PREMIADOS CUARTO CERTAMEN

        
GANADOR  
"El alcalde" -- Cecilia Hernández Sanz

—“A ver, Mauro, no seas cabezón, que no, coño, que no…”

Eladio Almaraz paseaba su robusta presencia por la penumbra de la sala de reuniones del ayuntamiento. Terrateniente, hombre de negocios, acostumbrado a mandar y a ser obedecido, en su interior se mezclaban en ese instante la rabia del que no logra ver cumplido su propósito con la sorpresa de que alguien se atreviera a oponerse a sus órdenes. Así que con más incredulidad que enfado, repetía: “Mauro, por Dios, que no son las cosas así…”

El interpelado, Mauro Galán, asentía distraído mientras echaba un ojo por la ventana. Esos muchachos, pensaba, se van a matar como sigan escalando la tapia del corral del cura para robar los higos…

—“¡Mauro, coño, que me escuches!”

El exabrupto de Eladio sacó al alcalde, que eso era Mauro, don Mauro, de los pensamientos sobre la integridad física de los rapaces del pueblo. Ahogando un suspiro que era cansancio y aburrimiento al mismo tiempo, miro con serenidad a Eladio. “Lalo, ya te he dicho lo que tenía que decir, y no me vas a hacer cambiar de opinión ni de comportamiento”, repitió con calma, vocalizando las palabras para ver si el cabeza hueca de Eladio se las aprendía de una vez.

—“Maurito, por Dios, que nos comprometes a todos, que no puede ser”. Eladio dio un puñetazo en la mesa de roble que retumbó en el silencio del Ayuntamiento, pero Mauro, su antiguo compañero de pupitre en los tiempos de la escuela, continuó mirándolo impertérrito con sus ojos azules y su media sonrisa. “A ver, Lalo, tú haz lo que tengas que hacer, que yo seguiré haciendo lo que considero que tenga que hacer, ¿estamos?”.

—“Pero que no se trata de hacer lo que queramos o no, Mauro, por tus muertos te lo pido. Que se trata de los comentarios que tu actitud puede causar en la capital, ¿lo entiendes? ¿Qué dirán en el Gobierno civil? O, pero aún, ¿qué dirán en Burgos? ¿En la Junta? ¡¿Te imaginas que llega allí, ALLÍ, lo que estás haciendo?!” Eladio se sentó al decir esta última frase. Burgos. Virgen María de la Asunción. Qué locura, qué locura. “Nos matan, de esta nos matan a todos”, pensó.

—Mira, Eladio, yo actúo en conciencia y así lo voy a seguir haciendo. Mi pueblo es mi pueblo y es mi responsabilidad, lo demás no me importa. Me da igual lo que digan en las altas instancias, aquí estoy si tienen algo que comentarme…” El alcalde, al contrario, que su interlocutor, se levantó y se dispuso a salir. “Y lo mismo os digo a vosotros, los del pueblo, yo os escucho, pero mi actitud será la misma… Mientras yo sea alcalde, así serán las cosas…”

—“Pues entonces…” Eladio levantó la cabeza, que tenía recogida entre las manos. Rojo de furia, lanzó la amenaza. Mauro lo miró durante un instante, que a ambos se les hizo eterno, y con un ligero encogimiento de hombros, salió de la habitación. Él no había pedido nunca ser el alcalde, bastante tenía con sus asuntos, que incluían llevar las tierras y las viñas de la familia y estar atento a las novedades del avance de los tiempos, que siempre le había fascinado. Pero precisamente sus viajes en tren a la capital, sus libros, sus periódicos, su interés en la historia del pueblo, el aparato de radio al que dedicaba horas para escuchar emisoras extranjeras que no entendía, las lecciones que daba a los muchachos, su alejamiento de todo lo que pudiera resultar político, le habían granjeado una fama de hombre sabio, prudente y discreto, que estaba por encima de veleidades y de peleas interesadas.

De ahí a que terminarán convenciéndole y nombrándole alcalde pasó poco tiempo, aunque a don Mauro no se le escapaba que si los hombres fuertes del pueblo, Eladio incluido, le habían situado en esa posición no era para mandar un mensaje de concordia y modernidad, sino porque le consideraban manejable e influenciable.

Estaban equivocados.

Con un pescozón tras otro, el alcalde espantó a los muchachos que asediaban los dominios del señor cura, que a esa hora estaría o en la siesta o de merienda en casa de doña Lupe, la mujer del Eladio. Uno de los chavales, Antoñito el Colorao, se quedó escondido, amonado, a la espera de que el alcalde, que parecía que tenía cien ojos, se marchara. Mauro se dejó engañar. Bastante tenía el pobre chico con lo que tenía en casa, pensó, como para también evitar que comiera unos higos que, de otro modo, acabarían en la tripa del cura o, peor aún, del Eladio.

Una vez en casa, el alcalde cumplió con el ritual de cada tarde. Echó de comer a las gallinas algunas hierbas que había encontrado en su paseo por el monte, guardó en la leñera los troncos que poco a poco iba recogiendo en esas mismas caminatas –el invierno iba a ser terrible, estaba seguro-, y se preparó unas sopas de leche con el pan duro de la víspera. Se las comió en su corral, con el olor fragante e intenso del atardecer veraniego.

El aroma dulzón de la paja recién cortada le trajo recuerdos de su niñez y se estremeció al pensar en la opinión de su padre y de su abuelo sobre todo lo que estaba pasando en el país. Tras décadas de inestabilidad, malos gobiernos, corrupción, guerras inútiles en África, el espejismo de modernidad y progreso había desaparecido engullido por los mismos monstruos de siempre y España se enfrentaba al peor de sus demonios: mirarse en el espejo y pelear contra sí misma. Como un volcán que llevara años preparándose para la explosión final, así era la guerra civil de un país fallido, el último estertor de un animal que, antes de morir, emplea su aliento en matar al semejante. El desastre más absoluto.

La noche comenzaba a caer y el alcalde, se levantó y comenzó a prepararse. La capa no podía faltar, las noches de agosto ya eran frescas por esos lares, y además le proporcionaba cierta seguridad verse envuelto en el suave paño de lana merina, que ondeaba a su paso. Con la parsimonia de un actor que se prepara para salir al escenario, Mauro cepilló la tela, se vistió, sin olvidar la boina y cogió la vieja escopeta de su padre, que nunca había utilizado –no estaba seguro de que funcionara-, y se la cruzó a la espalda. Así pergeñado, salió y se encaminó a su destino, la entrada principal del pueblo. A su paso, escuchó los murmullos de aquellos con los que se cruzaba, y más de una ventana abrirse y volverse a cerrar rauda. Antoñito el Colorao lo vio pasar desde la puerta de su casa. El alcalde le guiñó un ojo y el chaval se sintió de repente acongojado. “Allá va el alcalde”, escuchó que murmuraba su madre. “Una noche más”.

En la entrada del pueblo, Mauro se sentó, como acostumbraba, en un viejo poyete de granito que nadie sabía desde cuando llevaba allí. Siempre había pensado que aquella piedra era a buen seguro un miliario romano, pero los muchos inviernos habían borrado de su superficie cualquier rastro de letras o símbolos. Le gustaba creer que aquella mole de granito, traída de la sierra hace siglos, era muestra de un pasado mucho más afortunado que el presente que les había tocado vivir. Como aquellas monedas antiguas, oscurecidas y apenas legibles que iba encontrando por las tierras, y que coleccionaba con emoción. Símbolos de esperanza en mitad de la barbarie. Sabía que quizá estaba equivocado, y que en todas las épocas hubo guerras y problemas, pero sentado en aquella piedra, añoraba un tiempo de concordia que nunca podría conocer. La maldición de ser español, pensó.

