PREMIADOS TERCER CERTAMEN


GANADOR
"La última frontera"
por David Morales Díaz

     Recuerda, hijo, aquellos días en los cuales pasábamos las horas intentando encontrar algo que nos permitiera llevar un pedazo de comida a la boca. Y tú, tan inocente y bondadoso, nos ofrecías lo poco que habías podido conseguir. Recuerda las duras jornadas de sol a sol, en las cuales nuestros cuerpos temblaban por el hambre y deambulábamos por los caminos y veredas, viviendo de la caridad de nuestros vecinos, muchas veces más famélicos que nosotros y que, seguramente, en un día cercano, estarían también llamando a la puerta del mundo de los muertos. Recuerda las sucesivas noches en blanco, una tras otra, pensando en si el sol saldría de nuevo para nosotros, en cómo arrastraríamos nuestra desdicha en un nuevo amanecer y así poder aguantar unas horas más con vida.

     Recuerda todos aquellos a los que hemos querido y ya no nos acompañan. A tu abuela, la cual tuvo que dejarse caer en el suelo como si de un despojo se tratara, convertida en un objeto a merced de los animales carroñeros y de lo inmundo. Sabes, fue valiente, un día le llegó la rendición y nos invitó con la mirada a que partiéramos sin ella. A tu hermana mayor gritando, pataleando en brazos de aquellos hombres de mirada maligna, seres poseídos por el peor de los espíritus, gente sin alma…       ¿Qué habrá sido de ella y de su belleza? ¡Prefiero su muerte a que padezca una vida de dolor, horror y humillación! Recuerda a tu madre pariendo a tu otra pequeña y desgraciada hermana. Tuve que envolverla en una mortaja que perteneció a otro cadáver, a merced de que un golpe de magia se llevara su inocencia rápidamente al otro mundo, como si su pequeño cuerpo, aún caliente, tan frágil nada más ver la luz, nunca hubiera estado entre mis brazos.
     Hijo, no puedo cavar con mis propias manos una tumba para mis seres queridos. No tengo medios ni dinero. Por eso he tenido que dejar los cuerpos maltrechos y consumidos cerca del lugar en el que nacieron, en un país y una ciudad donde, si no hubiéramos sido como juguetes en manos de los poderosos, nuestros muertos hubiesen crecido fuertes, robustos y con un futuro prometedor. Cada noche, sus almas me persiguen entre lamentos y susurros, me arrebatan el sueño hasta que llega la mañana, aparecen sus caras pálidas delante de mí y me preguntan por qué no les di una oportunidad, o al menos, un futuro incierto. ¿Acaso soy yo el responsable de lo que nos está ocurriendo?
     Recuerda, hijo, los sollozos y el llanto de tu madre, un leve sonido que no se convirtió en lágrima porque su cuerpo estaba seco, pero que se transformó en un torrente lastimero cuando salió de su garganta. Lo sé, llegué a taparme muchas veces los oídos para que su lamento no se instalara en mi mente y me martilleara sin cesar. Y de qué manera se fue apagando su luz, como si de una gran broma se tratase, después de traer al mundo una nueva vida. Se fue consumiendo, poco a poco, hasta que me dijo con un hilo de voz: “cuídale...da tu vida por él. Mi último hijo, nuestra herencia para este mundo”. Por eso, pequeño, eres lo único que hace que mi existencia se mantenga al límite y no me pierda en el mismo abismo donde ahora se encuentra tu madre… ¡Maldigo la tierra donde nací y el día en que vi mi primer amanecer!
     Seguro que recuerdas el momento en que tuvimos que abandonar lo poco que poseíamos y partir del gran lago. No hace tanto tiempo de ello, hijo mío, pero el padecimiento que hemos sufrido me hace ver todo aquello como si hubieran pasado mil años. Tú, que estás acostumbrado a correr descalzo y a moverte ágilmente, pero no a huir del miedo, el horror y la muerte, no entendías que estaba ocurriendo. Cometimos el error de cruzarnos en el camino de ese miserable que, aunque en su momento pudiera parecer un faro que con su luz nos indicaba la dirección correcta, nos engatusó para hacer la peor travesía de nuestras vidas y estrellarnos contra las rocas.
     Tuve que trabajar engañando a gente tan desesperada como nosotros, para así poder pagar nuestro descenso a los infiernos. No había otra opción, era necesario hundirse un poco más hasta tocar fondo, con la esperanza de que el propio rebote contra lo más profundo de las miserias de este mundo nos devolviera a un lugar de descanso, seguridad y tranquilidad. Aunque también podíamos haber dejado pasar esta única oportunidad y morir con la duda de no haberlo intentando. Fue entonces, recuerda, cuando nos hacinaron prácticamente desnudos, como ovejas, en aquella máquina infernal. Fuimos tratados como simple mercancía, como un bulto que tiene un valor predeterminado con el que mercadear. A veces pienso que en realidad es así y que solo somos un producto más en el mundo, el cual adquiere un precio dependiendo del país o el lugar en el que hayamos nacido. ¿También se miden tus sueños de esta manera, hijo?, ¿a nadie le importa tus sentimientos? Creo que solo a mí.
     Pasamos días al sol dentro de aquella inmensidad, una frontera infinita: el gran mar de arena. Mi abuelo decía que nunca había que viajar y adentrase en el desierto, que el lago siempre fue nuestro hogar, refugio y sustento. Que nos proveería de todo lo que necesitáramos y que había sido así desde el comienzo de los tiempos. El desierto, en su aparente calma, es traicionero, mentiroso y engulle todo aquello que es débil y no se encuentra en alerta. ¡Lo que daría por volver a aquellos días en los que yo era joven y podía escuchar los sabios consejos del abuelo mientras pescábamos! Pero los tiempos han cambiado. El agua desaparece un poco más todos los años, los rebaños se mueren de sed, no hay leche ni pastos para alimentarnos a todos y las almas despiadadas se aprovechan de las circunstancias. Aquellas, amedrentan nuestros espíritus y nuestros corazones, siembran su semilla podrida y hacen crecer el odio en nuestros amigos e hijos. Compran a los más ignorantes con falsas promesas y dioses. ¿Y qué les importa? Ellos no pasarán lo que nosotros hemos pasado.
