me regaló cuando tomé la primera comunión son mi
mayor tesoro. Sigo jugando en la puerta de casa con los palos y con piedras sin
saber que vida es eso que se va sin darte cuenta, despacio, a hurtadillas.
Es
extraño este silencio. No sentir el murmullo de los animales ahí detrás,
cabeceando inquietos en el establo, ni el sonido atenuado de las esquilas, ni
los silbidos de Esteban y Raúl preparándose para bajar a las fiestas de algún
pueblo. No sentir la vida, no sentir nada.
“Adela,
vamos a dar una vuelta y luego entramos en el establo. No puedo, María tengo
que ayudar en la cocina. Ayudar, ayudar, bah, a Margarita no le importará que
salgas un rato. Venga, vamos, decía tirando de mí. María no entendía. No quería
entender que era a Marga a quien yo debía obedecer. Era con sus padres con los
que me había comprometido. Eran ellos los que me mantenían y los que llenaban la lata de galletas que
guardábamos en el fondo del armario.
Cuando
llegué a la casa mi primer miedo fue enfrentarme a la mirada de María. Temía
encontrar a otra chica con los mismos rasgos, con el mismo mechón de pelo
cayéndole sobre el ojo, pero con la esencia de otra. Creía que todo en ellas,
su sangre, sus huesos, sus órganos, sus deseos, pertenecían a una persona
completamente distinta a maría. Al encontrarnos en la puerta, me saludó con un
beso en la mejilla y me recordó que debía pasar por la escuela a recoger el
certificado.
Poco
a poco me acostumbré a la rutina de aquella casa, marcada por el trabajo del
señor y de los muchachos. Nos levantábamos antes de la salida del sol, hacíamos
el café y hervíamos la leche para el desayuno. Y enseguida en sol iba entrando
por la ventana, y se extendía por la cocina como una mancha lechosa sin que te
dieras cuenta. Acariciaba los tazones esmaltados y afilaba el perfil de los
tres hombres, que comían en silencio. Si hablaban, lo hacían al final, cuando
retiraban los tazones a un lado. La venta de un ternero, el parto de una vaca,
la recogida de la leche.
Terminó
el verano, la siega la recogida, y la tierra se agostó. El campo quedó deshabitado
y reseco. Entonces, Marga y yo nos dedicamos a marcar la ropa para María, que
se marchaba a estudiar a un internado. Un coche la recogió una mañana de
Octubre. Su madre la acompañó hasta la estación y luego se volvió. Tenía los
ojos enrojecidos y se sentía cansada.
María
regresó en navidad. Venía llena de ilusiones, me hablaba de todo lo que había
aprendido, de sus compañeras de habitación, de sus profesores, y en sus ojos
brillaba una luz diferente, como si ahora fuese de verdad otra María. Otra María
que maduraba, que se hacía mayor en la distancia. Quizá yo también estuviese
cambiando y no me daba cuenta, aunque notaba que mi madre me miraba con
sorpresa ante el descubrimiento de algo nuevo.
Adela,
creo que voy a ser maestra. Es lo que siempre me ha gustado. Ya verás, cuando
esté dando clase en la ciudad, tú tu vendrás conmigo. Yo asentía y me callaba
otras cosas. Frases que atrapaba cuando entraba a servir el café en la salita y
la señora y sus amigas pasaban las tardes de invierno frente a la chimenea. Mi
hija ya tiene pretendiente, oí una vez, es lo mejor para ella, porque qué mejor
partido que el farmacéutico. Ya he hablado con los padres y están de acuerdo, y
al chico le gusta María, sin lugar a dudas. Pero, Paquita, tu hija está
estudiando fuera, puede abrirse camino si termina algún día. Sí, bueno, está
estudiando porque es muy joven todavía, y que va a pintar aquí, aislada en este
cerro, sin otra cosa que hacer que saltar por el campo y relacionarse con estos
ignorantes que sólo saben hablar de animales y no han salido nunca del pueblo.
Además, quiero que se instruya, que aprenda modales y, bueno, lo9 esencial en
una chica, tampoco pido mucho más. Total, al final va a casarse, para qué
quiere tantos estudios. Y sus ojos golosos recorrían ese futuro preparado con
esmero.
Algunos
domingos iba a ver a mi madre. Al final de mes envolvía el dinero en un pañuelo
y lo escondía debajo de la ropa. Bajaba corriendo, saltando cercas, atravesando
prados, hasta llegar a la puerta de la iglesia, donde me esperaba mi madre. Nos
sentábamos en los bancos del fondo, y estábamos allí un rato, en silencio,
hasta quela gente empezaba a entrar. Pasaba por delante el farmacéutico y su
mujer, con su traje de domingo, tiesos, y se sentaban siempre en los primeros
bancos. Al hijo no lo vi nunca.
Una
tarde cuando subía, me senté un momento
a escuchar el canto de los pájaros. Tenía el pueblo a mis pies. Cerré
los ojos y entonces sentí un jadeo. Un jadeo intermitente, agitado. Me levanté,
sin saber qué hacer. Tenía que pasar por allí de todas formas. Crucé todo lo
rápido que pude, pero no pude evitar verlos. Eran María y Raúl, el chico que
ayudaba en la granja”
María
se levanta con las manos pegadas. Siente la pesadez de su cuerpo tirando hacía
abajo como una mole y se deja arrastrar. Deja que pasen los días, indolente,
ajena al murmullo que crece a su alrededor. Solo el ruido interior la distrae,
esa raíz que se acomoda dentro y crece como un rio. Se despierta sobresaltada
en la mitad de la noche y grita un nombre, pero nadie acude a calmarla. Los
demás decidirán por ella. Se enfrentarán a una lucha silenciosa y abyecta.