La noche ya era cerrada y las luces no tardaron en aparecer. “Hoy se han entretenido menos en los otros pueblos o han venido directos aquí”, reflexionó con un escalofrío. Todo lo que le sugería la premura de la visita no era bueno, no podía serlo. Con lentitud, se levantó y ocupó su posición en la calzada de acceso al pueblo. Piernas abiertas, brazos cruzados, la escopeta asomando, amenazante, por detrás. La brisa de la noche hacía ondear la capa. Las luces del camión recortaron su silueta frente a la entrada del pueblo y los ocupantes del vehículo maldijeron. “Otra vez, no se cansa, el traidor del alcalde”.

—“Buenas noches, caballeros”, saludó Mauro, llevándose la mano a la boina.

—“A ver, alcalde, ¿no han hablado ya con usted? ¿Qué coño quiere? Déjenos pasar, hombre, que acabaremos rápido…”

El conductor del camión era un vecino de un pueblo cercano, al que Mauro había tratado en el mercado semanal de la comarca desde hacía años. Cetrino, con un cigarro de liar en la comisura de los labios. Gotas de sudor, a pesar de la frescura de la noche, le caían por las sienes. Al ver al alcalde, sonrió con nerviosismo, aunque se recompuso pronto. Su nueva ocupación le había otorgado unos aires chulescos que antes no mostraba. Mauro no se arredró.

—“Ya os he dicho, que aquí no hay nadie con quien tengáis que hablar”. El alcalde, sin llamarse a engaños, asió la escopeta de su espalda y la situó por delante de sí. Nunca había llegado a esos extremos, pero ya no había ni sorpresa ni incertidumbre en los hombres del camión y sí medias sonrisas. Mejor estar prevenido, aunque, la verdad, no sabía si llegado el caso sería capaz de disparar.

—“A ver, alcalde, nos han dicho que iban a hablar con usted, a hacerle entrar en razón. No sea así, hombre, si tan solo queremos tener una conversación con uno o dos de su pueblo… Quizá tres”. El copiloto, un tipo alto y desgarbado al que Mauro no conocía de nada, sacó un papel arrugado del bolsillo de su camisa y tras mirar lo que ponía a la luz de una cerilla, susurró algo al conductor.

—“Mire -dijo este- vamos a negociar, nos interesa en especial charlar con Antonio de los Ríos, al que llaman el Colorao, ya sabrá usted por qué…” Las carcajadas de los hombres estremecieron al alcalde, que, sin embargo, se mantuvo firme, sin mostrar reacción.

—“Si nos facilita llegar a este sujeto, el Colorao, lo dejamos en paz, al menos una temporada, ¿hace?”

El conductor, que ya procedía a pisar el acelerador, había interpretado el silencio de Mauro como una conformidad con su propuesta, por lo que se sorprendió aún más al ver que el alcalde aferraba con fuerza la escopeta y movía la cabeza, negando.

—“Ya se lo he dicho, no conozco a nadie que se llame así. Aquí no hay nadie que les interese, y, seamos claros, para que se lleven a alguien de mi pueblo, primero me tendrán que llevar a mí”.

Los hombres se miraron en la oscuridad, dubitativos. Ya no había sonrisas y sí un desafío evidente. El copiloto echó mano a la pistola que guardaba bajo el asiento, pero el conductor lo detuvo con un gesto. Antes de llevarse por delante a don Mauro había que estar seguros. No era un cualquiera.

—“Alcalde, le damos unos días más… Piénselo con calma, que no le merece la pena, hombre. Daremos cuenta a nuestros superiores y volveremos. Recuerde que volveremos, a ver si ha entrado ya usted en razón y nos deja pasar…”

Mauro asintió y siguió sin moverse mientras el camión daba la vuelta en la oscuridad e incluso cuando ya se alejaba por la maltrecha carretera. El silencio volvió a ocupar cada rincón de la noche, solo interrumpido por el canto de un grillo en la lejanía.

De repente, notó que algo se movió a su derecha y, llevado por la tensión, apuntó con la escopeta. “¡¿Quién anda ahí?!”, gritó. Detrás del miliario romano apareció una pequeña figura. “¡Pero Antoñito, por Dios bendito, que casi te llevas un petardazo! ¿Qué haces ahí que no estás en la cama, hombre?”

—“Me he escapao, alcalde. Quería ver lo que hacía usted por las noches…”. El muchacho tenía los ojos muy abiertos y miraba a don Mauro como si estuviera contemplando una aparición. “Pero… Esos hombres –dijo señalando hacia la carretera- buscan a mi padre”.

El alcalde suspiró, y tras colocarse de nuevo la escopeta en la espalda, agarró al chaval del cuello y echó a andar. “Vamos a casa, anda, que te acompaño”.

—“Pero alcalde…”

—“Tú no te preocupes, ¿hace? Tú déjame a mí”. Antoñito se sorbía los mocos que habían empezado a caerle por la cara. Llorar es lo que tiene. Mauro le dio su pañuelo, pero no hizo mención de las lágrimas del chaval. Bastante tenía con lo que tenía, volvió a pensar.

Cuando llegaron a la puerta de la casa de los Coloraos, el alcalde se abrió paso a través de la cancela. Como esperaba, en la alcoba junto a la entrada solo estaba Maruja acompañada de tres críos, más pequeños todos que Antoñito.

—“¿Dónde está, Maruja?”, preguntó Mauro, mirando en derredor. Antoñito se desembarazó de la mano del alcalde y corrió junto a su madre y sus hermanillos.

Maruja hizo un gesto con los ojos, mirando hacia arriba. “Como escondite no es lo más acertado”, dijo apesadumbrado el alcalde, que suspiró y se sentó, dejando la escopeta colgada del respaldo de la silla.

—“Mira, Maruja, la cosa está clara, tiene que esconderse en otro sitio. No sé cuánto más tiempo voy a ser capaz de retenerlos…”

Había alzado la voz, con esperanza de que el mensaje llegara al sobrao. “Que se vaya al monte, a las cuevas del río… Hasta que la cosa se calme un poco… Me encargaré de subirle comida. Ya sabemos que vendrá el frío, pero mejor congelado que…” Mauro evitó continuar con la frase, porque sentía sobre sí la mirada de Antoñito y sus hermanos. “Y ya se verá lo que hacemos después, pero lo primero es lo primero. Y tú coge a estos y vete donde tu hermana, empiezas a ir a la iglesia todos los días, te me haces beata, te pones a coser para las señoras, lo que sea, y a esperar que pase el tiempo, a ver cómo termina esta barbaridad…”

Maruja lanzó una mirada furtiva hacia arriba, y asintió deprisa, sin decir nada.

—“Vale, pues estamos. Voy a hacer otra ronda, no sea que se les ocurra volver. Vosotros, ya sabéis, a cuidar de vuestra madre y a estarse callados, eh”, dijo a la recua de pequeños que le miraban sin decir nada.