     Recuerda, hijo, el sudor de aquellos que eran como nosotros. Aquellos que nos acompañaban en el camión, encerrados, solapados unos con otros como peces recién pescados y apretados en una malla. Descamándonos ante la agitación de quién se ve atrapado y le falta el aire, intercambiando miradas de miedo, lágrimas y anhelos de un mundo mejor. Muchos de ellos quedaron a merced de la arena que, en su ir y venir constante, habrá ya sepultado miles de sus cuerpos. Ahora ya no existen, ahora son solo unos fantasmas más que añadir a mi lista. Nadie los buscará.
     Hijo, la muerte nos persigue allá donde vayamos durante toda nuestra vida, silenciosa compañera de viaje de la que nunca podemos escapar. Pensé que incluso llegaría a darnos alcance cuando aparecieron, como si de un espejismo se tratara, aquel grupo de personas del desierto. Nos obligaron a dejar en sus manos lo poco que nos quedaba, y cuando no tuvimos nada más que ofrecer, violaron a las mujeres que nos acompañaban para completar el pago. Esposas que tenían un marido a su lado o que llevaban sus hijos en brazos. ¡Siento que tuvieras que presenciar eso, mi niño! Nadie en este mundo que busque una vida mejor merece trato semejante ni estar presente en tan terrible escena.
     Recuerda que de pronto todo pareció que iba a ir a mejor. Fue cuando divisamos en el horizonte la silueta de aquella ciudad. ¡Qué equivocado estaba! ¡Lo siento mi vida! Pensé que el fin de nuestro viaje estaba llegando cuando nos acercábamos a ese falso ejemplo de civilización. Creí que dejábamos la muerte atrás, pero en realidad solo era un paso más hacia ninguna parte, otro muro más en nuestro camino. Allí nos dejaron, a las puertas de la salvación, y no nos permitieron entrar. Esperamos durante días a alguien o a algo, una señal...no sé. Algunos decían que sería pronto, otros que después, el caso es que tú te lamentabas cada mañana porque tenías hambre. Yo marchaba en busca de comida y aguardabas en soledad debajo de aquellas telas rotas, el único techo por el cual se colaba la lluvia que empapaba la poca esperanza que nos quedaba. Después, yo volvía al atardecer, con lo poco que había podido mendigar en la gran valla metálica y te mentía cuando decía que mi parte ya me la había comido por el camino. No, hijo, lo poco que podía encontrar era todo para ti. Lo único importante eres tú y lo que traía en la mano como alimento significaba un pedazo de tu futuro. Así pasamos muchos días, hasta que llegó el aviso.
     ¿Recuerdas aquella noche? Fue cuanto tuve que despertarte de madrugada y tuvimos que salir corriendo hacia las grandes rocas que había al lado del mar. Ibas descalzo, te dejaste la piel al saltar de un risco a otro, y la sal, en las heridas, te hacía llorar de dolor. Aunque la sangre no te da miedo, te cogí en brazos y pusiste la cara en mi hombro para ignorar el peligro, mientras yo pisaba con firmeza el suelo húmedo para no despeñarnos. Te agarraste fuertemente a mí y subimos a aquella barca tan extraña, que en nada se parece a las que utilizábamos el abuelo y yo para pescar. Tuviste mucho coraje, ahora debes demostrarlo otra vez.
     Llegó el mar, nuestra última frontera. Más allá estaba el paraíso prometido, hijo, el lugar donde deberías crecer en libertad y sin miedos. La tierra donde dicen que la gente convive en paz y te esperan con los brazos abiertos. Personas con otro color de piel que nos tratarían como iguales, nos acogerían y nos darían de comer sin pedir nada a cambio. Un lugar lleno de maravillas donde se dice que hay trabajo y dinero para todos. Un sitio donde todo está disponible y al alcance de tu mano. Estas y otras palabras me habían repetido una y otra vez aquellos en los que confiamos nuestras vidas a cambio de todo lo que teníamos.
      ¡Pero aquella manta azul que nos separaba de tan singular lugar escondía la peor de las trampas y un inconcebible destino! Si el desierto fue una dura prueba para tu pequeño cuerpo, ahora lo concibo como un completo oasis. Nadie nos avisó cuando nos dejaron solos. ¡Perdóname, hijo, por haberte metido en tan cruel viaje! Te di mi agua, mi comida, pero nos habían engañado, nos quedamos aislados a merced de la naturaleza. Nos dejaron abandonados varios días y varias noches, a la deriva, víctimas del frío, la lluvia y el sol. Allí, en medio de la nada, una noche miré hacia las estrellas y me di cuenta de que son las mismas que podía contemplar desde el sitio donde nacimos. ¡Qué injusta es la vida! Todo el mundo reunido bajo el mismo techo estrellado y, a su vez, tan distante sobre el mismo suelo que pisa. Tan cerca de nuestro destino, tan lejos.
     Fue entonces cuando enfermaste y comenzaste a temblar hasta que decidiste no abrir los ojos nunca más y dejar de hablarme. Te apreté fuerte contra mi pecho para darte calor, pero tú solo irradiabas frío y sudor. Los demás me miraban con una mezcla de tristeza e indiferencia. No sé el tiempo que pasé así, esperando que me dieras una señal. Eras lo único que llevaba conmigo, lo único que me quedaba. Tú debías portar y mantener la memoria de todos aquellos a los que quisimos y que ya han desaparecido. Debías crecer y jugar, conocer a otros como tú, amar y tener tus propios hijos.
     Y ahora, cariño, cuando hemos conseguido llegar a esta playa, decides abandonarme...Mira, viene gente vestida con extraños trajes a ayudarnos. Nos dan comida y bebida calientes. Ves cómo se cumple lo que te dije, ahora estás a salvo. Es momento de ver un nuevo día, un nuevo mañana, pero tengo que hacerlo contigo, no te marches, acompáñame. Abre los ojos y dime algo. Hemos realizado un largo viaje y pasado mil límites, pero ahora no debes cruzar esa última frontera, no, te lo pido por favor. Quédate conmigo en este lado.