“No
pudo ser. Ganó Raúl. El se encargó de difundir su triunfo. De nada sirvieron
las súplicas de la señora. Corrió de puerta en puerta y todas se cerraron ante
ella. El hijo del farmacéutico estuvo a punto de caer. Por qué no cerrar los
ojos, por qué no. Pero su madre se apresuró a gritar: no, no mi hijo no”
Una
bosa sin flores. Solo la blancura de la nieve mancillada por los pasos de los
novios, que caminan delante. Hay que estar en la iglesia antes de que amanezca.
Cuando regresamos, Raúl se sienta en la cabecera de la mesa. Vuelve a salir el
sol y la luz invernal nos devuelve al presente. Ya nada será igual.
“Y
todo para esto, decía la señora. Para esto, decía acariciando el cuerpo
exhausto de su hija. Hubiera sido mejor callar y esperar. Arriesgarse y negar,
aunque Raúl fuera contándolo a los cuatro vientos. Y ahora qué...”
No
pudo ser. El niño vivió sólo unas horas. Tres días más tarde la fiebre también
puco con María. Blanqueamos las paredes del cuarto y luego cerramos las
ventanas para no volver a abrirlas, para no tener que recordar”.
Quiero
marcharme. Quiero olvidar esta casa, olvidarlo todo. El señor murió hace tres
meses y la señora vaga por la casa como un fantasma. Se sienta en la sala y
murmura y ríe y contesta a preguntas que nadie hace. Raúl dice que se está
volviendo loca. Quiere internarla en un sanatorio.
Tengo
la maleta en el pasillo. La greca negra, puntiaguda, señala el último paso
largo en zigzag. Raúl aparece en la puerta. No te vayas, suplica, no te vayas,
ya sólo quedamos tú y yo. ¿Es que me vas a dejar ahora?
Puedo
pensármelo. Tengo todo el tiempo del mundo. Al final, he decidido quedarme. No
me acostumbro a estar al otro lado, a pedirle a Marga que cocine, que levante
los colchones, a darle un recado a través de la ventana de la cocina. No me
acostumbro al olor de Raúl, que huele también a fermento agrio y a vino. Los
sábados por la noche baja al pueblo a jugar y a beber. Espero detrás de las
pesadas cortinas. Acuno un sueño cada noche, un sueño que no llega.
“A
Raúl le hubiese gustado tener muchos hijos. Hijos fuertes y sanos creciendo al
aire libre. Teníamos treinta y cuatro años cuando nos casamos y los hijos no
llegaron nunca. Seguíamos levantándonos al alba, contratamos a dos hombres más,
arreglamos parte de la casa, quisimos entretener a la rutina, hasta quela casa
y yo nos quedamos solas”.
Ahora,
por fin, puedo tumbarme en la hierba. Eso es lo que quiero, aunque mis huesos
no resistan la humedad y después me sienta dolorida. Desearía cerrar la puerta
para siempre. Tal vez lo haga. Tal vez cierre la puerta para siempre.
SEGUNDO
FINALISTA
“Un día cualquiera”
Por
José Pedro Marcos Yuste
-“Pimientos
verdes fritos y filetes empanados en el tupper rojo y ensalada en el azul, con
cebollita como a ti te gusta. El agua lo llevas en la neverita con una buena
cerveza…¡jetón! Recuerda comprarte pan. Un beso, adiós cariño. ¡Cuídate!
-“Vamos
chicos..! ¡Arriba mis piratas preferidos! El cole os espera.
Buenos
días ¿Habéis dormido bien? Vamos. ¡Arriba! Ahí tenéis ropa limpia. El desayuno
está preparado. Mientras desayunáis voy haciendo las camas y arreglándome yo un
poquito. Daniel ¿volviste a meter el libro de mates en la mochila?...bueno
vale, ya te lo pongo yo, pero debes estar más atento a tus cosas..Mira Javier,
te he preparado el dinero de la excursión en este sobre ¿vale?, es que a papá
se le olvidó ayer de dártelo, el pobre…¡tiene tantas cosas en la cabeza…! ¡Uff!
Vamos chicos. Espabilad, que se me está haciendo muy tarde y es que tu abuelo
se pone de nervioso cuando tardo un poco en ir a levantarlo y asearlo..que por
no oír la matraca que coge luego, hasta que llegamos al Centro de Día, se da
dinero”
Ésta
es la punta del hilván de que tiras cada mañana a medida que empiezas tu labor,
tan sofisticada que por momentos pareciera encaje de bolillos, sintiéndote
arrollada por ese viejo trasto inútil llamado tiempo. Ocupada y preocupada de
todo y todos los que te rodean. Empiezas así tu día a día, encargándote en la
sombra de que todos los días, al menos un rayito de sol ilumine sus veredas y acaricie las mejillas, de
quienes llenan tu vida, por muy gris que amanezca la mañana. Como si de una
obra de teatro se tratase , repartes los guiones a los protagonistas, guardando
para ti el mero puesto del apuntador, alimentándote gustosamente de aplausos
ajenos.