Cuando ya se disponía a salir, notó que algo se le agarraba. Antoñito se le había abrazado a la pierna y así se quedó durante un minuto. Don Mauro tragó saliva y revolvió los cabellos del muchacho. “Anda -dijo con suavidad apartando al niño- vete con tu madre y no te preocupes”.

De vuelta a la entrada del pueblo, el alcalde notó que llevaba algo en el bolsillo. Metió la mano y encontró tres higos, aplastados por dedos infantiles. El regalo de una criatura asustada. El alcalde se los comió, con una triste sonrisa, mientras una noche más el viento ondeaba su capa.

Don Mauro se llamaba en realidad Eleuterio Méndez y fue alcalde de Salmoral, un municipio de la provincia de Salamanca, durante la Guerra Civil. Sus guardias nocturnas, poniendo en riesgo su propia vida, durante las noches de terror de aquellos años evitaron el fusilamiento de varios vecinos. Ahora que el pueblo y sus historias desaparecen lentamente con los últimos que las recuerdan, sirva este pequeño cuento como tributo a su memoria.

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PRIMER FINALISTA
"Encuentro inesperado" -- Victoria Isabel Fernández Correas

El anciano apuraba con paso cansino su trayecto por las tristes calles de Viena, otrora testigo de tantos cantos triunfales, de tantas arengas contrarias al atentado de Sarajevo y de sus soflamas belicistas correspondientes. Pero ahora las consignas revolucionarias contrarias a la dinastía de los Habsburgo y el descontento ante la inminente derrota alemana se respiraban en el ambiente.

Corría el mes de Febrero de 1919 y ya se había firmado el armisticio el 11 de Noviembre de 1918 que pondría fin a las hostilidades en el Frente Occidental. Para alivio del sufrimiento de los contendientes de ambos bandos, se culminaría también con la capitulación de Alemania y el fin de La Primera Guerra Mundial.

Las condiciones del Armisticio se materializarían más tarde en el famoso Tratado de Versalles con consecuencias tan humillantes como onerosas para Alemania.

A nuestro personaje le costaba asumir su propia derrota; sus ojos apenas podían contener las lágrimas por la pérdida de sus tres hijos de 24, 27 y 29 años en las trincheras del Somme. Para ocultarle este lastimoso espectáculo a su mujer, que ya sufría lo suyo, decidió salir a dar un paseo por el centro de Viena, encontrándose con rostros tan depauperados y tristes como el suyo.

Nuestro anciano continuó recorriendo la Ringstrasse, ya cerca del Museo Albertina y del Palacio Imperial de Hoffburg, ahora libre de sus regios ocupantes. Ante su aspecto soberbio, conmovido y a la vez dolorido y furioso exclamó: ¡Malditos Habsburgo! ¡Gran parte de la culpa de esta carnicería la tenéis vosotros!

Frente al edificio de la Opera Estatal, se animó ante la vista del Hotel Sacher ¿Estarán sirviendo el verdadero café? -Se preguntó-

Al añorar esos efluvios y aromas ya casi olvidados por la economía de guerra, quiso hacer un desembolso poco habitual en él. Se sentó en una de las mesitas de la terraza para probar el precioso líquido que lo animara y le levantara la moral. Por increíble que pareciera en tales circunstancias, vio a los camareros repartir raciones de la famosa torta Sacher. Aquí el asombro de nuestro personaje no tuvo límites:

- ¿De dónde habrán sacado el chocolate? -Se preguntó asombrado ante tal derroche en tiempo de guerra.

No obstante su natural goloso sucumbió a la tentación y pidió una ración del famoso dulce pues le pareció que hacía siglos que no lo probaba. Si La Parca se lo llevara, éste sería su último tributo al placer. En efecto: era tanto su dolor ante la pérdida irreparable de sus tres hijos que sentía una extraña opresión en el pecho que le impedía conciliar el sueño durante la noche. No se lo quería decir a su mujer, porque ella misma parecía un fantasma andante cuando trajinaba por la casa.

Quiso olvidar sus tristes pensamientos disponiéndose ya a paladear su café, esta vez con su verdadero sabor a café y su porción de torta…

- ¿Sería la verdadera, la genuina torta Sacher? -Se preguntaba. Ante esa cuestión prefirió ignorar la procedencia del chocolate.

Mientras sus ojos distraídos vagaban por el recinto, repararon en la figura de un mozalbete que intentaba vender su propia producción de postales pintadas a mano, lo que no le extrañó, puesto que en este mercadeo era una práctica habitual entre los jóvenes artistas, pobres, sin oficio y bohemios en general, para ganarse unas coronas. El joven llamó su atención, porque tenía un porte especial que contrastaba con la pobreza y extremo desgaste de su indumentaria, seguramente sujeta a innumerables lavados y a largos años de uso. Por otra parte el brillo acerado de sus ojos azules tenía un extraño magnetismo.

El hombre se enterneció y en memoria de sus tres hijos muertos en las trincheras decidió ayudar al oscuro pintor. Al pasar por su lado le hizo una breve seña para que le mostrara sus postales de las que eligió tres. Supo entonces que el pintor compartía una miserable buhardilla con otro compañero y necesitaba urgentemente comprar comida. Admitió cortésmente la conversación recurrente y lastimosa de ese padre acongojado por la pérdida de sus hijos y también aceptó su invitación a café y torta.

-Y dime tú, hijo mío, - preguntó nuestro protagonista -¿Has cumplido con tu obligación con tu patria y El Emperador?

Ante la respuesta afirmativa de su interlocutor, se emocionó al saber que había participado en la guerra de trincheras y quiso saber más detalles

-Fue un infierno en la tierra- admitió el desconocido-. No podíamos salir de allí si no queríamos ser aniquilados, en medio de los excrementos y de los cadáveres descompuestos. En medio del fuego cruzado de obuses y ametralladoras, había compañeros que por mucha hambre que tuviesen, vomitaban después de ingerir su comida. Las ametralladoras sonaban ininterrumpidamente. A medida que abandonaban las trincheras para atacar y eran abatidos por el enemigo, eran sustituidos por otro contingente de soldados. En suma, esa era una guerra de aniquilamiento. El había combatido con la Primera Compañía del 16º Regimiento Bávaro de Reserva.

En la Primera Batalla de Ypres su Unidad fue diezmada: De 3500 soldados, sólo sobrevivieron 600. En total, prosiguió su joven interlocutor, había servido en el ejército cuatro años obteniendo la Cruz de Hiero de 2ª clase, aparte de otras distinciones. Reconocía también haber sido gaseado por los ingleses cerca de Ypres y como consecuencia había perdido la vista temporalmente, para recuperarla poco después en el Hospital. Recuperado de sus dolencias continuó sirviendo al ejército como correo, siendo ascendido a cabo.

El anciano, entonces, se sintió abrumado al percatarse del sufrimiento experimentado por sus hijos pese a su extrema juventud y quiso saber más detalles sobre los gaseados. Su interlocutor no sólo lo había sufrido en carne propia, sino que en el mismo hospital donde yacía, temporalmente ciego, habían tenido que atender con mucha urgencia a muchos de ellos: Tenían el rostro congestionado y rojo con los labios quemados y la garganta y el pecho hinchados. Al querer aliviarse y toser, arrojaban sangre por la boca, estremeciéndose entre los estertores de la fiebre.

