GANADOR
"La última frontera"
por David Morales Díaz
Recuerda,
hijo, aquellos días en los cuales pasábamos las horas intentando
encontrar algo que nos permitiera llevar un pedazo de comida a la
boca. Y tú, tan inocente y bondadoso, nos ofrecías lo poco que
habías podido conseguir. Recuerda las duras jornadas de sol a sol,
en las cuales nuestros cuerpos temblaban por el hambre y
deambulábamos por los caminos y veredas, viviendo de la caridad de
nuestros vecinos, muchas veces más famélicos que nosotros y que,
seguramente, en un día cercano, estarían también llamando a la
puerta del mundo de los muertos. Recuerda las sucesivas noches en
blanco, una tras otra, pensando en si el sol saldría de nuevo para
nosotros, en cómo arrastraríamos nuestra desdicha en un nuevo
amanecer y así poder aguantar unas horas más con vida.
Recuerda todos
aquellos a los que hemos querido y ya no nos acompañan. A tu abuela,
la cual tuvo que dejarse caer en el suelo como si de un despojo se
tratara, convertida en un objeto a merced de los animales carroñeros
y de lo inmundo. Sabes, fue valiente, un día le llegó la rendición
y nos invitó con la mirada a que partiéramos sin ella. A tu hermana
mayor gritando, pataleando en brazos de aquellos hombres de mirada
maligna, seres poseídos por el peor de los espíritus, gente sin
alma… ¿Qué habrá sido de ella y de su belleza? ¡Prefiero su
muerte a que padezca una vida de dolor, horror y humillación!
Recuerda a tu madre pariendo a tu otra pequeña y desgraciada
hermana. Tuve que envolverla en una mortaja que perteneció a otro
cadáver, a merced de que un golpe de magia se llevara su inocencia
rápidamente al otro mundo, como si su pequeño cuerpo, aún
caliente, tan frágil nada más ver la luz, nunca hubiera estado
entre mis brazos.
Hijo, no puedo cavar
con mis propias manos una tumba para mis seres queridos. No tengo
medios ni dinero. Por eso he tenido que dejar los cuerpos maltrechos
y consumidos cerca del lugar en el que nacieron, en un país y una
ciudad donde, si no hubiéramos sido como juguetes en manos de los
poderosos, nuestros muertos hubiesen crecido fuertes, robustos y con
un futuro prometedor. Cada noche, sus almas me persiguen entre
lamentos y susurros, me arrebatan el sueño hasta que llega la
mañana, aparecen sus caras pálidas delante de mí y me preguntan
por qué no les di una oportunidad, o al menos, un futuro incierto.
¿Acaso soy yo el responsable de lo que nos está ocurriendo?
Recuerda, hijo, los
sollozos y el llanto de tu madre, un leve sonido que no se convirtió
en lágrima porque su cuerpo estaba seco, pero que se transformó en
un torrente lastimero cuando salió de su garganta. Lo sé, llegué a
taparme muchas veces los oídos para que su lamento no se instalara
en mi mente y me martilleara sin cesar. Y de qué manera se fue
apagando su luz, como si de una gran broma se tratase, después de
traer al mundo una nueva vida. Se fue consumiendo, poco a poco, hasta
que me dijo con un hilo de voz: “cuídale...da tu vida por él. Mi
último hijo, nuestra herencia para este mundo”. Por eso, pequeño,
eres lo único que hace que mi existencia se mantenga al límite y no
me pierda en el mismo abismo donde ahora se encuentra tu madre…
¡Maldigo la tierra donde nací y el día en que vi mi primer
amanecer!
Seguro
que recuerdas el momento en que tuvimos que abandonar lo poco que
poseíamos y partir del gran lago. No hace tanto tiempo de ello, hijo
mío, pero el padecimiento que hemos sufrido me hace ver todo aquello
como si hubieran pasado mil años. Tú, que estás acostumbrado a
correr descalzo y a moverte ágilmente, pero no a huir del miedo, el
horror y la muerte, no entendías que estaba ocurriendo. Cometimos el
error de cruzarnos en el camino de ese miserable que,
aunque en su momento pudiera parecer un faro que con su luz nos
indicaba la dirección correcta, nos engatusó para hacer la peor
travesía de nuestras vidas y estrellarnos contra las rocas.
Tuve que trabajar
engañando a gente tan desesperada como nosotros, para así poder
pagar nuestro descenso a los infiernos. No había otra opción, era
necesario hundirse un poco más hasta tocar fondo, con la esperanza
de que el propio rebote contra lo más profundo de las miserias de
este mundo nos devolviera a un lugar de descanso, seguridad y
tranquilidad. Aunque también podíamos haber dejado pasar esta única
oportunidad y morir con la duda de no haberlo intentando. Fue
entonces, recuerda, cuando nos hacinaron prácticamente desnudos,
como ovejas, en aquella máquina infernal. Fuimos tratados como
simple mercancía, como un bulto que tiene un valor predeterminado
con el que mercadear. A veces pienso que en realidad es así y que
solo somos un producto más en el mundo, el cual adquiere un precio
dependiendo del país o el lugar en el que hayamos nacido. ¿También
se miden tus sueños de esta manera, hijo?, ¿a nadie le importa tus
sentimientos? Creo que solo a mí.
Pasamos días al sol
dentro de aquella inmensidad, una frontera infinita: el gran mar de
arena. Mi abuelo decía que nunca había que viajar y adentrase en el
desierto, que el lago siempre fue nuestro hogar, refugio y sustento.
Que nos proveería de todo lo que necesitáramos y que había sido
así desde el comienzo de los tiempos. El desierto, en su aparente
calma, es traicionero, mentiroso y engulle todo aquello que es débil
y no se encuentra en alerta. ¡Lo que daría por volver a aquellos
días en los que yo era joven y podía escuchar los sabios consejos
del abuelo mientras pescábamos! Pero los tiempos han cambiado. El
agua desaparece un poco más todos los años, los rebaños se mueren
de sed, no hay leche ni pastos para alimentarnos a todos y las almas
despiadadas se aprovechan de las circunstancias. Aquellas, amedrentan
nuestros espíritus y nuestros corazones, siembran su semilla podrida
y hacen crecer el odio en nuestros amigos e hijos. Compran a los más
ignorantes con falsas promesas y dioses. ¿Y qué les importa? Ellos
no pasarán lo que nosotros hemos pasado.