PRIMER FINALISTA
´"Contrato de permanencia"
por Ángel Beltrán

     Me dolía la cabeza. Era un desagradable dolor que no cesaba desde hacía ya más de una hora, como un martillo pilón golpeando la parte lateral del cráneo sin piedad alguna.



     No es la primera vez que este tipo de dolor irrumpe de manera descarada. La última vez, de eso hacía cinco días, curiosamente se pasó con una simple aspirina. Pero por desgracia para mí era la última que quedaba en el piso y se me olvido comprar más. Ahora, no tenía muchas ganas de bajar a la farmacia. Con dificultad me acerqué al ventanal del salón y contemplé con los ojos entrecerrados por el intenso dolor de cabeza, la imagen que a esa hora de la tarde me ofrecía mi querido Madrid. De nuevo calor. Un agobiante e intenso calor que aplastaba al país desde hacía casi un par de semanas. Ola de calor, decían en los informativos. ¿Pero qué valor tenían ya las olas de calor? Pensé intentando mostrar una ligera sonrisa de sarcasmo. Afectaba sin duda a los campos, a los animales, pero ya no a las personas. Al menos no…
     Llamaron a la puerta. Era Silvia.
—Menuda cara tienes cariño ¿Dolor de cabeza otra vez? —Me dio un beso en los labios y fue directa al salón. Cerré la puerta con cuidado y cuando llegué a su lado ya se había quitado el abrigo, y dejaba la bufanda y el gorro sobre la mesa. —Me encanta el invierno. Quizá actualice.
    No dije nada sobre esa idea. Cenaríamos juntos y pasaríamos un agradable y tranquilo fin de semana en casa. Esa era la idea principal desde el lunes por la tarde. Nos sentamos en el sofá.
De nuevo el anuncio en prácticamente todas las cadenas de tv.
—¿Te arrepientes cariño?— Me preguntó al ver que hacia un gesto de contradicción al ver de nuevo aquellas imágenes. Negué con la cabeza. Yo también lo tenía contratado. De hecho fuimos a la oficina juntos y conseguimos un precio especial por ser pareja y vivir juntos (de hecho no vivimos juntos, pero aquello fue solo una pequeña mentirijilla). Pero… empezaba a tener mis dudas. Claro que te lo vendían como algo único y especial. Porque realmente lo era. Pero como digo, empezaba a tener mis dudas. No solo era el dolor de cabeza, que avisaron que podría suceder aunque no era peligroso ni grave, sino que también había pequeños detalles, de los cuales no dijeron nada, mucho más alarmantes como por ejemplo que afectaban directamente al trato con el resto de los humanos a diario. Afortunadamente trabajo en casa (soy escritor) y mi trato con más seres humanos se limita a cuando Silvia y yo salimos o vienen amigos y amigas a casa para comer o cenar. 
     Silvia me cogió de la mano y cruzó su pierna izquierda por encima de las mías. Sentí sus labios rozar los míos. En la televisión de nuevo el anuncio. Era como si lo hubiesen emitido dos veces seguidas. «Que el clima no interceda en tu vida normal» proclamaba una atractiva modelo en medio de un desierto, seguramente añadido con fondo verde, y vestida con un abrigo. «Personaliza el clima a tu gusto. Vive un eterno verano, o un invierno de once meses. Con nuestro nuevo producto ahora puedes conseguirlo».
     Y aquello que ofrecían no era nada más que un microchip diminuto con acceso a internet que la compañía de telefonía te insertaba en la sangre con una simple vacuna. Un pinchazo en el brazo y el microchip recorría las venas mezclándose en la sangre hasta llegar al cerebro. Una vez había llegado, el microchip reconocía la zona y se «pegaba» literalmente al lóbulo occipital y desde allí se conectaba a internet y accedía al resto del cerebro afectando a la sensibilidad humana. Eso hacía que la persona, mediante banda ancha, tuviese frio… calor… o la sensación que quisiera elegir desde una app (cortesía de la empresa) en el móvil.
     Y resultaba más que curioso ver en la calle cómo la gente que lo tenía contratado, elegía su propio clima antes de salir y se vestía para la ocasión. Gente abrigada como en pleno invierno, gente con pantalón corto y sin camiseta se cruzaban en la misma calle independientemente del tiempo real. La sensación de estar en invierno o verano, o primavera la programaban en la app del móvil.
—Deberíamos anular el contrato —murmuré sintiendo los labios de Silvia recorrer mi cuello—. Creo que no es bueno.
—Sabes que no podemos. Existe el contrato de permanencia, dieciocho meses. Y solo llevamos cuatro—. Me miró a los ojos. Estaba sentada sobre mí, y me gustaba aquella sensación —¿Quieres que paseemos un rato? Te aliviará un poco el dolor de cabeza.
     Estaba preciosa con aquel abrigo oscuro, los guantes, la bufanda y el gorro de lana. Adoraba los inviernos, era su debilidad, por eso quería actualizar el contrato, para tener todavía los inviernos más duros y largos. Por mi parte, también me gustaba el frio pero también me agradaba pasear cuando llovía, yo prefería el otoño. Llevaba mi gabardina abrochada al máximo y el paraguas cubriéndonos a los dos. La sensación de lluvia era tan real como la lluvia de verdad. A ella no le hacía falta protegerse de la lluvia, pero iba agarrada a mi brazo y pegada a mí.
     Paseábamos calle abajo, tranquilamente. Gente vestida de verano, de invierno, de primavera, se cruzaban ante nosotros haciendo sus habituales vidas bajo el clima que elegían para ese momento. Pocos metros delante de nosotros, un grupo de personas parecían concentrarse junto a un bloque de viviendas. Continuamos paseando, pero enseguida nos vimos casi en medio de aquel revuelo que agitaba a esas personas.
—¿Qué ocurre? —pregunté a un hombre que parecía salir del grupo. Decenas de personas formaban un círculo frente a la fachada del bloque.
—Un chaval. Un chaval se ha tirado desde el octavo piso— contestó mientras se alejaba.
    Y entonces pudimos oírlo. Las voces empezaban a llegarnos con abrumadora claridad. «Es la app» decían unos. «El tiempo personalizable» decían otros muy asustados. «Están volviendo loca a la gente» «Nos derrite el cerebro» gritaban. «Es un asesinato en masa» vociferó un hombre que salió del grupo y nos miró un instante con los ojos fuera de sí antes de salir corriendo con las manos en la cabeza y gritando «está ocurriendo, está ocurriendo, ya ha empezado»
    Silvia y yo nos miramos con gesto de preocupación y desconcierto. La gente tiende a exagerar, a culpar siempre a alguien o algo de sus propios males. ¿Pero llevarían razón? Cierto era que siempre habían existido sospechas sobre ese producto. Centenares de webs y vídeos alertaban sobre los peligros que acarreaba el microchip. Pero también era cierto que nunca había sucedido nada. ¿O sí? Era tanta la información que adsorbíamos a lo largo de los días, y desde diferente medios, que al final uno empezaba a dudar qué era verdad y qué era falso.
   Volvimos a casa. El dolor de cabeza no cesaba. ¿Serían los dolores de cabeza los primeros síntomas? ¿Terminaría haciendo una locura, como por ejemplo tirarme desde la terraza, por culpa del microchip? Solo nos quedaba esperar. No podíamos anular el contrato de permanencia.