Pese a todo, prosiguió su desconocido invitado, aún no estaba desmilitarizado porque estaba cumpliendo otras funciones para el ejército.

Animado por la confianza que le daba la conversación, el anciano prosiguió:

-Se comenta que en Verdún solamente en un día murieron 450.000 combatientes entre franceses y alemanes, por lo que creo que tanto para ti como para todos habrá sido una bendición el término de la guerra. Esperemos que algún día se puedan restañar las heridas causadas. Se rumorea que vamos a tener serios problemas con el Tratado que marque el fin de todo esto, aunque seguramente se firmará en unas condiciones muy negativas para el bando alemán.

Observó asombrado, entonces, y por breves segundos como los ojos asombrados del joven adoptaron un brillo demencial. Tan sólo fue un ramalazo para recuperar inmediatamente después su actitud, cortés, atenta y deferente.

-Pero -continuó el anciano, conciliador- no temas. Ha sido tanta la mortandad de millones de seres humanos que no volveremos a sufrir guerras tan crueles y de tal magnitud. La Humanidad es muy sabia. No se lo puede permitir. Esta será la última de las grandes guerras. No lo olvides.

Perdóname -continuó el anciano mientras le tendía la mano al desconocido- Tengo que irme. Mi nombre es Friedrich Shroeder ¿Cuál es el tuyo?

-Fue entonces cuando el joven se levantó. Junto levemente los talones en remedo de un saludo militar e inclinando levemente la cabeza contestó:

-Adolph Hitler, para servirle.

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SEGUNDO FINALISTA 
"Feeling good" -- Antonio Jesús Yébenes Montemayor

Era cerca del mediodía y el sol estaba en lo más alto de un cielo sin nubes cuando la vieja camioneta abandonó la carretera perezosamente para internarse por una polvorienta pista de tierra. Stunny, desde el asiento del copiloto, observaba con atención a los trigueros lanzarse desde las torres de electricidad hasta los campos de cereal.

Bob adelantó a una cosechadora. El conductor lo saludó con el brazo en alto. Después tomó el desvío a la derecha, antes de llegar al puente de Tumble falls. Se internó por el camino, con el firme abrasado y pedregoso haciendo crujir la suspensión de la vieja camioneta. Pronto debería cambiarla, la suspensión, o quizá la camioneta entera. La compró hacía ya casi veinte años, cuando Elaine se fue. Su recuerdo le dolió como una punzada en el corazón. Casi veinte años ya…Giró de nuevo a la derecha, donde el cereal estaba más alto y continuó otra milla más, sacudido por el vaivén de la camioneta y el recuerdo de Elaine. Stunny soltó un bufido y trastabilló sobre el asiento.

Cuando llegó al viejo granero estacionó sobre la estrecha franja de sombra que este ofrecía. Stunny saltó por la ventana y se perdió entre el trigo tras la pista de algún conejo. Bob apagó la radio y se levantó la gorra para secarse el sudor. El sol abrasaba los campos con determinación. La hierba seca crujió bajo sus pies mientras enfilaba el sendero hacia la entrada. Stunny ladró a lo lejos. Una vez dentro sacó del bolsillo de la camisa un cigarrillo que encendió en la oscuridad del interior. El olor acre del tabaco se mezcló con el del pienso, el gasoil y el grano almacenado. Allí, al refugio del calor, recordó la risa de Elaine mientras corría por aquellos campos, y sintió la necesidad de echar un trago. Maldijo pensando que en la nevera que llevaba en la camioneta solo había cerveza sin alcohol.

La ceniza del cigarrillo le cayó sobre la camisa cuando se dio cuenta de que se había dormido. Aplastó la colilla sobre el suelo y recostó la espalda contra una bala de paja. Intentó dormirse de nuevo, pero Stunny no paraba de ladrar. Pensó en gritarle, pero la sola idea de salir al exterior le pareció tan trabajosa, que desistió de inmediato. Pero el perro no callaba, y Bob, que nunca antes le había visto tan excitado, solo pudo pensar que algo iba mal, más aún cuando le pareció oír pasos y una voz desconocida que hablaba al perro.

Extrajo la escopeta de la camioneta e intentó traspasar con la mirada la profundidad de los campos de trigo. Al poco, frente a él, se dibujó una silueta a contraluz seguida por Stunny, que brincaba y corría en círculos a su alrededor.

- ¿Elaine? -dijo Bob con un nudo en la garganta.

- ¿Hola? - Escuchó decir a una mujer que se acercaba saludando con el brazo. - ¿Tiene agua, por favor?

Era joven, de unos veinte, si llegaba; vestía unos shorts vaqueros, zapatillas deportivas y una camiseta ceñida de algodón. Llevaba una pequeña mochila y se protegía del sol con unas gafas de plástico amarillas, como esas que se pueden comprar por un par de pavos en cualquier feria estatal. Llevaba espigas doradas en su pelo castaño.

- ¿Pero de dónde demonios sales tú?

La joven estaba sofocada y tenía el cuello y los brazos quemados por el sol.

-De Murdo, Dakota.

- ¿Y adónde vas?

-Voy camino de California.

Bob soltó la escopeta y le ofreció agua. Después, la dejó descansar unos minutos a la sombra. Stunny no paraba de olfatearla, intentando encontrar algún olor familiar en ella. Cuando se hubo repuesto, le sonrió agradecida.

-Creí que me iba a morir de sed ahí fuera. ¿Dónde estamos?

-En Wakeeney, Kansas.

- ¡Joder! ¿En Kansas? Pensaba que a estas alturas ya estaría en Nevada.

Bob hizo caso omiso a su comentario.

-Es una locura caminar bajo el sol a estas horas-le reprendió.

Ella se recostó sobre la paja fresca y cerró los ojos, soltando un breve suspiro.

-Me dijeron que era un atajo para llegar a la autopista.

- ¿Un atajo? -respondió Bob mientras sacaba una Coors sin alcohol de la nevera que había ido a buscar a la camioneta. -Por ahí no hay ningún atajo. Solo campos y campos de cereal hasta donde se pierde la vista. Has debido andar horas bajo el sol.

La chica asintió levemente y volvió a cerrar los ojos. Bob empapó un pañuelo en el agua del fondo de la nevera y se lo puso sobre la frente. Soltó un ligero gemido.

-Así que, a California, ¿eh? ¿Quieres ser actriz? ¿En Hollywood?

- ¡Claro que no! No soy tonta. Sé de sobra que todas las muchachas que quieren ser actrices acaban haciendo pornografía o acostándose con tíos en cualquier motel para poder comer. La prima de mi amiga Martha, que iba dos cursos por encima de mí en el instituto, se fugó con un vendedor para vivir en Los Ángeles. Quería vivir como las estrellas, triunfar vendiendo ropa por internet, o algo así. Pero aquel tipo, a las dos semanas, se largó del hotel donde estaban alojados y la dejó a verlas venir. Cuando no pudo más llamó a sus padres para que fueran a por ella, pero su padre se negó.

-Ajá.

-A mí ni siquiera me gusta el cine-continuó- Yo solo quiero salir de mi pueblo. Me da igual a dónde ir. Voy a California porque todo el mundo va a California. Lo mismo, cuando llegue allí, ni siquiera me gusta.