Para
completar la mañana y por no desconectar del mundo laboral, pues…¡algo hay que
hacer!...cuatro horas en una cadena de envasado de conservas. Trabajo duro y
monótono tras el que te escudas, usándolo a modo de paréntesis, permitiéndote
dar esquinazo a la vida cogiendo unos metros de carrerilla, para continuar con
ella. Lugar donde tu mente alguna que otra vez se suelta de las riendas y se da
el capricho de divagar, recordando más de una reprimenda recibida en tu niñez
por tu añorada madre o alguna tierna caricia de aquel torpe montoncito.
El
camino de regreso, lo utilizas para dar un buen repaso mental a esos patrones
muy bien diseñados, pero de los que no te puedes despistar ni un solo momento,
haciendo pequeñas modificaciones continuamente, de ese traje tan importante que
es la educación de tus hijos. Difícil trabajo en una sociedad contundentemente
machista, el conseguir que tus niños de hoy, mañana sean hombres justos,
sensatos, comprensivos y sobre todo buena gente.
En
el ratito de descanso, procuras tener puesta la televisión con alguna novela
tierna tras la que parapetarte y tener de esa manera una excusa, por si de tus
ojos brotase alguna lágrima de agobio, cansancio o algo parecido…Para qué
preocupar a nadie. Después de preparar el hilván del día siguiente, mientras
esperas al hombre en que se ha convertido aquel mocito que revolucionaba tus
entrañas, alterando tu ritmo cardiaco y llenando tus retinas con su presencia,
saboreando ese instante, deseado desde el día anterior, viéndole cruzar frente
a tu ventana. Ya no queda “revolución”, pero confías en que aquellas mariposas
que volaron asustadas por el trajín ruidoso de la rutina, vuelvan a posarse en
vuestras manos cuando la tempestad de la crianza de vuestros niños amaine.
Reina
la tranquilidad, rota tan sólo por el ruido del lavaplatos que silencias al
cerrar la puerta de la cocina. Los chicos dormidos o rematando tareas y
dispuestos a ello. De fondo, aquel ruido que en los últimos años se había
convertido en banda sonora del anochecer; el comentarista deportivo de turno.
Al
fondo del salón, tu trinchera o lugar donde guarecerte de la batalla diaria.
Junto a la lámpara de tulipa beige, la vieja mecedora de madera y enea, un
cómodo cojín, el cesto de mimbre con varias cajitas de útiles y utensilios de
costuras y tus labores empezadas; camisas a las que les desaparece algún botón,
pantalones con los bajos por entremeter, la chaqueta descosida o el eterno
mantel deshilado que tanto te gusta, pero para el que pocas veces llega un
pedacito de tiempo.
Como
te gusta ese ratito, que ni si quiera es para ti, pero es tuyo, en el que
aparentemente no se hace nada, pero que puntada a puntada vas sumando céntimos
de ahorro para la casa, que pasan desapercibidos.
De
estos momentos invisibles para los demás, una puntada acá, otra allá, con cada
una de ellas a parte del trocito de hilo, con un trocito de tu corazón, vas
dejando fijadas y selladas las acciones del día a día, como si quisieras ir
archivando el epílogo del día que acaba y el prólogo del siguiente, formando
así la enciclopedia de tu vida.
Entre
tus manos ajadas, un pantalón de chándal por zurcir y pegar unas rodilleras. De
tus dedos resalta el brillo del dedal de tercera generación. La cabeza ladeada
hacía tu hombro, las gafas haciendo un equilibrio imposible en la punta de tu
nariz y tus ojos queriendo dar por zanjada la jornada, abren el telón de ese día
que finaliza, repasando todas las secuencias destacadas como queriendo
encontrar el error o la tarea olvidada. Parece que el cerebro diga…
¡Basta
ya!
Un
gran estruendo corta bruscamente esa película. Se cayó el dedal, ¡Por Dios que
susto!¡Otra vez tardísimo!
El
señor del sillón verde, que tan atento había estado a la televisión, deja sus
aposentos y, molesto con el dedal que nada le aporta, tan sólo te lanza una
mirada malhumorada, que tu pacientemente como cada noche, recoges y guardas en
la latita de retales que no sirven, como si del cobre de las esencias se
tratase, cambiándolo por uno de…”Tranquilo cariño, ya recojo yo. Ve a acostarte
que tu mañana tienes que trabajar” en forma de retal, a juego con los de otras
noches, confiando en que los guardará y que algún día aprenderá a unirlos
creando patchwork que os abrigue en momentos difíciles.
TERCER
FINALISTA
“El faro negro”
Por
Yolanda Sánchez Polonio
No
se sabe a ciencia cierta cuando comenzaron las lluvias blancas, tan sólo se
conoce de forma aproximada el lugar desde el que llegaron: el mar. Más difícil
fue descubrir que el origen de tan extraña lluvia tenía como centro el faro
negro, pues Eladio, el último farero de la costa del norte, rara vez se
acercaba al pueblo y, cuando lo hace, solo en contadas ocasiones se
detiene a conversar con los vecinos.
En
contra de lo que pueda parecer, Eladio no es hombre desabrido ni huraño, tal
vez algo parco en palabras, aunque de ningún modo elude el contacto con sus
semejantes, simplemente gusta de encerrarse en su particular universo, sin
ningún afán por querer averiguar cómo es el de los demás. Hijo y nieto de
fareros, no entiende más mundo que aquel que la costa le brinda ni otro oficio
que el de atender el faro. Nunca demostró interés por salir de la comarca,
siempre estuvo contento con su vida y jamás anheló ninguna otra: todo cuanto
necesita para sentirse dichoso se concreta al faro y sus alrededores.