Recuerda, hijo, el
sudor de aquellos que eran como nosotros. Aquellos que nos
acompañaban en el camión, encerrados, solapados unos con otros como
peces recién pescados y apretados en una malla. Descamándonos ante
la agitación de quién se ve atrapado y le falta el aire,
intercambiando miradas de miedo, lágrimas y anhelos de un mundo
mejor. Muchos de ellos quedaron a merced de la arena que, en su ir y
venir constante, habrá ya sepultado miles de sus cuerpos. Ahora
ya no existen, ahora son solo unos fantasmas más que añadir a mi
lista.
Nadie los buscará.
Hijo, la muerte nos
persigue allá donde vayamos durante toda nuestra vida, silenciosa
compañera de viaje de la que nunca podemos escapar. Pensé que
incluso llegaría a darnos alcance cuando aparecieron, como si de un
espejismo se tratara, aquel grupo de personas del desierto. Nos
obligaron a dejar en sus manos lo poco que nos quedaba, y cuando no
tuvimos nada más que ofrecer, violaron a las mujeres que nos
acompañaban para completar el pago. Esposas que tenían un marido a
su lado o que llevaban sus hijos en brazos. ¡Siento que tuvieras que
presenciar eso, mi niño! Nadie en este mundo que busque una vida
mejor merece trato semejante ni estar presente en tan terrible
escena.
Recuerda
que de pronto todo pareció que iba a ir a mejor. Fue cuando
divisamos en el horizonte la silueta de aquella ciudad. ¡Qué
equivocado estaba! ¡Lo siento mi vida! Pensé que el fin de nuestro
viaje estaba llegando cuando nos acercábamos a ese falso ejemplo de
civilización. Creí que dejábamos la muerte atrás, pero en
realidad solo era un paso más hacia ninguna parte, otro muro más en
nuestro camino. Allí nos dejaron, a las puertas de la salvación, y
no nos permitieron entrar. Esperamos durante días a alguien o a
algo, una señal...no sé. Algunos decían que sería pronto, otros
que después, el caso es que tú te lamentabas cada mañana porque
tenías hambre. Yo marchaba en busca de comida y aguardabas en
soledad debajo de aquellas telas rotas, el único techo por el cual
se colaba la lluvia que empapaba la poca esperanza que nos quedaba.
Después, yo volvía al atardecer, con lo poco que había podido
mendigar en la gran valla metálica y te mentía cuando decía que mi
parte ya me la había comido por el camino. No, hijo, lo poco que
podía encontrar era todo para ti. Lo único importante eres tú y lo
que traía en la mano como alimento significaba un pedazo de tu
futuro. Así pasamos muchos días, hasta que llegó el aviso.
¿Recuerdas aquella
noche? Fue cuanto tuve que despertarte de madrugada y tuvimos que
salir corriendo hacia las grandes rocas que había al lado del mar.
Ibas descalzo, te dejaste la piel al saltar de un risco a otro, y la
sal, en las heridas, te hacía llorar de dolor. Aunque la sangre no
te da miedo, te cogí en brazos y pusiste la cara en mi hombro para
ignorar el peligro, mientras yo pisaba con firmeza el suelo húmedo
para no despeñarnos. Te agarraste fuertemente a mí y subimos a
aquella barca tan extraña, que en nada se parece a las que
utilizábamos el abuelo y yo para pescar. Tuviste mucho coraje, ahora
debes demostrarlo otra vez.
Llegó el mar,
nuestra última frontera. Más allá estaba el paraíso prometido,
hijo, el lugar donde deberías crecer en libertad y sin miedos. La
tierra donde dicen que la gente convive en paz y te esperan con los
brazos abiertos. Personas con otro color de piel que nos tratarían
como iguales, nos acogerían y nos darían de comer sin pedir nada a
cambio. Un lugar lleno de maravillas donde se dice que hay trabajo y
dinero para todos. Un sitio donde todo está disponible y al alcance
de tu mano. Estas y otras palabras me habían repetido una y otra vez
aquellos en los que confiamos nuestras vidas a cambio de todo lo que
teníamos.
¡Pero aquella manta
azul que nos separaba de tan singular lugar escondía la peor de las
trampas y un inconcebible destino! Si el desierto fue una dura prueba
para tu pequeño cuerpo, ahora lo concibo como un completo oasis.
Nadie nos avisó cuando nos dejaron solos. ¡Perdóname, hijo, por
haberte metido en tan cruel viaje! Te di mi agua, mi comida, pero nos
habían engañado, nos quedamos aislados a merced de la naturaleza.
Nos dejaron abandonados varios días y varias noches, a la deriva,
víctimas del frío, la lluvia y el sol. Allí, en medio de la nada,
una noche miré hacia las estrellas y me di cuenta de que son las
mismas que podía contemplar desde el sitio donde nacimos. ¡Qué
injusta es la vida! Todo el mundo reunido bajo el mismo techo
estrellado y, a su vez, tan distante sobre el mismo suelo que pisa.
Tan cerca de nuestro destino, tan lejos.
Fue entonces cuando
enfermaste y comenzaste a temblar hasta que decidiste no abrir los
ojos nunca más y dejar de hablarme. Te apreté fuerte contra mi
pecho para darte calor, pero tú solo irradiabas frío y sudor. Los
demás me miraban con una mezcla de tristeza e indiferencia. No sé
el tiempo que pasé así, esperando que me dieras una señal. Eras lo
único que llevaba conmigo, lo único que me quedaba. Tú debías
portar y mantener la memoria de todos aquellos a los que quisimos y
que ya han desaparecido. Debías crecer y jugar, conocer a otros como
tú, amar y tener tus propios hijos.
Y ahora, cariño,
cuando hemos conseguido llegar a esta playa, decides
abandonarme...Mira, viene gente vestida con extraños trajes a
ayudarnos. Nos dan comida y bebida calientes. Ves cómo se cumple lo
que te dije, ahora estás a salvo. Es momento de ver un nuevo día,
un nuevo mañana, pero tengo que hacerlo contigo, no te marches,
acompáñame. Abre los ojos y dime algo. Hemos realizado un largo
viaje y pasado mil límites, pero ahora no debes cruzar esa última
frontera, no, te lo pido por favor. Quédate conmigo en este lado.