SEGUNDO FINALISTA
´"Tentación"
por María Luisa Clemente Muñoz


Es un día cualquiera del primer mes de otoño. El calor y la luz se van acortando poco a poco bajo un cielo que gradualmente se va haciendo oscuro. Las nubes han pasado por distintas fases de color y espesura hasta convertirse en grandes masas encrespadas. El aire huele a la humedad característica que precede a las tormentas.
En un lugar apartado, donde tan solo habitan flores, frutos y semillas, se encuentra Ella. Asentada a más de dos metros de altura entre la espesa enramada que puebla la copa caducifolia, escucha el susurro del viento, que conforme se va acercando, silva con más fuerza arrastrando con él todo lo que encuentra en su camino. Es el preludio de la tempestad que se avecina. De pronto se desató un recio vendaval capaz de sacudir hasta los sueños y que irrumpió en su ser como una fuerte bofetada, zarandeándole bruscamente de un lado para otro. Entre tanta agitación, intentó forcejear con todas sus fuerzas, pero fue inútil, la sacudida se impuso sobre el asombro y terminó cayendo sobre el suelo limoso tapizado en ese momento con una alfombra de hojas marchitas, que la acogió en su seno como si de una mullida cuna de algodón se tratase. Por unos instantes, allí permaneció sola, triste y un tanto desorientada. ¡Pero… ni una magulladura! -se dijo- ¡Qué suerte la mía!
Cerca, a pocos metros de distancia, me encuentro yo. Yo soy un hombre soñador, viajero andante y peregrino que me gusta caminar por los senderos de la vida al más estilo Robin Hood, buscando de entre la libertad sus secretos. Hoy, como cada tarde, he salido a correr por las calles de la ciudad. Según avanzo, voy dejando a un lado los edificios para adentrarme después en un huerto de árboles frutales alejado de la gran urbe y de los ruidos que rompen la monotonía y la rutina de una vida. Pasado un tiempo, el cansancio empieza a avisarme y es entonces, cuando busco mi asiento, mi lugar preferido… mi refugio: un banco de madera que se encuentra solo, casi olvidado, escondido bajo las frondosas ramas de un árbol, las cuales impiden pasar los rayos de sol estivales, e incluso, el frío más invernal. Una vez acomodado sobre él, con la respiración menos acelerada y con el ánimo más relajado, comienzo a degustar uno por uno todos los detalles que conforman mi ahora. A mi alrededor todo se me antoja hermoso: el olor de los frutos, el color de la naturaleza que deambula coronando el horizonte de ocres y naranjas y, ante todo la calma que reina en el ambiente. Muy rápidamente observo que la atmósfera donde antes asolaba un calor casi bochornoso, se vio sometida de pronto a una fuerte ventisca El bufido del aire a la par que el frío, se hacía cada vez más intenso, atreviéndose a envolver mi cuerpo en serpenteantes escalofríos que recorren mi espalda de arriba abajo y de abajo arriba, sin concierto alguno. Pero tales inclemencias no me impiden disfrutar de este momento en el que mis recuerdos expían cada hueco clandestino de mi alma y luchan por salir en una especie de libertad salvaje.
Súbitamente, mis reflexiones se detienen al escuchar un ruido extraño, largo y misterioso que terminó en un golpe seco, algo parecido a un quejido, que no llega a ser estruendo, pero sí lo suficientemente intenso como para despertar el silencio de mi soledad y helar un poco más la sangre de mis venas. Vuelvo entonces la cabeza para atrás, miro de un lado para otro, pero no observo nada raro. Un tanto intrigado, me levanto y sigo las huellas que me conducen hasta el lugar dónde nace la alerta. Una vez en el sitio, me agacho e inclino la cabeza para observar más de cerca lo que ven mis ojos. Y allí se encuentra Ella tendida sobre la tierra, enredado su color bermellón entre las sombras de los ramajes verdes.
Hay un silencio. Apenas son unos segundos, pero parecen siglos. Al final de esos segundos, apoyo mi mano sobre su cuerpo. Me sorprende el brillo de su piel y me sorprende también que después de la caída, el brillo continúe intacto. De inmediato, un gesto casi pueril emerge del incendio que acaba de desatarse en mi interior al contemplar tan exultante belleza.
¡Está intacta! -pienso- mientras abro mis manos para acunarla delicadamente entre ellas. Luego, comienzo a mecerla entre el calor de mis dedos mientras una vorágine de pensamientos fluye por mi mente con vaivenes de una decisión incierta.
Al final, es la propia decisión quien se arriesga por mí y emprendo el trayecto de vuelta a casa con Ella entre mis brazos. Camino por la orilla del arroyuelo que sirve como arteria de riego a las huertas. El suelo comienza a desprender de golpe, un intenso olor a tierra mojada, a la vez que el cielo se va rompiendo por la acción de los rayos y truenos que con gran intensidad se atreven a fisurar la oscuridad reinante. Las primeras gotas de agua no tardaron en caer. Es entonces, cuando doy más celeridad a mis pasos sorteando algún que otro charco, para evitar que el fuerte chaparrón me caiga encima.
Entro por fin en mi hogar, subo las escaleras y me dirijo a la mejor de sus estancias: la cocina. Entre el desorden que flamea por todas partes, percibo la mesa del rincón que está junto a la ventana y sobre ella un cuenco de latón, el lugar idóneo donde asentar mi presa y, allí la coloco junto a las demás piezas. Ahora, sobresale Ella entre las demás como la guinda del pastel, como un hada en el Edén, como si de la Blancanieves del cuento se tratase.
Tiene sus caprichos el silencio, por lo que yo permanezco impasible, sentado en una silla mientras no paro de mirarla. La miro como si fuese el retrato de una pintura abstracta, de esos que hay que separarse para apreciar mejor su imagen. La observo con admiración, incluso con devoción, queriendo reconocer en Ella todos los conceptos que la definen como la reina del paraíso, la diosa de las confituras, la amante del bienestar, la musa de los bodegones y tantas y tantas veces la heroína del poeta.
Pero ese silencio recobra su marcha y decido acercarme hacia Ella. Lo hago muy despacio, con pasos cortos y muy lentos como si me costara mantener el equilibrio y para no dejarme aplastar por la euforia. Doy primero un paso, después otro, siempre calculando el espacio que nos separa, como si la culpa me advirtiera de no dañar su hermosura. Pero en verdad, yo solo quiero cogerla e impregnarme de la fragancia que desprende su piel. Lo intento… casi la cojo… se me escapa. Lo intento de nuevo, hasta que finalmente consigo atraparla. ¡Ya la tengo! -grité-. Mis manos ya la sostienen delicadamente como si la perla de una concha se tratase. Permanezco unos instantes en estado de suspensión sin atreverme a pestañear, a la vez que mi pecho sube y baja al ritmo de unos latidos que suenan desorientados. La acaricio y contoneo su cuerpo de redonda inocencia y mejillas arreboladas con las yemas de los dedos, quedando mi ser exhausto por el atractivo que desprende una simetría tan perfecta, con una luz tan intensa capaz de iluminar la penumbra.
De pronto, el deseo se cuela por las grietas de mi estómago hambriento, el cual me alerta, me grita, bulle y estalla, ordenándome que la eleve hasta rozarla con mis labios. Y así lo hago. En este punto ruge la pasión que mi juicio no controla transformando en deseo una tentación irresistible.
Primero paseo mis labios por su cuerpo emitiendo la ternura de un adolescente enamorado, después con un cuidado exquisito, urdo mis dientes en Ella, atravesándola la piel con la misma intensidad que provoca una descarga eléctrica y saboreo cada mordisco como si fuera el último.
Me relamo una y otra vez, bebo de su miel y visto de saliva su néctar degustando su sabor con las fauces de mi boca y reteniéndolo en ella hasta inundarla del todo.
Es en este momento cuando creo soñar y me sumerjo en un olvido del que no quiero despertar. -¡Humm que delicia!-. -¡Qué gusto!-. -¡Qué placer!-. Son gemidos que a modo de estremecimiento brotan de mi garganta al compás de cada uno de los pedacitos que van cayendo por dentro de mi tórax. Siento como si Cupido hubiera lanzado su flecha sobre nosotros quedando fundidos los dos en uno, en el paroxismo del placer.
Poco a poco, cierro los ojos y con ellos cerrados permanezco algunos minutos. Los vagidos cesan, la respiración se adormece y la dicha que arde en mi interior comienza a disiparse como arrastrada por el viento hasta quedar difuminada tras una espesa cortina de sensaciones.
La satisfacción que rodaba antes por mi rostro se torna pálida al quedar mi existencia abandonada a la pena y al dolor de comprobar entre mis manos pegajosas, que el esqueleto anaranjado, adornado con lo que parecen dos lágrimas negras, pertenece a una hermosa MANZANA y, que llevada por la corriente del destino, ahora yace en el letargo de mi abdomen.
Fue entonces cuando inspiré el olor de la vida, comprimí el aliento, y todo me pareció celestial.

El remedio para librarse de una tentación es sucumbir a ella.
Si resistís, vuestra alma enfermará de deseo.
(Oscar Wilde).