Acostumbra
a dar largos paseos por la playa en ese tiempo sin dueño en que la aurora
despierta y el destello del faro se adormece. Conversa durante horas con el
mar, hablándole de tú, si bien con mucho respeto y deferencia, pues conoce de
sobra los estragos que su enfado provoca. Cuando no se halla junto al mar ocupa
el tiempo de ocio en el cuidado del pequeño huerto próximo al faro, y suele
viajar, siempre que puede, a través de los libros.
Conoció
a Sabina, su esposa, la primera vez, que siendo mozo, bajó a las fiestas del
pueblo. Y con Sabina se casó sin apenas haber cruzado palabra con ella, solo
porque su instinto se lo indicó. La amó sin condiciones todos los días durante
los muchos años que compartieron la vida; no tuvieron hijos y, a falta de
ellos, se tuvieron y sostuvieron el uno al otro. Todos los días de su vida en
común, cada vez que Eladio miraba a su esposa, retornaba con idéntica fuerza el
mismo rubor del momento en que la vio en las fiestas por primera vez.
El
día en que la mujer murió para exorcizar los demonios del dolor, Eladio corrió
hasta el pueblo, compró toda la pintura negra que en la droguería había y
estuvo durante nueve días con sus nueve noches pintando el faro de arriba abajo
sin dejar resquicio, mezclando lágrimas y pintura a partes iguales. De esa
forma el faro enlutó y Eladio pudo seguir viviendo.
Ahora,
siete años después, su única visita al mundo real se limita a la compra de
cuatro libros al mes en la librería del pueblo. Toda la vida, desde que a
Eladio le alcanza la memoria, le gustó la librería. En esa tienda exigua y mal
iluminada se pasa horas y horas perdiendo por completo la noción del tiempo,
mirando los libros, acariciándolos, oliéndolos, hojeándolos, leyendo párrafos
al azar. De sabina adquirió el amor por la poesía pues él, lector de novelas,
gustaba más de historias inventadas y personajes imaginarios; ella, en cambio,
siempre se inclinó por los conceptos abstractos, las bellas palabras y el
sentimiento estético.
El
primer martes de cada mes Eladio se levantaba temprano y con calma se
preparaba. Se viste su mejor traje, se calza los zapatos nuevos y se peina con
esmero, como si fuera a una boda. Sale del faro y se dirige al pueblo por la
única carretera que lleva hasta él. Atraviesa la calle principal hasta llegar a
la pequeña librería y allí permanece dentro cerca de dos horas; luego sale de
nuevo a la calle con sus cuatro libros bajo el brazo, todos de poesía.
Por
la noche, bajo la luz inmensa del faro, Eladio lee. Siempre lee poesía, dos
páginas cada noche, una hoja completa. Lee la misma hoja tres, cuatro, cinco
veces, hasta que se la aprende de memoria. Después la arranca del libro con
sumo cuidado, la dobla amorosamente una vez, luego otra y otra más, hasta que
transforma el papel en una preciosa estrella de cinco puntas. Se toma su
tiempo, quiere que la estrella sea perfecta. Cuando la termina sale fuera, a la
noche, espera pacientemente una óptima ráfaga de aire y la echa a volar. Mira
atento cómo el viento suavemente la mece, la eleva, cómo poco a poco se aleja
hasta perderse en la oscuridad. Todas las noches, haga frio o calor, Eladio
echa a volar una estrella con un poema.
Este
año que concibe el último, durante el tiempo de lluvias Eladio continúa
memorizando poesías y confeccionando estrellas de papel: es un ritual que no
perdona, tal vez lo único que le ata a la vida. Sin embargo, ya no sale fuera a
regalárselas al viento sino que las guarda como un tesoro para que no se mojen;
las almacena, con el afán y el celo de un viejo avaro, en el gran baúl donde
antaño Sabina guardaba las mantas, defendidas e impregnadas con aromas de
lavanda y jabón. Mientras las lluvias arrecian fuera, las estrellas de papel se
van amontonando en el viejo baúl por cientos, por miles…, se diría que en ese
baúl se reúne todo un firmamento.
Cuando
cesan las lluvias y llega el buen tiempo es hora de abrir el baúl y liberar la
poesía, Entonces Eladio, muy temprano cada mañana, coge un buen montón de
estrellas, tan grandes como sus brazos abarcan, y desde lo más alto del faro
las precipita al mar. El viento, raudo y diligente, las recoge antes de que
besen el agua, llevándolas todas juntas, como si de una bandada de pájaros se
tratase, para poco después dejarlas caer en forma suave sobre el pueblo.
La
primera vez que sucedió el prodigio, los vecinos no podían creer lo que veían.
Miraban perplejos hacía el cielo sin nubes preguntándose qué era aquello que
caía, pues nunca antes en el pueblo se había conocido tamaño portento. Recogían
las estrellas con entusiasmo, intrigados las desdoblaban, y ahí, parados en
mitad de la calle, las leían. Más tarde una sonrisa iluminaba sus rostros.
Durante el final de la primavera, todo el verano y el comienzo del otoño, ni un
solo día dejó de caer la lluvia blanca de estrellas sobre el pueblo. Las
estrellas se almacenaban por todas partes: en las tiendas, en los bares, en las
casas, en cada habitación, en cada cofre…Pequeños tesoros que el cielo regala.
Incluso ahora, después de tanto tiempo, los descendientes de los que vivieron
en primera persona el fenómeno, conservan las estrellas como su mejor herencia
y siguen narrando el hecho fantástico y tal como sus ancestros se lo contaron.