PRIMER FINALISTA
´"Contrato de permanencia"
por Ángel Beltrán
Me dolía la cabeza.
Era un desagradable dolor que no cesaba desde hacía ya más de una
hora, como un martillo pilón golpeando la parte lateral del cráneo
sin piedad alguna.
No es la primera vez
que este tipo de dolor irrumpe de manera descarada. La última vez,
de eso hacía cinco días, curiosamente se pasó con una simple
aspirina. Pero por desgracia para mí era la última que quedaba en
el piso y se me olvido comprar más. Ahora, no tenía muchas ganas de
bajar a la farmacia. Con dificultad me acerqué al ventanal del salón
y contemplé con los ojos entrecerrados por el intenso dolor de
cabeza, la imagen que a esa hora de la tarde me ofrecía mi querido
Madrid. De nuevo calor. Un agobiante e intenso calor que aplastaba al
país desde hacía casi un par de semanas. Ola de calor, decían en
los informativos. ¿Pero qué valor tenían ya las olas de calor?
Pensé intentando mostrar una ligera sonrisa de sarcasmo. Afectaba
sin duda a los campos, a los animales, pero ya no a las personas. Al
menos no…
Llamaron a la
puerta. Era Silvia.
—Menuda cara
tienes cariño ¿Dolor de cabeza otra vez? —Me dio un beso en los
labios y fue directa al salón. Cerré la puerta con cuidado y cuando
llegué a su lado ya se había quitado el abrigo, y dejaba la bufanda
y el gorro sobre la mesa. —Me encanta el invierno. Quizá
actualice.
No dije nada sobre
esa idea. Cenaríamos juntos y pasaríamos un agradable y tranquilo
fin de semana en casa. Esa era la idea principal desde el lunes por
la tarde. Nos sentamos en el sofá.
De nuevo el anuncio
en prácticamente todas las cadenas de tv.
—¿Te arrepientes
cariño?— Me preguntó al ver que hacia un gesto de contradicción
al ver de nuevo aquellas imágenes. Negué con la cabeza. Yo también
lo tenía contratado. De hecho fuimos a la oficina juntos y
conseguimos un precio especial por ser pareja y vivir juntos (de
hecho no vivimos juntos, pero aquello fue solo una pequeña
mentirijilla). Pero… empezaba a tener mis dudas. Claro que te lo
vendían como algo único y especial. Porque realmente lo era. Pero
como digo, empezaba a tener mis dudas. No solo era el dolor de
cabeza, que avisaron que podría suceder aunque no era peligroso ni
grave, sino que también había pequeños detalles, de los cuales no
dijeron nada, mucho más alarmantes como por ejemplo que afectaban
directamente al trato con el resto de los humanos a diario.
Afortunadamente trabajo en casa (soy escritor) y mi trato con más
seres humanos se limita a cuando Silvia y yo salimos o vienen amigos
y amigas a casa para comer o cenar.
Silvia me cogió de
la mano y cruzó su pierna izquierda por encima de las mías. Sentí
sus labios rozar los míos. En la televisión de nuevo el anuncio.
Era como si lo hubiesen emitido dos veces seguidas. «Que el clima no
interceda en tu vida normal» proclamaba una atractiva modelo en
medio de un desierto, seguramente añadido con fondo verde, y vestida
con un abrigo. «Personaliza el clima a tu gusto. Vive un eterno
verano, o un invierno de once meses. Con nuestro nuevo producto ahora
puedes conseguirlo».
Y aquello que
ofrecían no era nada más que un microchip diminuto con acceso a
internet que la compañía de telefonía te insertaba en la sangre
con una simple vacuna. Un pinchazo en el brazo y el microchip
recorría las venas mezclándose en la sangre hasta llegar al
cerebro. Una vez había llegado, el microchip reconocía la zona y se
«pegaba» literalmente al lóbulo occipital y desde allí se
conectaba a internet y accedía al resto del cerebro afectando a la
sensibilidad humana. Eso hacía que la persona, mediante banda ancha,
tuviese frio… calor… o la sensación que quisiera elegir desde
una app (cortesía de la empresa) en el móvil.
Y resultaba más que
curioso ver en la calle cómo la gente que lo tenía contratado,
elegía su propio clima antes de salir y se vestía para la ocasión.
Gente abrigada como en pleno invierno, gente con pantalón corto y
sin camiseta se cruzaban en la misma calle independientemente del
tiempo real. La sensación de estar en invierno o verano, o primavera
la programaban en la app del móvil.
—Deberíamos
anular el contrato —murmuré sintiendo los labios de Silvia
recorrer mi cuello—. Creo que no es bueno.
—Sabes que no
podemos. Existe el contrato de permanencia, dieciocho meses. Y solo
llevamos cuatro—. Me miró a los ojos. Estaba sentada sobre mí, y
me gustaba aquella sensación —¿Quieres que paseemos un rato? Te
aliviará un poco el dolor de cabeza.
Estaba preciosa con
aquel abrigo oscuro, los guantes, la bufanda y el gorro de lana.
Adoraba los inviernos, era su debilidad, por eso quería actualizar
el contrato, para tener todavía los inviernos más duros y largos.
Por mi parte, también me gustaba el frio pero también me agradaba
pasear cuando llovía, yo prefería el otoño. Llevaba mi gabardina
abrochada al máximo y el paraguas cubriéndonos a los dos. La
sensación de lluvia era tan real como la lluvia de verdad. A ella no
le hacía falta protegerse de la lluvia, pero iba agarrada a mi brazo
y pegada a mí.
Paseábamos calle
abajo, tranquilamente. Gente vestida de verano, de invierno, de
primavera, se cruzaban ante nosotros haciendo sus habituales vidas
bajo el clima que elegían para ese momento. Pocos metros delante de
nosotros, un grupo de personas parecían concentrarse junto a un
bloque de viviendas. Continuamos paseando, pero enseguida nos vimos
casi en medio de aquel revuelo que agitaba a esas personas.
—¿Qué ocurre?
—pregunté a un hombre que parecía salir del grupo. Decenas de
personas formaban un círculo frente a la fachada del bloque.