A Bob le recordaba a Elaine, pero tuvo que sufrir la decepción de que no fuera ella. Elaine se marchó hacía ya veinte años, y era estúpido pensar que iba a aparecer así, por las buenas, caminando entre los campos de trigo, con veinte años menos y habiéndole perdonado las palabras que le dijo. No, por mucho que lo desease, las cosas no sucedían así. Devolvió la atención a la joven, que parecía haber recuperado el resuello.

- ¿Tienes hambre? -le preguntó.

-Me podría comer a este perro-dijo mientras se reía y acariciaba con alegría la cabeza de Stunny.

Montaron en la camioneta. Bob dio un largo silbido y Stunny saltó a la parte trasera. Comerían algo en la cafetería de la estación de servicio que había a pocas millas de allí, justo al lado de la autopista. En la radio sonaba Jolene, de Dolly Parton, y mientras la rubia de Tennessee recitaba las virtudes de una preciosa chica en su canción, Bob pensó que esa bien podía ser la joven que se sentaba a su lado.

Estacionaron bajo la escuálida sombra de un álamo retorcido, cerca del restaurante. A pocos metros de ellos, los camiones que circulaban por la autopista dejaban pequeños remolinos de hojas a su paso. El aire fresco del interior los confortó. Se sentaron junto al ventanal y pidieron hamburguesas y Coca cola light. Después de observar cómo la joven devoraba una ración de patatas con kétchup, Bob se dio cuenta de que no sabía su nombre.

- Por cierto, ¿Cómo te llamas?

Ella masticó lentamente su hamburguesa antes de contestar.

-Me llamo Nina. Me lo puso mi madre por aquella cantante, ya sabe, la negrita esa que cantaba tan bien…

-Nina Simone.

-Esa. A mi padre no le gustaba, por lo de ser negra, claro, pero a mi madre se le ponía la piel de gallina cuando la oía. A veces, cuando mi padre se iba a la fábrica, ponía la radio en el alféizar de la ventana y las dos bailábamos entre la ropa limpia tendida. Siempre que huelo a jabón de lavar me viene a la mente alguna canción suya. Lo llaman recuerdo por asociación, o algo así.

- ¿Y no crees que tus padres te estarán echando de menos?

-Mi madre murió hace dos años. Tenía cáncer. Y a mi padre le da igual lo que haga.

- ¿Cuántos años tienes?

-Veintiuno- dijo sin apartar la vista de la hamburguesa.

-Ya, claro. Supongo que sería mucho pedir que me enseñaras tu carnet.

-Lo olvidé en casa cuando me fui.

Nina continuó comiendo y Bob pidió más café.

-Bueno, ¿y qué hay en Murdo, Dakota?

-Nada- contestó ella- Una gasolinera y un museo de automóviles horteras. Por eso me fui.

Permanecieron un largo rato en silencio. Nina estaba rebañando con el dedo el kétchup del plato mientras sorbía ruidosamente por la pajita del refresco. Bob tenía la mirada perdida en la autopista. Él no había salido apenas de Wakeeney, solo para comprar piezas para el tractor o aquella vez que tuvo que ir a Wichita al dentista. No entendía de dónde había sacado Elaine esas ganas de ver mundo que la llevaron a abandonarle a él y a su madre. Quizás las mismas que habían hecho que Nina dejara Dakota por el mero hecho de que allí no había nada. Se preguntó qué sería de Elaine. Ahora tendría treinta y ocho. Nina le recordaba mucho a ella. Su desenfado, sus ganas de vivir, la poca importancia que daban a la seguridad del hogar…Lamentó las últimas palabras que le dijo. Ella hizo como si no lo oyera, pero él supo que sí. Lo adivinó en el pequeño temblor que sacudió su espalda mientras se alejaba con una mochila y un sombrero vaquero por todo equipaje.

- ¿En qué piensas? - La voz de la muchacha le sorprendió.

-Yo tenía una hija. Era de tu edad cuando se marchó. Me recuerdas a ella.

- ¿Ha muerto?

-No lo sé.

- ¿Cómo se llamaba?

-Se llama Elaine. Una chica preciosa. Muy lista y cariñosa. Pero un día dijo que no aguantaba un solo segundo más en este pueblo y se fue.

- ¿Así, por las buenas? Algo más habría.

- ¿A qué te refieres?

- ¡Oh, bueno! No quería decir nada malo. Solo que nadie se va así por las buenas. Siempre hay una razón. A veces, como me pasó a mí, uno mismo no lo sabe hasta el mismo momento en que está saliendo por la puerta. O bien lo ha sabido siempre y ha cruzado el límite.

- ¿El límite?

-Yo tengo una teoría: creo que todos tenemos un límite invisible, imperceptible a veces hasta para nosotros mismos, un límite que, dependiendo de la fortaleza de la persona, se extiende en el tiempo o bien se acorta. Hay personas más sensibles que llegan antes y, o bien explotan, o bien se hunden. Yo creo que soy de las primeras, de las que explotan. Cuando llegué a mi límite abrí la puerta y me fui. Así de sencillo. Quizá a tu hija le pasase lo mismo. Llegó un día en que la mecha se terminó y ¡boom!, todo por los aires.

-Tu no conociste a Elaine. Ella no era así. Era joven y bonita, tenía amigos, era buena estudiante...No sufrió ningún hecho traumático que le hiciera, como tú dices, explotar.

-Quién sabe. El desencadenante puede ser cualquier cosa. A veces un mal día, otras una mala contestación de alguien, una película aburrida, un desengaño amoroso…cualquier cosa que a ojos de los demás no es nada, pero para uno mismo lo es todo.

-Mi hija no era así…

La voz de Bob se convirtió en un sollozo. Nina le envolvió las manos con las suyas en un gesto casi compasivo y le miró a los ojos.

-Lo que no sabemos es el tiempo que llevaba la mecha encendida.

Bob encendió un cigarrillo para disimular su turbación mientras Nina perdía la vista por la ventana para darle un momento de respiro.

- ¿Esa parada funciona? ¿Algún autobús para ahí? -dijo Nina señalando una descolorida marquesina.

-Hay un autobús que lleva hasta Colby. Luego, desde allí, se puede coger un galgo hasta Denver, y de allí hasta la costa, a California.

- ¡Genial! Seguro que haciendo dedo llego a Denver en menos de dos días.

-No te hará falta hacer autostop.

Bob pagó la cuenta y le dio dinero para el autobús, y de un cajero cercano sacó algo más para que pudiera llegar sin problemas hasta California.

-No sé cómo te lo voy a pagar.

-Manda una postal cuando llegues.

Esperaron en la camioneta con el aire acondicionado puesto a que llegara el autobús. La radio sonaba y los dos parecían perdidos en sus pensamientos. Bob sintió que estaba haciendo lo correcto, y lo único que lamentó era no haberlo hecho veinte años atrás, con Elaine. De haber sido así, estaba convencido de que las cosas habrían sido de otra manera, y de que quizá ella, aun en la lejanía, seguiría formando parte de su vida.

El autobús llegó y Bob acompañó a Nina hasta la parada.

- ¿Qué vas a hacer cuando llegues allí? -preguntó.

-No lo sé. No necesito saberlo. No quiero saberlo. El destino dirá.