TERCER FINALISTA
´"El último refugio"
por César Hurtado Trialaso

     Cuatro décadas lleva Paolo persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarlo. Él intuye que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y si realmente no lo vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, y ¿si me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo. Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: una antigua casa de campo cerca de Charenton-le-Pont. No muy lejos de donde el Marne se une al Sena. Me instalé en la casa hace algo más de una semana. Mi nombre es Marco Flaminio, de ascendencia argentina. Soy especialista en centauros portugueses.
     Le observo caminar con dificultad sobre la hierba húmeda y detenerse suspicaz, apoyado en su bastón, en el tramo final de los escalones que salvan las dos alturas del jardín. Debe desorientarle el humo que surge de la chimenea. Sabe que mis guaridas cobijan a la bestia dormida, pero la apariencia externa es la de un rostro impenetrable, una máscara incolora que mimetiza los signos delatores de mi presencia. Sé que elucubra que ha errado, pero este viejo es tozudo y desconfiado y, por supuesto, maneja la posibilidad de que se trate de un truco. Aunque generalmente me decanto por la inmovilidad y, con ello, la contención de la respiración, ambos sabemos que no sería la primera vez que juego al despiste. He distorsionado mis huellas. Las he multiplicado. He dejado tres sombras en cada bifurcación de un sendero. Pero Paolo es listo. Su cabeza debe estar bullendo ahora mismo, comparando esta escena con todas las situaciones registradas con anterioridad. Después de tantas partidas entre nosotros, se dispone a analizar cada detalle, por nimio que, a priori, parezca. Conoce perfectamente que un error de anticipación, un señuelo desapercibido, cualquier variable no cuantificada, le llevarán de nuevo a la desesperación. Yo, por mi parte, sé que Paolo es un perseguidor encomiable y, a pesar de mi experiencia y de mis capacidades, reconozco sin ambages que en más de una oportunidad escapé por puro azar.
     Las primeras gotas de lluvia parecen despertarle y se encamina de nuevo hacia la casa. A estas alturas, su figura encorvada me enternece. Quizá sea el último reducto de mi empatía, producto de la certeza de que nunca experimentaré ni su cansancio, ni la obscenidad de ese cuerpo nudoso y flácido. Se reitera en mí el pensamiento de intentar discernir cómo ha llegado hasta aquí, cómo aún tiene fuerzas para seguir buscándome. Llevo cuarenta años huyendo como un animal. Por su ignorancia, por su afán improbable de alcanzar el conocimiento. Otro ya habría desistido. Hubiese admitido que soy fruto de una duplicidad casual. A veces considero que debería haberle matado, pero soy consciente de que no podría vivir eternamente con la carga de dos crímenes.
     Recuerdo a Paolo cuando era niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojos azules. Su madre no era exactamente hermosa, pero significó para mí el fascinante resultado de un complejo itinerario de azares. Me recordaba a Olivia de un modo aterrador. En ese tiempo, cuatro refugios estables me separaban ya de su existencia. La pérdida de Olivia operó en mí un cambio drástico. Me volví taciturno, amargado, presa de un desasosiego inefable. Quizá por eso me aproximé de un modo tan mezquino a la familia de Paolo, a la figura deliciosa de la madre. A veces, receptora de ciertos tonos de luz, más frecuentes en fragantes atardeceres de otoño, y de unos acuciantes y efímeros déjà vu que padecí al unísono, tuve la alucinación de que era realmente Olivia. Fueron unos lustros verdaderamente lúdicos. El padre de Paolo era un señor importante, un pensador egregio. Yo me hacía pasar por un teórico, un crítico, un observador. Conversábamos. En aquella época, la acción no estaba bien vista. La masa suda estulticia, sostenía él con una mueca cínica en los labios. Una sobremesa, advertido por la transpiración de su frente y una respiración dificultosa, me sobresalté al percatarme claramente de los primeros signos de su deterioro. Pareció captar el motivo de mi perceptible movimiento, porque frunció el ceño, surcado de arrugas atroces, y en tono melancólico inquirió cómo hacía para mantenerme tan en forma. Orlando, me dijo, me acompleja tu resistencia al paso del tiempo. Empalidecí un instante, mas él encendió un cigarro y las volutas de la primera bocanada velaron su mirada sombría. Intuí que se agotaba el período prudencial de tiempo que, a causa de mi condición, me impongo cumplir como una ley inderogable. Cuando, ya anocheciendo, me despedí de ellos, no podían imaginar que sería para siempre. La madre agarraba a Paolo de una mano. El padre sonreía satisfecho. Yo poseo lo que ansían los hombres, pero ese tipo tenía todo lo que para mí es inaccesible.