—Un chaval. Un
chaval se ha tirado desde el octavo piso— contestó mientras se
alejaba.
Y entonces pudimos
oírlo. Las voces empezaban a llegarnos con abrumadora claridad. «Es
la app» decían unos. «El tiempo personalizable» decían otros muy
asustados. «Están volviendo loca a la gente» «Nos derrite el
cerebro» gritaban. «Es un asesinato en masa» vociferó un hombre
que salió del grupo y nos miró un instante con los ojos fuera de sí
antes de salir corriendo con las manos en la cabeza y gritando «está
ocurriendo, está ocurriendo, ya ha empezado»
Silvia y yo nos
miramos con gesto de preocupación y desconcierto. La gente tiende a
exagerar, a culpar siempre a alguien o algo de sus propios males.
¿Pero llevarían razón? Cierto era que siempre habían existido
sospechas sobre ese producto. Centenares de webs y vídeos alertaban
sobre los peligros que acarreaba el microchip. Pero también era
cierto que nunca había sucedido nada. ¿O sí? Era tanta la
información que adsorbíamos a lo largo de los días, y desde
diferente medios, que al final uno empezaba a dudar qué era verdad y
qué era falso.
Volvimos a casa. El
dolor de cabeza no cesaba. ¿Serían los dolores de cabeza los
primeros síntomas? ¿Terminaría haciendo una locura, como por
ejemplo tirarme desde la terraza, por culpa del microchip? Solo nos
quedaba esperar. No podíamos anular el contrato de permanencia.
SEGUNDO FINALISTA
´"Tentación"
por María Luisa Clemente Muñoz
Es un día cualquiera del primer mes de otoño. El calor
y la luz se van acortando poco a poco bajo un cielo que gradualmente
se va haciendo oscuro. Las nubes han pasado por distintas fases de
color y espesura hasta convertirse en grandes masas encrespadas. El
aire huele a la humedad característica que precede a las tormentas.
En un lugar apartado, donde tan solo habitan flores,
frutos y semillas, se encuentra Ella. Asentada a más de dos metros
de altura entre la espesa enramada que puebla la copa caducifolia,
escucha el susurro del viento, que conforme se va acercando, silva
con más fuerza arrastrando con él todo lo que encuentra en su
camino. Es el preludio de la tempestad que se avecina. De pronto se
desató un recio vendaval capaz de sacudir hasta los sueños y que
irrumpió en su ser como una fuerte bofetada, zarandeándole
bruscamente de un lado para otro. Entre tanta agitación, intentó
forcejear con todas sus fuerzas, pero fue inútil, la sacudida se
impuso sobre el asombro y terminó cayendo sobre el suelo limoso
tapizado en ese momento con una alfombra de hojas marchitas, que la
acogió en su seno como si de una mullida cuna de algodón se
tratase. Por unos instantes, allí permaneció sola, triste y un
tanto desorientada. ¡Pero… ni una magulladura! -se dijo- ¡Qué
suerte la mía!
Cerca, a pocos metros de distancia, me encuentro yo. Yo
soy un hombre soñador, viajero andante y peregrino que me gusta
caminar por los senderos de la vida al más estilo Robin Hood,
buscando de entre la libertad sus secretos. Hoy, como cada tarde, he
salido a correr por las calles de la ciudad. Según avanzo, voy
dejando a un lado los edificios para adentrarme después en un huerto
de árboles frutales alejado de la gran urbe y de los ruidos que
rompen la monotonía y la rutina de una vida. Pasado un tiempo, el
cansancio empieza a avisarme y es entonces, cuando busco mi asiento,
mi lugar preferido… mi refugio: un banco de madera que se encuentra
solo, casi olvidado, escondido bajo las frondosas ramas de un árbol,
las cuales impiden pasar los rayos de sol estivales, e incluso, el
frío más invernal. Una vez acomodado sobre él, con la respiración
menos acelerada y con el ánimo más relajado, comienzo a degustar
uno por uno todos los detalles que conforman mi ahora. A mi alrededor
todo se me antoja hermoso: el olor de los frutos, el color de la
naturaleza que deambula coronando el horizonte de ocres y naranjas y,
ante todo la calma que reina en el ambiente. Muy rápidamente observo
que la atmósfera donde antes asolaba un calor casi bochornoso, se
vio sometida de pronto a una fuerte ventisca El bufido del aire a la
par que el frío, se hacía cada vez más intenso, atreviéndose a
envolver mi cuerpo en serpenteantes escalofríos que recorren mi
espalda de arriba abajo y de abajo arriba, sin concierto alguno. Pero
tales inclemencias no me impiden disfrutar de este momento en el que
mis recuerdos expían cada hueco clandestino de mi alma y luchan por
salir en una especie de libertad salvaje.
Súbitamente, mis reflexiones se detienen al escuchar un
ruido extraño, largo y misterioso que terminó en un golpe seco,
algo parecido a un quejido, que no llega a ser estruendo, pero sí lo
suficientemente intenso como para despertar el silencio de mi soledad
y helar un poco más la sangre de mis venas. Vuelvo entonces la
cabeza para atrás, miro de un lado para otro, pero no observo nada
raro. Un tanto intrigado, me levanto y sigo las huellas que me
conducen hasta el lugar dónde nace la alerta. Una vez en el sitio,
me agacho e inclino la cabeza para observar más de cerca lo que ven
mis ojos. Y allí se encuentra Ella tendida sobre la tierra, enredado
su color bermellón entre las sombras de los ramajes verdes.
Hay un silencio. Apenas son unos segundos, pero parecen
siglos. Al final de esos segundos, apoyo mi mano sobre su cuerpo. Me
sorprende el brillo de su piel y me sorprende también que después
de la caída, el brillo continúe intacto. De inmediato, un gesto
casi pueril emerge del incendio que acaba de desatarse en mi interior
al contemplar tan exultante belleza.
¡Está intacta! -pienso- mientras abro mis manos para
acunarla delicadamente entre ellas. Luego, comienzo a mecerla entre
el calor de mis dedos mientras una vorágine de pensamientos fluye
por mi mente con vaivenes de una decisión incierta.