Abrazó a Bob y le dio un fuerte beso en la mejilla. Después, desde la escalera del autobús, le lanzó un beso y una sonrisa. Bob vio la cara de Elaine reflejada en la de Nina. Vio cómo debería haber sido todo con su hija; Era como si el pasado le revelara la explicación de por qué se fue a través de las palabras de aquella descarada jovencita, porque las palabras de Nina eran también las palabras de Elaine, las que nunca dijo, y las que él nunca le preguntó. Y por fin fue consciente de la profundidad de sus inquietudes, de sus esperanzas, de sus razones para abandonarlos.

Y mientras veía a Nina sonriendo y agitando la mano por la ventanilla del autobús supo lo que estaba pensando: Que era un nuevo amanecer, un nuevo día, una nueva vida para ella…y que se sentía bien.

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TERCER FINALISTA 
"En tres minutos entras tú" -- Manuel Rico Cantero

-¡En tres minutos entras tú ¡le advirtió el jefe del evento.

Apareció el técnico de sonido, para verificarle el buen funcionamiento del pinganillo y el micrófono. Comprobó el volumen de audición, y subió su pulgar para confirmar que todo estaba correcto. El orador miraba al infinito, quizás en un momento de concentración.

-¿Estás nervioso?, le preguntó mientras le aproximaba más el micrófono a la boca.

-No son nervios -pues ya son muchas veces- pero siempre, antes de salir, siento muchísima responsabilidad.

-¿Hay mucha gente?, preguntó el orador a un tramoyista, que pasó por delante de él en ese momento.

-¡El patio de butacas completo y la parte de arriba terminándose de llenar!

Oscar pensó en ir al mirador de la parte de alta de la ciudad. Era su lugar preferido, mágico, secreto... ¡dónde él se sentía seguro! Cuántas veces se refugió allí, para alejarse y disfrutar de cosas tan simples como un atardecer. ¡Hoy era diferente! Sería su última vez. ¡No tenía otra elección! Su vida era un infierno. Con miedo, pero con determinación se fue acercando al borde. Cruzó la pequeña barandilla de seguridad, y se colocó en el exterior. Miró hacía abajo y calculó la distancia hasta el suelo: ¡Diez o quince metros de altura, podría ser arriba o abajo! ¡Suficiente!, pensó. Respiró hondo, y cerró sus ojos. Unos segundos después dejaría de sufrir. Un ruido repentino, le hizo abrirlos de nuevo. En ese momento, un autobús pintado con colores llamativos llegaba y aparcaba, justo debajo de él. En lo más alto de su lateral estaba escrito algo... que no distinguía. El joven sacó de su bolsillo las gafas de lejos y se las colocó frente a sus ojos. Pudo leer claramente: BIBLIOBUS. Podría esperar a que se fuera... pero sintió curiosidad y pensó que más daba un día de más o menos en el calvario que ya tenía tan asumido. Bajo por las escaleras laterales, y se paró frente a la puerta abierta delantera del vehículo Allí, un hombre de pelo moreno y vestido con un jersey de cuello alto beige, le invitó a subir.

El autobús urbano paró en la parada que estaba casi justo enfrente de su casa. Oscar, dijo a su madre, que prefería ir andando. La realidad es que no quería usarlo, por miedo, a que vinieran en él, los tres abusones de su insti. Sabía que incluso allí, no dudarían en meterse con él. Al llegar a la puerta del centro, sonó el timbre de comienzo de las clases. Espero a que el pasillo estuviera desierto. Entró a clase, disculpándose frente a la profesora por la interrupción. Terminó la hora, y todos salieron. Era la hora del recreo.

-¡Joder, ahí están!, pensó en voz alta Oscar.

Ellos le vieron y rápidamente se acercaron a él. Le acorralaron, sacaron su bocadillo de la mochila y lo tiraron en una papelera. Y cada uno de ellos, se despachó ¾vitoreado por los otros¾ con todo gusto de insultos hacía él. Oscar, cerró los ojos, tratando de obviar la situación. Volvió a abrirlos repentinamente, cuándo sintió el agua fría que caía derramada sobre su cabeza. Vaciaban sobre él la botella que su madre le había guardado en un compartimento de la mochila, como bebida para acompañar el bocadillo. Un grupo de niñas, pasaron junto a ellos y rieron, sin apenarse lo más mínimo de él; y por supuesto, recriminar el ataque, los empujones y las burlas. Cuando se aburrieron de él, Oscar corrió deprisa hasta los lavabos, y se cerró en una letrina. Allí se quedó esperando que volviera a sonar el timbre, para el nuevo comienzo de las clases. Sabía que los acosadores querían marginarlo y aislarlo, pero él como víctima, sólo buscaba y pensaba en su supervivencia.

Los días transcurrían y la cosa iba a peor ¡Era una fijación e iban a saco a por él!

Ya no sólo era en el Instituto, sino que le esperaban en la calle, para amedrentarlo y continuar con las burlas. Ni sus lágrimas -en muchas ocasiones- lograban amainar su furia. Comenzaron a bajar sus notas. Y llegó a normalizar que esto formaba parte de su rutina diaria. En su cabeza rondaban mil preguntas: ¿será porque me esfuerzo más que ellos?; ¿será porque he realizado algún comentario?; ¿será porque me ha preguntado la profesora, y yo he contestado?; ¿será porque...? ¡Quizás sea culpa mía! Cuando llegaba la noche, y se metía en la cama, ponía mil escusas para no ir al día siguiente al insti. ¡Sentía pánico! Tenía dificultades para conciliar el sueño, con pesadillas frecuentes. No podía hablarlo con nadie, ni profesores, ni padres, y por supuesto, con amigos, pues ya no le quedaba ninguno. Todos se habían apartado de él. ¡No se lo reprochaba a ninguno! Entendía que era por miedo, aunque realmente -mucho años después- sabría que era por cobardía.

Volvía a estar frente al bibliobús. El mismo hombre, que ya tenía nombre: Agustín, le volvió a invitar a subir. Colocaba libros en los estantes. Aún no había lectores, para coger o devolver ejemplares prestados. Agustín se acercó, y le habló.

-¡Hola Oscar! Hoy no tienes buena cara. ¿Estás enfermo? ¿No has dormido bien? ¿Mal de amores, ya a tu corta edad? El joven bajó la cabeza algo turbado.

-¡Mira chaval! Yo soy como un confesor. Todo lo que digas es como si se lo contaras a un sacerdote en el acto sagrado de la confesión. ¡Además yo no soy de este pueblo!, con lo cual no puedo contárselo a nadie.

Oscar, ve sinceridad en las palabras de un hombre ajeno, afable, que le trataba bien, de igual a igual ¡Casi cómo un amigo! Tarde a tarde, volvía al bibliobús para leer allí mismo los libros que Agustín le recomendaba, y para hablar tendidamente con él. Oscar hablaba, se sinceraba y Agustín escuchaba, sin reproche alguno. Había pasado de no contárselo a nadie, a contárselo a un no ya tan extraño, pues tenía nombre: Agustín. Y estaba ahí, para apoyarle y entenderle. Los libros que sagazmente elegía Agustín para el joven también ayudaban a subir su autoestima: envidió el coraje y la valentía de Sandokan por allende de unos mares ideados por Emilio Salgari; la habilidad y la inteligencia de Tom Sawyer de Mark Twain; la rebeldía y capacidad de lucha de una niña, Momo, de Michael Ende. Al leer, Oscar sentía como suyas las historias, y absorbía esas vivencias y actitudes frente a las adversidades aprendiendo de ellas. Además, Agustín le hacía sentir que se preocupaba por su bienestar ¡Le transmitía confianza! Le explicó y le hizo interiorizar que tenía derecho a sentirse seguro y feliz; que los culpables eran los acosadores y que comprendía y compartía su miedo, su vergüenza. Le aclaró la diferencia entre “delatar o chivarse” y “contar y pedir ayuda”; debía hacer frente a sus acosadores, y si no podía, pedir ayuda a sus padres y profesores.