Cuando
el baúl se queda vacio de estrellas el farero sabe que es hora de partir:
Sabina le espera. Es entonces cuando llama al viento, que acude veloz y aguarda
manso. Eladio, dichoso, con calma se prepara: se viste con su mejor traje, se
calza los zapatos nuevos y se peina con esmero. Sale a la noche sin luna y el
viento lo arropa, suavemente lo mece, lo eleva y Eladio poco a poco se aleja
hasta perderse en la oscuridad. De la mano del viento atraviesa el pueblo y sus
campos, salta arroyos, salta ríos, ciudades grandes y pequeñas, salva cerros,
montes y montañas, llega a países lejanos, cruza lagos, anchos mares y traspasa
vastos océanos de agua para terminar, al fin, entre infinitos océanos de
estrellas.
CUARTO
FINALISTA
“La estrella que guardé en el bolsillo”
Por Andrés Maqueda Roldán
Moisés
siempre miraba al cielo ensimismado por el fulgor de las estrellas. Cuando no
podía dormir, fantaseaba, llena su cabeza de extraordinarias aventuras. Veía en
ellas la belleza imperturbable de la eternidad; lágrimas tristes de algún Dios,
escondido en el eterno infinito de las nebulosas, derramaba tras perder a su
amada a manos de un eterno ejército de meteoritos, mercenarios de constelación
“Vanidad”…Por suerte, él siempre aparecía al rescate. Propulsando sobres
estelas luminosas de cometas y juramentado en la lucha por el bien, devolvía a
la infortunada a si galaxia, durmiendo hasta el amanecer en brazos de su amado.
Desaparecida
la tristeza, el sol volvía a brillar del alba hasta el crepúsculo.
Aquella
noche en casa de su abuela, abstraído como estaba, ojeando por la gatera del
desván –agujero que traspasaba la recia pared de tierra encalada y que, cuan
telescopio , apuntaba directamente a la Osa Mayor- no se percató siquiera de
que ronroneante por el tejado, pasó rozando su respingona nariz, “Greda” -gata rojiza de la vecina de al lado-. La
dueña era una niña de tez morena a la
que él y su primo Miguel, expiaban desde la sarmentera del corral mientras
hacía pipí en el barranco colindante de las gallinas –cuarto de baño rural en
aquella época-, mostrando sin pudor su trasero.
Ni
tan siquiera reparó en la pugna sostenida por la recatada moza de enfrente
intentando zafarse del acoso de un refutado gañán, más salido que los
prominentes clavos forjados del portón tras el que se cobijaban. Lo cierto es
que aquella noche estaba como hipnotizado, en éxtasis, -en qué estrella andaría
esta vez…?-.
De
súbito, un centelleante haz de luz chisporroteó el cielo describiendo una sinuosa
curva, cruzó de izquierda a derecha el campo visual del deforme telescopio,
escuchándose al momento un estruendoso ruido sobre el tejado de la casa.
Moisés,
dedujo convencido que algún cuerpo celeste le había venido a caer allí,
justamente allí, sobre el tejado de su abuela, la gélida incertidumbre lo
envolvió a velocidad sideral. Tenía que descubrir que era aquello. ¿Sería la
respuesta a sus sueños? ¿Una señal que anunciaba la rebelión contra la tiranía
de todas las galaxias del universo…?
Nervioso,
intentó salir al tejado contiguo por el ventanuco de la paja, donde estaba la
chimenea del fogón emergiendo entre interminables surcos y caballetes de teja
árabe. Fue justo allí donde creyó escuchar el ruido de la estrella caída, -y
que no fue otra cosa que el rebullicio apasionado de “Greda”, desdeñando
amoríos de varios gatos arrabaleros-. Pero… ¿Quién dudaba en aquel instante que
semejante hecho extraordinario se acababa de producir? Moisés no, desde luego,
lo había escuchado nítidamente, todavía tenía la piel de gallina.
El
chirriar oxidado del cerrojo en la portezuela
del pajar alertó a su abuela, quien lo llamó con tal autoridad, que el
encanto del momento se difuminó con la misma facilidad como en el cielo se
perdía el humo de la chimenea, dejando tras de sí aromas inconfundibles a guiso
de cerdo en adobo. No podía excusarse, remedios era de armas tomar, y aunque
con él siempre fue dadivosa, su presencia era tan seria como el traje enlutado
que vestía desde niña y el rasposo bigote que le clavaba en la frente al darle
el beso antes de dormir. Buena perra guardiana sin duda, a quien estaba encomendado mientras sus padres trabajaban el
campo.
Aquella
noche fue interminable, ¿quién pegaba ojo con lo sucedido? Mientras giraba y
giraba los remates gualdos del cabecero
forjado, contó unas cien veces las bóvedas de la alcoba nívea y hasta
los bodoques en la blonda de los cortinones. Su inquietud arrancaba al somier
corroído una murga lúgubre que lo
desvelaba aún más.
Vencido
por el cansancio quedó traspuesto despuntando el amanecer. No había terminado
de cantar las ocho el reloj de la torre, cuando, como un resorte saltó sobre el
jergón. Sin que la abuela se percatara de sus movimientos, cruzó sigilosamente
el patio de guijarros escarchados, dirigiéndose nuevamente al encaramado. Esta
vez sí logró su objetivo y alcanzó el tejado, no con pocas dificultades y
rompiendo alguna teja del vencido alero. La sensación era fantástica, desde
allí arriba cuan oscilante veleta, se movía brazos en cruz, gorrión primerizo aprendiendo
a volar. Observaba maravillado la mezcla parda de tejados dibujando un
horizonte evocador de montañas y valles muy lejanos de aquel rincón manchego.