Al final, es la propia decisión quien se arriesga por
mí y emprendo el trayecto de vuelta a casa con Ella entre mis
brazos. Camino por la orilla del arroyuelo que sirve como arteria de
riego a las huertas. El suelo comienza a desprender de golpe, un
intenso olor a tierra mojada, a la vez que el cielo se va rompiendo
por la acción de los rayos y truenos que con gran intensidad se
atreven a fisurar la oscuridad reinante. Las primeras gotas de agua
no tardaron en caer. Es entonces, cuando doy más celeridad a mis
pasos sorteando algún que otro charco, para evitar que el fuerte
chaparrón me caiga encima.
Entro por fin en mi hogar, subo las escaleras y me
dirijo a la mejor de sus estancias: la cocina. Entre el desorden que
flamea por todas partes, percibo la mesa del rincón que está junto
a la ventana y sobre ella un cuenco de latón, el lugar idóneo donde
asentar mi presa y, allí la coloco junto a las demás piezas. Ahora,
sobresale Ella entre las demás como la guinda del pastel, como un
hada en el Edén, como si de la Blancanieves del cuento se tratase.
Tiene sus caprichos el silencio, por lo que yo
permanezco impasible, sentado en una silla mientras no paro de
mirarla. La miro como si fuese el retrato de una pintura abstracta,
de esos que hay que separarse para apreciar mejor su imagen. La
observo con admiración, incluso con devoción, queriendo reconocer
en Ella todos los conceptos que la definen como la reina del paraíso,
la diosa de las confituras, la amante del bienestar, la musa de los
bodegones y tantas y tantas veces la heroína del poeta.
Pero ese silencio recobra su marcha y decido acercarme
hacia Ella. Lo hago muy despacio, con pasos cortos y muy lentos como
si me costara mantener el equilibrio y para no dejarme aplastar por
la euforia. Doy primero un paso, después otro, siempre calculando el
espacio que nos separa, como si la culpa me advirtiera de no dañar
su hermosura. Pero en verdad, yo solo quiero cogerla e impregnarme de
la fragancia que desprende su piel. Lo intento… casi la cojo… se
me escapa. Lo intento de nuevo, hasta que finalmente consigo
atraparla. ¡Ya la tengo! -grité-. Mis manos ya la sostienen
delicadamente como si la perla de una concha se tratase. Permanezco
unos instantes en estado de suspensión sin atreverme a pestañear, a
la vez que mi pecho sube y baja al ritmo de unos latidos que suenan
desorientados. La acaricio y contoneo su cuerpo de redonda inocencia
y mejillas arreboladas con las yemas de los dedos, quedando mi ser
exhausto por el atractivo que desprende una simetría tan perfecta,
con una luz tan intensa capaz de iluminar la penumbra.
De pronto, el deseo se cuela por las grietas de mi
estómago hambriento, el cual me alerta, me grita, bulle y estalla,
ordenándome que la eleve hasta rozarla con mis labios. Y así lo
hago. En este punto ruge la pasión que mi juicio no controla
transformando en deseo una tentación irresistible.
Primero paseo mis labios por su cuerpo emitiendo la
ternura de un adolescente enamorado, después con un cuidado
exquisito, urdo mis dientes en Ella, atravesándola la piel con la
misma intensidad que provoca una descarga eléctrica y saboreo cada
mordisco como si fuera el último.
Me relamo una y otra vez, bebo de su miel y visto de
saliva su néctar degustando su sabor con las fauces de mi boca y
reteniéndolo en ella hasta inundarla del todo.
Es en este momento cuando creo soñar y me sumerjo en un
olvido del que no quiero despertar. -¡Humm que delicia!-. -¡Qué
gusto!-. -¡Qué placer!-. Son gemidos que a modo de estremecimiento
brotan de mi garganta al compás de cada uno de los pedacitos que van
cayendo por dentro de mi tórax. Siento como si Cupido hubiera
lanzado su flecha sobre nosotros quedando fundidos los dos en uno, en
el paroxismo del placer.
Poco a poco, cierro los ojos y con ellos cerrados
permanezco algunos minutos. Los vagidos cesan, la respiración se
adormece y la dicha que arde en mi interior comienza a disiparse como
arrastrada por el viento hasta quedar difuminada tras una espesa
cortina de sensaciones.
La satisfacción que rodaba antes por mi rostro se torna
pálida al quedar mi existencia abandonada a la pena y al dolor de
comprobar entre mis manos pegajosas, que el esqueleto anaranjado,
adornado con lo que parecen dos lágrimas negras, pertenece a una
hermosa MANZANA y, que llevada por la corriente del destino, ahora
yace en el letargo de mi abdomen.
Fue entonces cuando inspiré el olor de la vida,
comprimí el aliento, y todo me pareció celestial.
El remedio para librarse de una tentación es
sucumbir a ella.
Si resistís, vuestra alma enfermará de deseo.
(Oscar Wilde).
TERCER FINALISTA
´"El último refugio"
por César Hurtado Trialaso
Cuatro décadas lleva Paolo
persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada
ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarlo. Él intuye
que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que
según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y
si realmente no lo vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, y ¿si
me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo.
Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de
madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: una antigua
casa de campo cerca de Charenton-le-Pont. No muy lejos de donde el
Marne se une al Sena. Me instalé en la casa hace algo más de una
semana. Mi nombre es Marco Flaminio, de ascendencia argentina. Soy
especialista en centauros portugueses.
Le observo caminar con
dificultad sobre la hierba húmeda y detenerse suspicaz, apoyado en
su bastón, en el tramo final de los escalones que salvan las dos
alturas del jardín. Debe desorientarle el humo que surge de la
chimenea. Sabe que mis guaridas cobijan a la bestia dormida, pero la
apariencia externa es la de un rostro impenetrable, una máscara
incolora que mimetiza los signos delatores de mi presencia. Sé que
elucubra que ha errado, pero este viejo es tozudo y desconfiado y,
por supuesto, maneja la posibilidad de que se trate de un truco.
Aunque generalmente me decanto por la inmovilidad y, con ello, la
contención de la respiración, ambos sabemos que no sería la
primera vez que juego al despiste. He distorsionado mis huellas. Las
he multiplicado. He dejado tres sombras en cada bifurcación de un
sendero. Pero Paolo es listo. Su cabeza debe estar bullendo ahora
mismo, comparando esta escena con todas las situaciones registradas
con anterioridad. Después de tantas partidas entre nosotros, se
dispone a analizar cada detalle, por nimio que, a priori, parezca.