-¡Oscar, tú tienes que responder frente al acoso!, le solicitó Agustín. Ellos disfrutan acosándote, por que creen tener una posición de poder, se sienten superiores y quieren generar miedo. Tu respuesta, tu actitud, tu indiferencia hará que se cansen de molestarte...

-!Tengo que darte una mala noticia! Y créeme que lo siento. Me han cambiado de ruta, y tardaré en volver por este pueblo. Sin embargo -si tú estás de acuerdo- vamos a fijar una contraseña. Y en poco tiempo, cuándo hayas resuelto tu problema, la escribirás y el compañero que venga aquí, me la trasmitirá, y así yo sabré que estas bien.

-¡Será “YA SOY SANDOKAN”!, contestó rápidamente Oscar.

-¡Espero su llegada pronto!, le contestó Agustín. El joven y el bibliotecario se despidieron con un abrazo largo y sincero, cariñoso, casi de padre e hijo.

Oscar comenzó a esperar al autobús frente a su casa para desplazarse hasta el Instituto. No había coincidido con sus acosadores, hasta que ese lunes uno de ellos estaba sentado, en su misma fila, junto a la ventanilla. Oscar no dudó en mirarlo fijamente, manteniéndole la mirada sin miedo y quizás una cierta rebeldía; el, quizás por encontrarse solo y cobardía, volvió su cabeza hacía el cristal de la ventana. En los pasillos, pasó por delante de ellos, y les hizo sentir que ya no les tenía miedo; y que sus bromas absurdas no le causaban impacto alguno..., es más, paró frente a ellos, cuándo el pasillo estaba más concurrido, y les dijo, mirándolos a los ojos.

-¡Sois lo peor, y siento verdadera pena por vosotros!

Oscar continuó su camino, tras una ovación de aplausos de todos los alumnos/as que hasta ahora habían sido presos de ese mismo miedo.

Un mes después, Oscar volvió al lugar dónde aparcaba normalmente el bibliobús. Encontró a un bibliotecario ya mayor, que podían faltarle pocos años para jubilarse. Se presentó y le dijo que era amigo de Agustín, preguntándole por él. Encarecidamente, le pidió, que cuándo le viera, le diera un pequeño sobre, que tenía su nombre.

A la semana siguiente, ambos bibliotecarios coincidieron en el taller mecánico, para sendas revisiones de sus autobuses. Conversaron y el hombre mayor, sacó del bolsillo de su americana un sobre pequeño que Agustín tomó. Allí mismo, lo abrió y leyó una misiva muy breve: ¡YA SOY SANDOKAN!. UN MILLÓN DE GRACIAS. UN ABRAZO ENORME. Agustín sintió una paz inmensa y una alegría que le duró durante todo el día. Recordó a Oscar y se alegró que hubiera adquirido -por su propia iniciativa- dos actitudes imprescindibles: FORTALEZA Y DESICIÓN.

Ha llegado la hora del comienzo del acto. Sube el telón del teatro. Aparece el director del Instituto, y agradece a todos los asistentes su presencia. Se congratula de que la totalidad de los asientos estén ocupados...

-¡El tema a tratar, bien merece este lleno!, explica el director. ¡Hoy tenemos aquí, a Oscar Jaraíz! Psicólogo, Profesor Universitario, y ¡un destacado especialista en el tema del que hoy trataremos. Sin más preámbulos... con todos ustedes ¡Oscar Jaraíz!

Desde bambalinas, le apremian a salir. Aparece un hombre maduro, pero aún joven. Y comienza a hablar...

-Hoy estamos aquí para hablar de bullying o, mejor dicho, en castellano, el ACOSO ESCOLAR: la agresión para ejercer poder sobre otra persona. En ello hay varios actores: los agresores, las víctimas y los testigos. Todos ellos forman parte de este proceso, que desde aquí les digo que tiene SOLUCIÓN. Yo mismo, fui una VICTIMA..., y mi método de salvación, fue a través de los LIBROS.

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CUARTO FINALISTA
"Un hombre solo" -- José David Castillo Arias

Lejanos quedaban ya aquellos días en los que la estación bullía de viajeros y el tráfico de mercancías, especialmente grano destinado al silo cercano, era incesante. Los cambios en la política agraria y el desvío de la línea férrea que pasaba por el pueblo, ahora convertida en un simple ramal, habían vaciado casi por completo las instalaciones y habían dejado a más de la mitad de los vecinos sin trabajo. Los trabajadores que aún conservaban su puesto vagaban ociosos de un lado para otro, sin apenas ocupaciones. Todo languidecía y muchos pensaban en vender su casa y sus tierras de labor para irse a la ciudad; solo animaban un poco el lúgubre ambiente dos tipos de visitantes.

Por un lado, los que llegaban en furgonetas con rótulos de una empresa denominada Montium: se hallaban dispersos por los alrededores de la localidad, especialmente en las cercanías de las vías del tren. Aparentemente buscaban minerales, porque perforaban el suelo y extraían pequeñas muestras que guardaban en recipientes muy bien sellados, pero no daban apenas información sobre su cometido real. Alguien, algún día, se atrevió a preguntarles qué buscaban. En un primer momento los interpelados se hicieron los sordos, pero luego, uno, más joven e inexperto, comenzó a hablar: “Tierras…”. El manotazo de un compañero cortó la comunicación.

Por otro lado, se veía a personas de la ciudad con maletines en diferentes puntos de la población. Su comportamiento era bastante similar: bajaban de sus coches y se dirigían sin demasiadas dudas a casas muy concretas, donde les abrían la puerta y, tras cerciorarse el dueño de que no había nadie en los alrededores, les franqueaban el paso. Pero las ventanas tienen ojos, y en un pueblo las novedades, por pequeñas que sean, son siempre muy golosas. Después de varias horas salían, nuevamente con las mismas medidas de precaución. Qué ocurría en ese tiempo era algo que nadie sabía, porque sus anfitriones no se mostraban dispuestos a desvelar este secreto, como si les hubiesen tomado juramento de confidencialidad. No obstante, muchos sospechaban de algo turbio, especialmente cuando empezaron a ver ciertas ostentaciones de relativa prosperidad: renovación de los viejos automóviles o tractores, ropas algo más elegantes de lo normal, pequeñas vacaciones, etc. Hubo, incluso, quienes llegaron a cargar en camiones o furgonetas sus escasas pertenencias y se marcharon prácticamente sin despedirse y sin revelar su nueva residencia.