      Tuve que huir de nuevo. Mi índole exige sacrificios enormes. Ciertamente, se me antojan demasiados, aunque supongo que deben corresponder a la categoría de mi privilegio. Pero vivo sumido en incertidumbres. Apenas tengo respuestas. No sé por qué he sido elegido, tampoco si soy el único. Desconozco también si algo o alguien tuvo que ver en la selección, o si solo soy el resultado de un cúmulo arbitrario de desórdenes en mi gestación. Y, por supuesto, tuve que conjeturar mi naturaleza. No fue sencillo asimilarla. Tampoco resolver si es un presente o un castigo. Sobrevivir conlleva renuncias excesivas. Y desaparecer de improviso es la más extenuante de ellas. Volatilizarte como si nunca hubieses estado en ninguna parte. Evito llamar la atención y hacer amistades. Esquivo los lugares populares y los acontecimientos que serán históricos. Pugno por no regresar. Pero, en alguna ocasión, sucumbo al abismo insondable de la soledad. Y eso acaba dejando marcas, indicios. Me estremezco imaginando que alguien me busca. Un amigo, un mero conocido, un vecino al que le fui simpático. Tras alguna fuga, alguien debe de haber pensado en mí, haberse preocupado o simplemente interesado; sería lógico que una persona curiosa o desconfiada o aburrida no se explicase mi partida intempestiva. Sé que es imposible, pero pensé que moriría en alguna de esas huidas vertiginosas que me trasladan a distancias considerables. Cuando al fin puedo descansar en un nuevo refugio seguro, me abandono a las inquietudes finitas y lloro. Estoy solo. Por siempre. Más tarde vuelve la calma. Y la vanidad.
     Muchos años después, Paolo y yo nos encontramos en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más sutil del paraje más inaccesible, que en ese pandemónium de hormigón y acero. Pero sucedió. Los pocos que podían reconocerme me llamaban Ganímedes. Vivía en un rapto de pasiones execrables. Dormía con cuerpos que no podía precisar y bebía néctares poco divinos. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente. Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno o, acaso incólume, del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana, murmuró mi nombre de entonces. El de su niñez. Orlando. Asustado, le golpeé instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa noche, él rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento treinta. Desde entonces, Paolo me persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento.
     Nunca más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados, aunque debe reconocer fácilmente mi olor a sudor y miedo, el calor de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me entretengo especulando qué harían conmigo ahora, en esta época, en caso de descubrir semejante hallazgo. Obviamente, temí más los tiempos de las hogueras, de los inquisidores, de los circos ambulantes que ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales. Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de paso. En unos minutos le franquearé la puerta. Confío en que su intención no es delatarme, pues sospecho que nunca estuvo tentado por la fama o el dinero. Tampoco le tengo por sádico. Además, en pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y pienso que un encuentro sería el epílogo más honesto.
     He encendido la luz y descorrido las cortinas. La sombra recortada de mi silueta, más que visible, es casi palpable desde el jardín. Advierto divertido cómo ha parado en seco. Pobre Paolo. Soy consciente de que ahora mismo ha asumido su derrota. Jamás yo sería tan incauto de asomarme de ese modo a una ventana. Si fuera más joven se daría la vuelta sin remedio. Pero está extenuado. Aterido. Al borde del llanto. En breve llamará a la puerta. Es tan tímido que quizá toque con los nudillos. Se figurará encontrar a cualquier persona de este mundo. Rogará algo caliente. Descansar un rato. No se preocupe, me iré enseguida, pensará anunciar a su anfitrión desprevenido. Pobre Paolo. Ahora me doy cuenta de que te debo tanto. Necesitaba sentir el apremio del tiempo que se agota. Experimentar la furia creadora que emana volcánica de esa carrera contra el olvido. El olvido que es vuestra muerte.
      Yo espero establecerme durante un nuevo período de seguridad aquí, en Charenton-le-Pont. En esta misma casa donde viví hace más de un siglo con Olivia, la única mujer a la que he querido y, por ello, la única a la que confesé mi secreto. Fue una romántica noche de luna llena. Dispuse una mesa en el jardín, le pedí que se sentase y abrí un Château Margaux. Recuerdo que no reaccionó como yo esperaba. Transitó de la incredulidad a la histeria en una brevedad alucinante. La crispación de su mano estalló el cristal de Böhmen. Al ver la sangre, mezclada con el vino, su rostro palideció. Me observó como si fuese un extraño y se dirigió, apresurada y torpe, hacia la casa. Entonces comprendí que, tarde o temprano, acabaría revelando mi naturaleza inmortal. Aquella misma noche tuve que matarla. La luz de la luna afianzó mi camino y mi decisión. Descansa para siempre en el fondo del Marne. Su recuerdo es insoportable. Y eterno. 