Conoce perfectamente que un error de anticipación, un señuelo
desapercibido, cualquier variable no cuantificada, le llevarán de
nuevo a la desesperación. Yo, por mi parte, sé que Paolo es un
perseguidor encomiable y, a pesar de mi experiencia y de mis
capacidades, reconozco sin ambages que en más de una oportunidad
escapé por puro azar.
Las primeras gotas de lluvia
parecen despertarle y se encamina de nuevo hacia la casa. A estas
alturas, su figura encorvada me enternece. Quizá sea el último
reducto de mi empatía, producto de la certeza de que nunca
experimentaré ni su cansancio, ni la obscenidad de ese cuerpo nudoso
y flácido. Se reitera en mí el pensamiento de intentar discernir
cómo ha llegado hasta aquí, cómo aún tiene fuerzas para seguir
buscándome. Llevo cuarenta años huyendo como un animal. Por su
ignorancia, por su afán improbable de alcanzar el conocimiento. Otro
ya habría desistido. Hubiese admitido que soy fruto de una
duplicidad casual. A veces considero que debería haberle matado,
pero soy consciente de que no podría vivir eternamente con la carga
de dos crímenes.
Recuerdo a Paolo cuando era
niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojos azules. Su madre no era
exactamente hermosa, pero significó para mí el fascinante resultado
de un complejo itinerario de azares. Me recordaba a Olivia de un modo
aterrador. En ese tiempo, cuatro refugios estables me separaban ya de
su existencia. La pérdida de Olivia operó en mí un cambio
drástico. Me volví taciturno, amargado, presa de un desasosiego
inefable. Quizá por eso me aproximé de un modo tan mezquino a la
familia de Paolo, a la figura deliciosa de la madre. A veces,
receptora de ciertos tonos de luz, más frecuentes en fragantes
atardeceres de otoño, y de unos acuciantes y efímeros déjà vu que
padecí al unísono, tuve la alucinación de que era realmente
Olivia. Fueron unos lustros verdaderamente lúdicos. El padre de
Paolo era un señor importante, un pensador egregio. Yo me hacía
pasar por un teórico, un crítico, un observador. Conversábamos. En
aquella época, la acción no estaba bien vista. La masa suda
estulticia, sostenía él con una mueca cínica en los labios. Una
sobremesa, advertido por la transpiración de su frente y una
respiración dificultosa, me sobresalté al percatarme claramente de
los primeros signos de su deterioro. Pareció captar el motivo de mi
perceptible movimiento, porque frunció el ceño, surcado de arrugas
atroces, y en tono melancólico inquirió cómo hacía para
mantenerme tan en forma. Orlando, me dijo, me acompleja tu
resistencia al paso del tiempo. Empalidecí un instante, mas él
encendió un cigarro y las volutas de la primera bocanada velaron su
mirada sombría. Intuí que se agotaba el período prudencial de
tiempo que, a causa de mi condición, me impongo cumplir como una ley
inderogable. Cuando, ya anocheciendo, me despedí de ellos, no podían
imaginar que sería para siempre. La madre agarraba a Paolo de una
mano. El padre sonreía satisfecho. Yo poseo lo que ansían los
hombres, pero ese tipo tenía todo lo que para mí es inaccesible.
Tuve que huir de nuevo. Mi
índole exige sacrificios enormes. Ciertamente, se me antojan
demasiados, aunque supongo que deben corresponder a la categoría de
mi privilegio. Pero vivo sumido en incertidumbres. Apenas tengo
respuestas. No sé por qué he sido elegido, tampoco si soy el único.
Desconozco también si algo o alguien tuvo que ver en la selección,
o si solo soy el resultado de un cúmulo arbitrario de desórdenes en
mi gestación. Y, por supuesto, tuve que conjeturar mi naturaleza. No
fue sencillo asimilarla. Tampoco resolver si es un presente o un
castigo. Sobrevivir conlleva renuncias excesivas. Y desaparecer de
improviso es la más extenuante de ellas. Volatilizarte como si nunca
hubieses estado en ninguna parte. Evito llamar la atención y hacer
amistades. Esquivo los lugares populares y los acontecimientos que
serán históricos. Pugno por no regresar. Pero, en alguna ocasión,
sucumbo al abismo insondable de la soledad. Y eso acaba dejando
marcas, indicios. Me estremezco imaginando que alguien me busca. Un
amigo, un mero conocido, un vecino al que le fui simpático. Tras
alguna fuga, alguien debe de haber pensado en mí, haberse preocupado
o simplemente interesado; sería lógico que una persona curiosa o
desconfiada o aburrida no se explicase mi partida intempestiva. Sé
que es imposible, pero pensé que moriría en alguna de esas huidas
vertiginosas que me trasladan a distancias considerables. Cuando al
fin puedo descansar en un nuevo refugio seguro, me abandono a las
inquietudes finitas y lloro. Estoy solo. Por siempre. Más tarde
vuelve la calma. Y la vanidad.
Muchos años después, Paolo
y yo nos encontramos en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una
ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que
hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más
sutil del paraje más inaccesible, que en ese pandemónium de
hormigón y acero. Pero sucedió. Los pocos que podían reconocerme
me llamaban Ganímedes. Vivía en un rapto de pasiones execrables.
Dormía con cuerpos que no podía precisar y bebía néctares poco
divinos. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente.
Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno o,
acaso incólume, del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del
brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana, murmuró mi nombre de
entonces. El de su niñez. Orlando. Asustado, le golpeé
instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa
noche, él rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento
treinta. Desde entonces, Paolo me
persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento.
Nunca
más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados,
aunque debe reconocer fácilmente mi olor a sudor y miedo, el calor
de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me entretengo
especulando qué harían conmigo ahora, en esta época, en caso de
descubrir semejante hallazgo. Obviamente, temí más los tiempos de
las hogueras, de los inquisidores, de los circos ambulantes que
ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales.
Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de
paso. En unos minutos le franquearé la puerta. Confío en que su
intención no es delatarme, pues sospecho que nunca estuvo tentado
por la fama o el dinero. Tampoco le tengo por sádico. Además, en
pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y pienso que un
encuentro sería el epílogo más honesto.