Tan temprano, además, parecían nevados, debido al fino relente que los cubría.
La
garganta profunda de la calle trajo desde el sur un cantar, un sonido lejano
que a Moisés embelesaba. El viejo carro entalamado del panadero gemía su
transitar entre las piedras del firme, arrastrado por un viejo mulo, macho, y
trayendo consigo el aroma a pan recién hecho. ¡María…! ¡Socorro…! ¡Remedios…!
¿¿El paaaaaan…!! Y como si de un conjuro mágico se tratase, al escuchar tan
singulares llamados a voz en grito, las vecinas aparecían convocadas alrededor
del carro, proveyéndose de unos enormes panes redondos que echaban dentro del
cenacho; o como Reme, en su recogido mandil negro, que por segundos perdía el
luto tiznado de harina. ¡Qué estampa, hummm…! Y qué bocado pensaba dar al
cantero tierno de la hogaza cuando bajase. Pero ahora, a buscar, a buscar algún
fragmento de estrella que, sin duda, no podía estar muy lejos de aquel rodal.
Absorto
por el humo y a punto de alcanzar el tiro del fogón, -nunca antes había estado
tan cerca de la boca de la chimenea. Pensó que bien podría asemejarse al cráter
de algún volcán marciano- el grito marcial Reme reclamándolo trastabillo su paso, perdiendo el equilibrio y
deslizándose como esquiador a lomos del tejado; yendo a caer al borde mismo del
gran corralón que mediaba entre animales y personas. Justo debajo de aquel
punto Remedios había levantado, con una empalizada de cañas y viejos felpudos,
la “olla” –vivero de estiércol donde sembraban las tomateras-.
El
estruendo producido alertó a la vieja quien, tras avistarlo colgando del
canalón, entre gritos y aspavientos pidió ayuda al vecindario, que todavía
charlaba animadamente en la calle tras el paso del panadero. Entre todas izaron
una destartalada escalera de olmo con la que al fin lograron rescatarlo.
Mientras esperaba la escala, resbalando sus manos poco a poco en el rocío del
alero, alcanzó a agarrar un objeto que
no podía distinguir, y que por inercia sus dedos no soltaban aún a riesgo de
precipitarse más rápidamente al suelo.
Al
arriesgado rescate de las intrépidas vecinas, siguió una somanta se azotes.
Mientras ellas analizaban el peligro que había corrido “el jodido muchacho”,
acertó a escabullirse cuan lagartija de entre las sayas y mandilones que aún
olían a pan, corriendo como gato aspeado a esconderse en la siempre misteriosa y oscura cueva, detrás de la
tinaja del vino. Allí, aprovechando el resquicio de luz que se colaba por la
lumbrera de la cotana principal, acercó la mano temblorosa hasta sus
desorbitados ojos para ver por fin de que objeto se trataba: ¡Lo sabía…! ¡Es un
fragmento de estrella!! –Balbuceó tembloroso-.
Instantáneamente olvidó el turbulento incidente. Era tal la
emoción que, ni su profesor de ciencias lo hubiera podido convencer de que
aquel objeto no era otra cosa que un trozo de alabastro blanco con tres aristas
que, proveniente de un jarrón quebrado, lanzaría algún vecino, quizás para
hacer callar a Greda y su cortejo de acalorados maullidos de celo la noche
anterior, Lo cierto es que su sueño se veía cumplido; la suerte le sonreía e
intuyó que su vida acababa de cambiar para siempre.
El
presagio trajo un dilema: ¿Dónde guardaré la estrella? –Se preguntó nervioso-.
Caviló, recurrió a todos los rincones más impredecibles y oscuros de la cueva;
detrás de las orzas choriceras…, no, las zafras de aceite…, no tampoco, aquí
vienen con frecuencia a llenar la alcuza –pensó-, debajo de las patatas…,
menos, ¿entonces…? Al final la idea de separarse de ella era demasiado
dolorosa, por lo que optó, diciéndose a sí mismo con voz campanuda: “Moisés, el
mejor sitio donde puedes guardar la estrella es tu bolsillo”. Y así fue como
empezó una gran historia entre ambos, estrella y niño, altamente secreta y que
nadie descubrió jamás. Aconteció en mil novecientos setenta, cuando Moisés
tenía diez años y los pueblos de la Mancha vivían un retraso de tres lustros
con respecto a las ciudades, sobre todo en ciertas costumbres que todavía no
había cambiado la televisión.
Hasta
mil novecientos ochenta la vida del soñador de estrellas había trascurrido con
la “normalidad” de cualquier joven de la época. Terminó la EGB, cursó
bachillerato en un instituto del pueblo vecino y no acabó con sobresaliente,
pero sin con un notable más trabajado de lo que su inteligencia merecía. Todo
por esa manía suya de soñar despierto cuando empollaba ciencias. Cambió varias
veces de amigos, de look, y hasta de gafas. Ahora no portaba en su nariz
aquellas redondas de pasta, color ámbar,
sino unas de metal con puente y forma de gota. No era el simpático de la
clase, ni el ligón del pantalón ceñido luciendo paquete, pero era muy apreciado
por sus nobles sentimientos y la disponibilidad a prestar su tiempo a quien lo
necesitara. De chicas hasta entonces nada, algún baile discotequero pegado como
un cromo pero poco más. Sólo una cosa permanecía fiel, a su amuleto que pensaba
le daba suerte, conduciendo firme hacía su destino final en la vida: aquel
fragmento de estrella, siempre presente en el bolsillo del pantalón.