CUARTO FINALISTA
´"No es solo un Club de Lectura"
por María José Pardo Cardenete

     ¿Alguna vez os habéis parado a pensar para que sirve un “Club de Lectura”? ¿Que hacen las personas que participan en él? ¿Que ritmo de lectura llevan? ¿Quien los dirige? Nos pueden surgir muchas dudas al respecto. Hoy os voy a contar una historia que os va a ayudar a conocer un Club de Lectura desde lo más profundo de sus entresijos.
      Había una vez unas vecinas que vivían en una Urbanización. Todas acompañaban sus horas de un libro. De un modo u otro se sentían solas, y a pesar de vivir muy cerca, de compartir el mismo espacio y la misma afición, no se conocían entre ellas, no de ese modo íntimo por el que las personas afines pasan de ser meras vecinas a compartir sentimientos creados por una afición común. Cada una se ponía a leer en un rincón de la piscina durante las largas tardes de verano, algunas en la silla plegable que ponían en el césped, otras tumbadas en la toalla y otras en su casa, en solitario, cada una tenía su lugar preferido. Un buen día el destino o quizá la casualidad hizo que decidieran reunirse para leer el mismo libro. Dejaron de mirar unas hacia el “Viento del Este” y otras hacia el “Viento del Oeste”, y en aquella “Buena Tierra” decidieron juntarse para crear un Club de Lectura que convirtiera esa pasión compartida en algo más divertido y constructivo. Leerían todas el mismo libro y hasta el mismo capítulo. Empezaron su proyecto con gran ilusión. Un proyecto que fue creciendo a medida que otras vecinas se iban sumando a él, todas eran bienvenidas. Pero precisaban de una persona que les ayudara a encontrar los libros que necesitaban y a orientarse cuando se creían perdidas. Así fueron a pedir ayuda a un Castillo Mágico con forma de Biblioteca donde encontraron a su Hada Madrina, una bibliotecaria capaz de agitar su varita mágica para conseguir los libros que muchas veces, sin saberlo, todas deseaban.
     Pasó el verano y siguieron con su cita semanal, casi todas intentaban asistir, pero de forma inevitable siempre surgía “La Infiel” que por algún motivo en contra de su voluntad, fallaba al encuentro. Descubrieron nuevos autores, aprendieron que “Bajo el sofá”de cada casa se pueden esconder muchos secretos y en las lecturas que compartían lograban que sus sensaciones brotaran “A flor de piel”, también aprendieron que los sentimientos más profundos del alma se escriben con “El bolígrafo de gel verde”, y en una tarde de “Niebla” una “Doncella” se asomó a la ventana, asombrada por el escándalo. “¡Como es posible que puedan entenderse todas hablando a la vez!”.
     Entre lectura y lectura también compartieron salidas y encuentros con autores, a cual más enriquecedor, hicieron un guiño a la gastronomía china, conocieron al gran Javier Moro y se dieron un paseo por Toledo con Eloy Moreno, momentos inolvidables que poco a poco iban atando más fuertes esos lazos de unas personas que comenzaban siendo vecinas y seguro que acaban siendo amigas. Cada vez tenían más ganas de leer libros mientras mantenían la esperanza de que apareciera un príncipe azul con el estilo de “Dr. Enguel” que se sumara al Club para animar de un nuevo modo sus ratos de lectura.
      El tiempo fue pasando con la fuerza que pasa la vida y estas mujeres continuaron sus lecturas, sus reuniones, sus cenas, sus salidas, sus excursiones y alguna que otra actividad que siempre se les ocurría. Con sus libros viajaban en el espacio y el tiempo hacia donde ellas querían, pasaron grandes momentos juntas, pero también atravesaron algún momento difícil, más que difícil, pero esos momentos las hicieron más fuertes y los lazos que las unían se apretaban cada vez con más energía y así fueron entendiendo que se tenían las unas a las otras.
     Con el invierno llegó la “Niebla en Tanger”, donde descubrieron que una historia se puede escribir dentro de otra , y que Tánger era una ciudad rodeada de misterio donde nada es lo que parece. Este libro les abrió el apetito y decidieron irse a cenar a un restaurante marroquí encantado donde un camarero las trató como reinas y las sorpresas se multiplicaban gracias a dos grandes genios que sabían como hacer magia.
Mientras leían seguían esperando la llegada de un príncipe azul que se quedara en el grupo con ellas, no tuvieron suerte, solo apareció uno, pero su presencia fue tan fugaz que siguen anhelando la llegada del siguiente, uno de verdad, uno que se quede.
Continuaban con sus reuniones “Las chicas de los Martes” y junto a las protagonistas peregrinaron a Lourdes entre esas risas que les permitieron identificarse rápidamente con ellas.
      El siguiente viaje fue en el tiempo, gracias a él conocieron a Carlos V, el emperador, y a todas las mujeres que le amaron. “Por amor al emperador” se adentraron en la historia, una historia con la que llegaron paseando bajo la lluvia hasta el lugar donde acabó sus días aquel monarca al que todas y cada una de ellas de una u otra manera aprendieron a amar.