He encendido la luz y
descorrido las cortinas. La sombra recortada de mi silueta, más que
visible, es casi palpable desde el jardín. Advierto divertido cómo
ha parado en seco. Pobre Paolo. Soy consciente de que ahora mismo ha
asumido su derrota. Jamás yo sería tan incauto de asomarme de ese
modo a una ventana. Si fuera más joven se daría la vuelta sin
remedio. Pero está extenuado. Aterido. Al borde del llanto. En breve
llamará a la puerta. Es tan tímido que quizá toque con los
nudillos. Se figurará encontrar a cualquier persona de este mundo.
Rogará algo caliente. Descansar un rato. No se preocupe, me iré
enseguida, pensará anunciar a su anfitrión desprevenido. Pobre
Paolo. Ahora me doy cuenta de que te debo tanto. Necesitaba sentir el
apremio del tiempo que se agota. Experimentar la furia creadora que
emana volcánica de esa carrera contra el olvido. El olvido que es
vuestra muerte.
Yo espero establecerme
durante un nuevo período de seguridad aquí, en Charenton-le-Pont.
En esta misma casa donde viví hace más de un siglo con Olivia, la
única mujer a la que he querido y, por ello, la única a la que
confesé mi secreto. Fue una romántica noche de luna llena. Dispuse
una mesa en el jardín, le pedí que se sentase y abrí un Château
Margaux. Recuerdo que no reaccionó como yo esperaba. Transitó de la
incredulidad a la histeria en una brevedad alucinante. La crispación
de su mano estalló el cristal de Böhmen. Al ver la sangre, mezclada
con el vino, su rostro palideció. Me observó como si fuese un
extraño y se dirigió, apresurada y torpe, hacia la casa. Entonces
comprendí que, tarde o temprano, acabaría revelando mi naturaleza
inmortal. Aquella misma noche tuve que matarla. La luz de la luna
afianzó mi camino y mi decisión. Descansa para siempre en el fondo
del Marne. Su recuerdo es insoportable. Y eterno.
CUARTO FINALISTA
´"No es solo un Club de Lectura"
por María José Pardo Cardenete
¿Alguna
vez os habéis parado a pensar para que sirve un “Club de Lectura”?
¿Que hacen las personas que participan en él? ¿Que ritmo de
lectura llevan? ¿Quien los dirige? Nos pueden surgir muchas dudas al
respecto. Hoy os voy a contar una historia que os va a ayudar a
conocer un Club de Lectura desde lo más profundo de sus entresijos.
Había
una vez unas vecinas que vivían en una Urbanización. Todas
acompañaban sus horas de un libro. De un modo u otro se sentían
solas, y a pesar de vivir muy cerca, de compartir el mismo espacio y
la misma afición, no se conocían entre ellas, no de ese modo íntimo
por el que las personas afines pasan de ser meras vecinas a compartir
sentimientos creados por una afición común. Cada una se ponía a
leer en un rincón de la piscina durante las largas tardes de verano,
algunas en la silla plegable que ponían en el césped, otras
tumbadas en la toalla y otras en su casa, en solitario, cada una
tenía su lugar preferido. Un buen día el destino o quizá la
casualidad hizo que decidieran reunirse para leer el mismo libro.
Dejaron de mirar unas hacia el “Viento
del Este”
y otras hacia el “Viento
del Oeste”,
y en aquella “Buena
Tierra”
decidieron juntarse para crear un Club de Lectura que convirtiera esa
pasión compartida en algo más divertido y constructivo. Leerían
todas el mismo libro y hasta el mismo capítulo. Empezaron su
proyecto con gran ilusión. Un proyecto que fue creciendo a medida
que otras vecinas se iban sumando a él, todas eran bienvenidas.
Pero precisaban de una persona que les ayudara a encontrar los libros
que necesitaban y a orientarse cuando se creían perdidas. Así
fueron a pedir ayuda a un Castillo Mágico con forma de Biblioteca
donde encontraron a su Hada Madrina, una bibliotecaria capaz de
agitar su varita mágica para conseguir los libros que muchas veces,
sin saberlo, todas deseaban.
Pasó
el verano y siguieron con su cita semanal, casi todas intentaban
asistir, pero de forma inevitable siempre surgía “La
Infiel” que
por algún motivo en contra de su voluntad, fallaba al encuentro.
Descubrieron nuevos autores, aprendieron que “Bajo
el sofá”de
cada casa se pueden esconder muchos secretos y en las lecturas que
compartían lograban que sus sensaciones brotaran “A
flor de piel”,
también aprendieron que los sentimientos más profundos del alma se
escriben con “El
bolígrafo de gel verde”,
y en una tarde de “Niebla”
una
“Doncella”
se asomó a la ventana, asombrada por el escándalo. “¡Como es
posible que puedan entenderse todas hablando a la vez!”.
Entre
lectura y lectura también compartieron salidas y encuentros con
autores, a cual más enriquecedor, hicieron un guiño a la
gastronomía china, conocieron al gran Javier Moro y se dieron un
paseo por Toledo con Eloy Moreno, momentos inolvidables que poco a
poco iban atando más fuertes esos lazos de unas personas que
comenzaban siendo vecinas y seguro que acaban siendo amigas. Cada vez
tenían más ganas de leer libros mientras mantenían la esperanza de
que apareciera un príncipe azul con el estilo de “Dr.
Enguel” que
se sumara al Club para animar de un nuevo modo sus ratos de lectura.
El tiempo fue pasando con la fuerza que pasa la vida y
estas mujeres continuaron sus lecturas, sus reuniones, sus cenas, sus
salidas, sus excursiones y alguna que otra actividad que siempre se
les ocurría. Con sus libros viajaban en el espacio y el tiempo hacia
donde ellas querían, pasaron grandes momentos juntas, pero también
atravesaron algún momento difícil, más que difícil, pero esos
momentos las hicieron más fuertes y los lazos que las unían se
apretaban cada vez con más energía y así fueron entendiendo que se
tenían las unas a las otras.
Con
el invierno llegó la “Niebla
en Tanger”, donde
descubrieron que una historia se puede escribir dentro de otra , y
que Tánger era una ciudad rodeada de misterio donde nada es lo que
parece. Este libro les abrió el apetito y decidieron irse a cenar a
un restaurante marroquí encantado donde un camarero las trató como
reinas y las sorpresas se multiplicaban gracias a dos grandes genios
que sabían como hacer magia.