Fue
ese año en la universidad cuando conoció a Nuria, desgarbada joven de aire
hippie, labios sensuales y ojos rasgados, que derrocha simpatía, naturalidad y
una belleza interior cautivadora. Con ella departía entre clases sobre la
situación de injusticia que vivía el mundo, y aunque la perspectiva de ambos
era diferente –ella estudiaba medicina y él astrofísica-, coincidían ambos en que la condición humana estaba
denigrada, y que faltaba mucho por hacer como para perder el tiempo en tanto
estudio, que al final sólo servía para alcanzar determinada posición y fama
ante la sociedad que los rodeaba. Con ella experimentó la grandeza de la
amistad, la ayuda al prójimo colaborando en una ONG que paliaba las necesidades
de los desfavorecidos, pero sobre todo, el amor.
Con
Nuria, el amor fue la experiencia más hermosa que había vivido jamás, mayor
incluso que esos viajes mentales en los que se recreaba por perdidos cielos del
infinito. La primera vez…deseó morir para que la belleza del momento se
perpetuara en los pliegues de su piel blanca y no volver jamás a la realidad
cotidiana, tan distante de su sentimiento. Con ella llegó a olvidar las
fantasías. Con ella quería pasar el resto de su vida. La llevaba enfermizamente
en su cabeza como remedo quijotesco de una singular Dulcinea del siglo veinte.
Tras
cuatro años le pidió compartir vidas para siempre, lo tenía claro, Nuria era la
única mujer a la que podría amar. Tal vez por eso, cuando en lugar de “sí
quiero”, ella dijo que no era feliz con la clase de vida que llevaban, y que
una llamada interior le urgía a marchar a la India para socorrer enfermos e
indigentes, voluntaria de médicos sin fronteras, sintió como si un enorme
rascacielos se hubiera venido abajo con él dentro. Repitió millones de veces
¿por qué…? Pero nada le ofrecía respuesta convincente. Apretaba la mano dentro
del bolsillo del pantalón y la fuerza de su estrella no le habría la razón lo
suficiente como para entenderlo -¿estaría fallando el amuleto?-
Nunca
supo si fue casualidad ó la sinergia del destino, pero lo cierto es que, cuando
aquella mañana, estrujándola con todas sus fuerzas se disponía a tirarse desde
un puente elevado contra el asfalto de la M-30, una arista de las estrella se
rompió, y Moisés asustado despertó de tan mal sueño. Tomando el suceso como un
presagio, depuso tan siniestra idea decidido a seguir luchando, solo ya, en medio de la complicada sociedad costumbrista
que lo asfixiaba.
Dos
años más tarde, acabada la carrera, y dudando sobre la conveniencia de hacer
las prácticas en Houston (EE.UU), desempleo y casualidad, le hicieron coincidir
con ciertos conocidos de la ONG en la que había colaborado con Nuria. No tuvo
dificultad en integrarse de nuevo y volver a compartir la felicidad interior
que se siente con la entrega a los demás.
Era
objetivo de la organización establecer un voluntariado en la República Centro
Africana de Bangui, en plena selva, para servir de apoyo a la misión Comboniana
que en aquella zona del país educaba a nativos pigmeos. Sin pensarlo demasiado,
aterrizó en África. Gafas nuevas-rectangulares-, pelo afro, camiseta blanca con
las siglas impresas de ONG, vaqueros desgastados y botas de cuero –regalo de su
hermana para que los pies no sufriesen las extremas condiciones de aquel
continente-. Por supuesto mochila caqui, y como no, la inseparable estrella que
del roce, había dejado marcada su mutilada silueta en el bolsillo izquierdo de
los tejanos.
En
medio de la selva, se sintió perdido y solo, a pesar de ir acompañado por otros
dos voluntarios, el obeso Sito, que desde que llegaron no paraba de sudar, y el
larguirucho Óscar, a quien el viaje y la ansiedad de estar en un nuevo mundo le
ocasionaba tiritera. ¡Menudo panorama! –Balbuceó-. Les conducía un nativo
reeducado por los Combonianos llamado Ndongo, a quien la misión había puesto a
su servicio para ayudarles con el idioma y las costumbres de aquellos
aborígenes que apenas alcanzaban el ombligo de Óscar. Todavía recuerda
sonriendo la foto que inmortalizó su recibimiento –¡qué hombrecillos tan
bajitos!- Comentaron en su casa al recibirla.
Describir
su forma de vivir no cabría en un libro, en un libro gordo por supuesto. Un
anciano de la tribu les contó la historia de su etnia, los “Aka”, y como Kmvun
–Dios creador- les concedió frutos de la selva, cosechas y animales para que
les sirvieran de alimento.
Las
mujeres construían las chozas cortando con machetes árboles medianos y ramas de
tupidas hojas con las que cubrían el techo. El fuego en el centro, concentrando
el humo en la bóveda para ahumar los alimentos perecederos. Los mongulus –así
llaman a las casas- no tenían nada que ver con el caserón solariego de su
abuela Reme, pero se asemejaban en hospitalidad. Dispuestos en círculos
formaban una gran ágora. Entre las hojas de la techumbre y a través del claro
del bosque donde estaban levantados también podía mirar el cielo y ver las
estrellas, siempre ahí, las mismas que contemplaba siendo niño por el agujero
del desván.