Todo esto, especialmente la falta de actividad, exasperaba a Faustino, que no quería resignarse a perder su puesto de factor si finalmente cerraban su lugar de trabajo por no ser rentable. O si lo transformaban en apeadero. La intranquilidad y la rabia le impedían descansar y algunas noches se le veía rondando por los andenes solitarios con su escopeta al hombro, desvelado, sonámbulo o quizá soñando despierto con la caza de los supuestos culpables de la situación que le tocaba vivir. Una idea empezó a nacer en su pecho; algo había que hacer para que la estación, el silo y el pueblo entero no murieran. Un nombre empezó a perfilarse en su mente, el del consejero de Fomento; desde el mismo momento de su nombramiento la prosperidad y el futuro habían huido de aquellas tierras. Y una oportunidad pareció presentarse en las noticias del informativo de la televisión regional: en unos días, este político visitaría la comarca. Eso fue lo único que escuchó; no prestó atención a los motivos que impulsaban el viaje. No quería convertirse en un delincuente, pero alguien tenía que hacer algo. No lo hacía por interés personal, sino por el bien de los habitantes de aquel pequeño rincón del mundo que poco a poco iba siendo engullido por el olvido.

Su conciencia le aconsejaba evitar la violencia, pero su sentido del deber hacia la comunidad le decía que llamar la atención de la opinión pública no era delito. Decidió consultarlo con su abuelo, un antiguo trabajador del ferrocarril, también factor como él. Aunque llevaba bastante años jubilado, acudía a diario a la estación a observar el movimiento de los trenes y, por esta razón, también sufría la decadencia de los últimos años. Recibió con alegría la visita de su nieto, aunque le extrañaba su presencia cuando solo hacía unas horas que se habían visto. Escuchó sin intervenir sus protestas, que ya conocía; también sus planes, que eran nuevos para él. Cuando le preguntó su opinión, carraspeó brevemente y le dijo estas palabras: “No derrames sangre, pero haz todo lo posible para evitar nuestra ruina”. Era el apoyo que necesitaba. Barajó distintas posibilidades; finalmente se decidió por el secuestro. No pediría un rescate, sino una intervención ante los medios de comunicación para pedir un plan de recuperación económica para la zona. Pero antes debía poner en orden las ideas que bullían en su mente: quizá existía una conexión entre las novedades sucedidas en su entorno en los últimos cinco o diez años…

La ejecución del plan resultó mucho más sencilla de lo que había imaginado. Era un viaje rutinario, por lo que el consejero de Fomento no llevaba escolta; solo unos pocos asesores personales que, en cuanto vieron a Faustino enmascarado y con el arma en ristre, huyeron despavoridos, al igual que algunos de sus convecinos que no lo reconocieron. El político obedecía sus indicaciones, por lo que no tuvo necesidad de amedrentarlo con la voz o con el cañón de la escopeta. Se encerraron en el almacén ferroviario, que estaba vacío, por supuesto. No tardaron en llegar las fuerzas del orden y los periodistas. El negociador oficial, con su megáfono, y él, a gritos, desde un ventanuco, lanzaron al aire sus palabras: solicitudes y concesiones. Le prometieron entrevistas ante las cámaras de televisión e incluso un encuentro con el presidente de la región. Patrañas, por supuesto; bien lo sabía él, pero aparentaba estar de acuerdo, para relajar el ambiente.

Falsa calma. Antes de una hora, como tenía previsto, escuchó movimientos sigilosos alrededor del edificio, muy evidentes para quien sabe de esperas en el campo hasta que llega el momento de atrapar la presa. Él no iba a ser esa presa; en el suelo del almacén, una trampilla metálica comunicaba, a través de un largo y estrecho pasadizo, con una bodega abandonada. Por allí descendieron Faustino y el consejero, amordazado, maniatado y algo temeroso por no saber dónde desembocaba ese túnel. El olor que impregnaba la estancia a la que llegan le desveló su naturaleza. Antes de avanzar hacia la salida, Faustino encendió la mecha de una pequeña carga de explosivo: el desprendimiento de parte del techo dificultaría la persecución. El final de la bodega parecía no llegar nunca. Quienes excavaron estos recintos subterráneos, en tiempos remotos, procuraron conectarlos para que, en caso de que alguien quedara atrapado, siempre tuviera escapatoria.

Después de un buen rato la luz de la linterna empequeñeció ante los rayos solares que entraban por la mirilla de la puerta final. Salieron por la bodega más alejada del pueblo, por si intentaban capturarlos desde el exterior. Subieron rápidamente a un automóvil que Faustino había dejado allí días atrás, oculto por la densa vegetación del entorno, y enfilaron un camino que evitaba rutas más transitadas, rumbo a la capital de la provincia. El rostro del consejero había recuperado su aspecto habitual, para evitar recelos en aquellas personas que se cruzaran con ellos. Eso sí, sus manos seguían sujetas y las puertas estaban bien aseguradas. Ya en la ciudad, se dirigieron a la sede de la televisión regional. Su aventura estaba saliendo demasiado bien, y eso no le gustaba a Faustino. Presentía que su aventura no iba a tener final feliz. Un control policial confirmó sus sospechas: imposible llegar a su destino. Todo había terminado. Su mente ya imaginaba lo que iba a suceder a continuación: el coche rodeado de policías, una pistola apuntando a su cabeza, la puerta que se abre, la colocación de las esposas…

“Gira a la derecha”. No podía creerlo: el raptado intentaba ayudar al raptor. “Gira a la derecha, te digo. De niño viví en este barrio cuando era un descampado lleno de chabolas y conozco algunos atajos”. Lentamente, para no levantar sospechas, tomaron una estrecha bocacalle. Faustino no sabía qué movía a este hombre a ayudarlo, pero ahora no era el momento de averiguarlo; ya encontraría la respuesta más adelante. Su mente trataba de encontrar una alternativa al plan que ahora se había visto frustrado. Cuando salieron de la maraña de callejuelas, intentó acceder a una avenida, pero acabó en un embotellamiento. Por encima de los vehículos vieron agitarse unas pancartas. ¡La manifestación de los agricultores! Hacía tiempo que tenía pensado participar en este acto, pero se había olvidado de él con los acontecimientos de los últimos días. Era su oportunidad. Echó un vistazo a los ojos del consejero y encontró en ellos algo que juzgó complicidad. Este hombre era sorpendente. Le desató las manos, bajaron del automóvil y se abrieron paso entre la multitud, uno en pos del otro. Al primero no le costó mucho subir al estrado: varios manifestantes reconocieron en él al secuestrador del consejero y lo recibieron cual héroe que sube al estrado. Su acompañante no despertaba tantas simpatías, pero, al formar parte del tándem, también le abrían camino. Allí, Faustino, ante hombres y mujeres como él, vilipendiados por la vida, olvidados, engañados, contó sus penas y las de su pueblo. Cuando se disponía a hablar de lo que había descubierto en los últimos días, de la trama que relacionaba a los portadores de los maletines y a los que analizaban la tierra, el consejero se adelantó y tomó la palabra. Montium, por supuesto, le pertenecía; no de manera directa, pero, bueno, él era el destinatario de las ganancias. La vía del tren no había sido desviada por ser deficitaria, sino para hundir el lugar en la miseria y conseguir que sus vecinos vendieran sus fincas por mucho menos de lo que valían. ¿Y qué había en el subsuelo de esas fincas? Tierras raras, minerales estratégicos que valían una fortuna. “Pero la verdadera fortuna de un país es la felicidad de sus habit…”. No pudo terminar su confesión. Ambos, secuestrador y secuestrado fueron detenidos por las fuerzas del orden. En la mirada que ambos cruzaron antes de ser separados creyó leer Faustino la respuesta a sus preguntas.



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