Mientras leían seguían esperando la llegada de un
príncipe azul que se quedara en el grupo con ellas, no tuvieron
suerte, solo apareció uno, pero su presencia fue tan fugaz que
siguen anhelando la llegada del siguiente, uno de verdad, uno que se
quede.
Continuaban
con sus reuniones “Las
chicas de los Martes”
y junto a las protagonistas peregrinaron a Lourdes entre esas risas
que les permitieron identificarse rápidamente con ellas.
El
siguiente viaje fue en el tiempo, gracias a él conocieron a Carlos
V, el emperador, y a todas las mujeres que le amaron. “Por
amor al emperador”
se adentraron en la historia, una historia con la que llegaron
paseando bajo la lluvia hasta el lugar donde acabó sus días aquel
monarca al que todas y cada una de ellas de una u otra manera
aprendieron a amar.
Seguían
su andadura por los libros cuando de repente vieron un “Abuelo
que saltó por la ventana y se largó”,
este salto les llevó hasta Suecia, allí corrieron diversas y
extrañas aventuras, no todas las disfrutaron del mismo modo, pero
aprendieron que el humor y la vida se viven de manera diferente en
cada país.
Estas
mujeres tenían muy fácil continuar con su afición a la lectura,
entre ellas había un Hada Madrina que siempre les conseguía los
libros que querían. Cuando pedían un título, como por arte de
magia,lo conseguían. Dita no lo tuvo tan fácil, la “Bibliotecaria
de Auschwitz” las
llevó a recordar un mundo que no debió de existir, un mundo que no
ha de olvidarse para que jamás se vuelva a repetir. Dita, además,
las llevó a Madrid y a la oscuridad de la exposición sobre
Auschwitz, pero también a la luz de los pequeños momentos, la del
paseo por la ciudad, la del sandwich sorpresa que siempre alguien
está dispuesto a preparar, y la luz del tiempo compartido juntas.
Siguieron viajando por Egipto y allí conocieron una cultura nueva,
totalmente desconocida , tanto como los vecinos tan peculiares que
encontraron en “El
Edificio Yacobin”. Aunque
tampoco
se diferenciaban tanto de los suyos. ¿o tal vez si...?.
Después
pararon a conocer a Reyes Monforte, una autora en el pasado les
marcó, pero ese día no pudieron ser su bastón de apoyo, Esto no
las detuvo, pues descubrieron que en los campos de “lavanda”
se
respira un “aroma”
tan
especial como el de las pizzas que juntas acabaron degustando para
poner el broche de oro a su jornada.
El
barco finalmente llegó al puerto de Nueva York. Allí se encontraron
con “Las
Hijas del Capitán”,
que les mostraron esa gran ciudad. Callejearon juntas, disfrutaron y
sufrieron con ellas el mundo español de los inmigrantes y
descubrieron que un libro no siempre acaba como esperas sino con la
magia que cada autor quiere darle.
La
historia de nuestras amigas continuaba entre libros y lecturas.
Pasaron un verano ajetreado intentando ser “Doña
Perfecta”,
pero no lo consiguieron pues cayeron en más de una ocasión en “Mi
pecado”
. Durante esos días tan largos algunas viajaron, otras buscaban un
rincón lector único y especial para su reto de verano, incluso
tuvieron tiempo para disfrazarse juntas. Pero lo más especial fue
que una de ellas consiguió cumplir uno de sus sueños, ser
bibliotecaria por un tiempo, y lo fue, y en esos días fue feliz,
inmensamente feliz de poder trabajar junto a uno de sus grandes
amores, los libros, se convirtió en la nueva Hada Madrina del Club.
El
curso comenzó de nuevo, y viajaron a Noruega. Se metieron de lleno
en “El
corazón de los Fiordos”,
donde conocieron una familia muy peculiar, nuevas costumbres grandes
paisajes. Cuando todavía estaban saboreando aquellos rincones
sintieron que “La
Tierra se movió bajo ellas”
. Así se sumergieron en la interesante lectura, de Iván Baeza, un
autor que aunque de momento no era famoso fue un gran descubrimiento
y estaban convencidas que algún día será grande. Incluso le
conocieron y le hicieron un dulce recibimiento que juntos disfrutaron
por igual
Pero
no todo era leer, también la montaban allá dónde iban, Disfrutaron
en el cine como “Cuando
ellas quieren”,
fotos, risas, palomitas.... Después vieron a Lola Herrera, tan solo
compartieron “5
horas”,
pero con
Mario
disfrutaron del buen día que pasaron juntas.
Y
de un país cercano llegó “El
francés de los gusanos” para
hablarles de la Real Fábrica de sedas de su ciudad, su autor se les
presentó el libro y a todas les admiró esa historia tan
desconocida. Esta dio paso a Alberto Vázquez Figueroa, que les
habló de su gran vida, y a
“Suleiman” (que
les confesó como “Se
llamaba”
y lo que le costó alcanzar su país a bordo de una patera). Y el mar
se convirtió en ría, y por la ría llegaron a Bilbao para descubrir
“La
ciudad de los ojos grises”,
una historia extraordinaria y emocionante que les trasladó al
momento del gran cambio en esa ciudad.
Las chicas del Club de Lectura pronto se dieron cuenta
de que lo importante del viaje era hacerlo juntas, remando siempre en
la misma dirección. Así se regalaron sorpresas, se acogieron en sus
casas, se ayudaron contando las unas con las otras para conservar esa
unión que tanto les aportaba. Esa unión que las convirtió en
amigas, en páginas de libros que jamás dejarán de conducirlas a
nuevas aventuras, a nuevas sorpresas, a nuevos descubrimientos. Nunca
más volverían a sentirse solas pues compartían no solo un Club de
Lectura sino grandes momentos de sus vidas.
Buenas tardes. Soy Ángel Betrán (Ángel Gimenez Cano) primer finalista de la tercera edición. Ya hablé con la directora de la Biblioteca José Hierro referente al error en mi nombre. Pues Ángel Beltrán es el seudónimo con el que firmo mis novelas. Les pediría por favor a ver si lo podían cambiar. Muchas gracias.
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