Desconocía
si podían aportar alguna enseñanza a los indígenas para la mejora de sus vidas
o por el contrario serían los pigmeos quienes lo enriquecerían con esa forma
tan libre de vivir: cazando lo preciso, adorando el fuego, permanentemente
avivado en los mongulus y que, dicen,
les ha regalado Kmvum. Mientras los hombres cazan, previos ritos y cantos
invocando a los espíritus, las mujeres recolectan ñame, hojas de liana, coco,
frutos silvestres, caracoles, tortugas…Los niños entrenan tirando con arco y
ondas a los pájaros del palmeral.
Todo
era tan natural, que hasta los ritos sexuales de las jóvenes, sus cuerpos
desnudos pintados de arcilla por las ancianas, les hacían sentirse a ellos como
bichos raros en medio de la auténtica vida creada por Dios: todos iguales, todo
compartido. Si su abuela hubiera estado allí, habría actuado ipso facto
enfundándoles sayas y blusones; llamando a voces al tío Manuel –el panadero-
para hartar aquella pobre gente de pan
tierno. Pero desgraciadamente para él y afortunadamente para ellos, Remedios no
estaba allí y era tarea de los tres, perfectos ignorantes de aquel otro mundo,
inculcar la “civilización” a semejantes “salvajes”, ¡menudo embolado..!
Montado
su mongulu deliberaron que Sito se encargaría de la “ingeniería”, -mejora de la
vivienda y todo eso ¡ja, ja…!-, Óscar de las costumbres higiénico sanitarias,
-sin comentarios-, y yo, -llegados a este punto, confieso que, Moisés no es
otro que este advenedizo de la narrativa que les cuenta su historia- de la
religión católica, -que para eso nos financiaban los Combonianos-. Tres
proyectos claramente utópicos para aquella antiquísima civilización, pero había
que intentarlo.
Trascurridos
diez años, poco o nada les habíamos hecho cambiar, al contrario, su forma de
vida nos contagió y de no haber sido por nuestra estatura, podíamos haber
pasado por unos bosquimanos más; nativos
de los que se mezclan entre la república centro Africana y el Congo, Chad ó
Sudán. La Orden, a falta de presupuesto y resultados prácticos en los
programas, finiquitó el proyecto.
Sito,
irreconociblemente delgado, se adentro en la profundidad de la jungla para
convivir con otra etnia más primitiva aún. Un año después Óscar tuvo que volver
a España muy enfermo de malaria. De haber continuado en la selva unas semanas
más habría fallecido sin remisión.
Yo
continué danzando, cantando, cazando con ellos, comiendo con ellos…, viviendo
libre con ellos y echando raíces con ellos. Sintiendo la selva y los animales
como parte de mi vida misma. Mirando a las estrellas como ellos, desde su
perspectiva. Porque allí arriba se encontraba Kmvum, el astro rey de todos los
dioses. Mi “estrella de la suerte” guardada entre el taparrabos, porque un
silente lastre de vergüenza heredado de la abuela, no me permitía ir desnudo
como ellos. Tal vez por eso cuando las tropas rebeldes del general Abdoulaye
Miskine arrasaron el poblado matando al viejo chamán, violando a las mujeres y
obligándome a abandonar su país, eché mano aterrorizado “ahí mismo”, apretando
tan fuerte el taparrabos por la rabia contenida que, otra arista del amuleto se
rompió –ya solo quedaba una punta-. Y para colmo de males, los rebeldes, que no
entendían mi idioma, tomaron el gesto como una burla hacia su virilidad…No
detallaré la paliza que me propinaron, ni los huesos fracturados. A punto
estuve de ser castrado. Fui salvado por la intervención milagrosa de un
muchacho rebelde al que años antes habíamos curado sus heridas en la misión; me
reconoció en aquel trance difícil e intercedió ante sus camaradas.
Hoy,
trascurrida otra década y harto de frotar el resto sobrante de mi estrella
entre despachos, burocracia, políticos y laboratorios, he descubierto con
sorpresa, que la única punta que aún conservaba ha desparecido del bolsillo. Probablemente
porque olvidé sacarla del pantalón antes de meterlo en la lavadora, -¡que
absurdo!-. Lo cierto es que, igual que empezó toda esta historia, vuelvo a
pensar ahora qué va a ser de mi vida sin ella.
Mirando
el cielo estrellado desde la décimo cuarta planta del rascacielos donde vivo,
he decidido comprar por internet un billete con destino a Bangui. Mi corazón ha
descubierto al fin que, la estrella que
guardé en el bolsillo, se ha multiplicado por miles, brillando en la
sonrisa limpia de aquellos pequeños seres de la selva que me enseñaron a vivir
de otro modo. En sus ojos vivarachos ardiendo de inocencia y cariño; en sus
pies descalzos sintiendo la tierra como parte de una segunda piel; en sus
curtidas manos con las que comparten lo que tienen; en sus frondosos árboles,
santuarios de Kmvum en la tierra. Y ahora vive también en sus acogedores
“mongulus”.
Creo
que me quedaré eternamente entre ellos, seguro…No olvidaré nunca el pueblo
manchego donde crecí, sus gentes nobles y llanas que me hicieron ser como soy;
sus costumbres. A mis ancianos padres que morirán apenados por tenerme tan
lejos; a mi hermana, a Reme, que mediará
desde el cielo con San Pedro para que no me ocurra nada; a los amigos; a
Nuria…mi gran amor. Pero siempre soñé viajar allende las estrellas para
salvarlas del ejército malvado que las atormenta, y ese viaje, sin talismán de
la suerte que me guíe, y con las manos completamente vacías dentro de los
bolsillos, comienza hoy, ahora.
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