Seguían su andadura por los libros cuando de repente vieron un “Abuelo que saltó por la ventana y se largó”, este salto les llevó hasta Suecia, allí corrieron diversas y extrañas aventuras, no todas las disfrutaron del mismo modo, pero aprendieron que el humor y la vida se viven de manera diferente en cada país.
     Estas mujeres tenían muy fácil continuar con su afición a la lectura, entre ellas había un Hada Madrina que siempre les conseguía los libros que querían. Cuando pedían un título, como por arte de magia,lo conseguían. Dita no lo tuvo tan fácil, la “Bibliotecaria de Auschwitz” las llevó a recordar un mundo que no debió de existir, un mundo que no ha de olvidarse para que jamás se vuelva a repetir. Dita, además, las llevó a Madrid y a la oscuridad de la exposición sobre Auschwitz, pero también a la luz de los pequeños momentos, la del paseo por la ciudad, la del sandwich sorpresa que siempre alguien está dispuesto a preparar, y la luz del tiempo compartido juntas. Siguieron viajando por Egipto y allí conocieron una cultura nueva, totalmente desconocida , tanto como los vecinos tan peculiares que encontraron en “El Edificio Yacobin”. Aunque tampoco se diferenciaban tanto de los suyos. ¿o tal vez si...?.
     Después pararon a conocer a Reyes Monforte, una autora en el pasado les marcó, pero ese día no pudieron ser su bastón de apoyo, Esto no las detuvo, pues descubrieron que en los campos de “lavanda” se respira un “aroma” tan especial como el de las pizzas que juntas acabaron degustando para poner el broche de oro a su jornada.
     El barco finalmente llegó al puerto de Nueva York. Allí se encontraron con “Las Hijas del Capitán”, que les mostraron esa gran ciudad. Callejearon juntas, disfrutaron y sufrieron con ellas el mundo español de los inmigrantes y descubrieron que un libro no siempre acaba como esperas sino con la magia que cada autor quiere darle.
     La historia de nuestras amigas continuaba entre libros y lecturas. Pasaron un verano ajetreado intentando ser “Doña Perfecta”, pero no lo consiguieron pues cayeron en más de una ocasión en “Mi pecado” . Durante esos días tan largos algunas viajaron, otras buscaban un rincón lector único y especial para su reto de verano, incluso tuvieron tiempo para disfrazarse juntas. Pero lo más especial fue que una de ellas consiguió cumplir uno de sus sueños, ser bibliotecaria por un tiempo, y lo fue, y en esos días fue feliz, inmensamente feliz de poder trabajar junto a uno de sus grandes amores, los libros, se convirtió en la nueva Hada Madrina del Club.
     El curso comenzó de nuevo, y viajaron a Noruega. Se metieron de lleno en “El corazón de los Fiordos”, donde conocieron una familia muy peculiar, nuevas costumbres grandes paisajes. Cuando todavía estaban saboreando aquellos rincones sintieron que “La Tierra se movió bajo ellas” . Así se sumergieron en la interesante lectura, de Iván Baeza, un autor que aunque de momento no era famoso fue un gran descubrimiento y estaban convencidas que algún día será grande. Incluso le conocieron y le hicieron un dulce recibimiento que juntos disfrutaron por igual
      Pero no todo era leer, también la montaban allá dónde iban, Disfrutaron en el cine como “Cuando ellas quieren”, fotos, risas, palomitas.... Después vieron a Lola Herrera, tan solo compartieron “5 horas”, pero con Mario disfrutaron del buen día que pasaron juntas.
     Y de un país cercano llegó “El francés de los gusanos” para hablarles de la Real Fábrica de sedas de su ciudad, su autor se les presentó el libro y a todas les admiró esa historia tan desconocida. Esta dio paso a Alberto Vázquez Figueroa, que les habló de su gran vida, y a “Suleiman” (que les confesó como “Se llamaba” y lo que le costó alcanzar su país a bordo de una patera). Y el mar se convirtió en ría, y por la ría llegaron a Bilbao para descubrir “La ciudad de los ojos grises”, una historia extraordinaria y emocionante que les trasladó al momento del gran cambio en esa ciudad.
     Las chicas del Club de Lectura pronto se dieron cuenta de que lo importante del viaje era hacerlo juntas, remando siempre en la misma dirección. Así se regalaron sorpresas, se acogieron en sus casas, se ayudaron contando las unas con las otras para conservar esa unión que tanto les aportaba. Esa unión que las convirtió en amigas, en páginas de libros que jamás dejarán de conducirlas a nuevas aventuras, a nuevas sorpresas, a nuevos descubrimientos. Nunca más volverían a sentirse solas pues compartían no solo un Club de Lectura sino grandes momentos de sus vidas.

1 comentario:

  1. Buenas tardes. Soy Ángel Betrán (Ángel Gimenez Cano) primer finalista de la tercera edición. Ya hablé con la directora de la Biblioteca José Hierro referente al error en mi nombre. Pues Ángel Beltrán es el seudónimo con el que firmo mis novelas. Les pediría por favor a ver si lo podían cambiar. Muchas gracias.

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